Santiago Gamboa / El País
En uno de sus extraordinarios ensayos, Juan Goytisolo afirma que la renovación de la literatura en lengua española en el siglo XX provino de dos hechos fundamentales que no se dieron en España sino en América Latina: la relectura que Jorge Luis Borges hizo de la obra de Cervantes, y la que José Lezama Lima hizo de Góngora. ¿Cuál fue la gran revolución de Borges? William Ospina asegura que la cultura en la que vivimos hoy no sería concebible sin él, pues de algún modo “trajo a América Latina todas las cosas del mundo”. Dicho de otro modo, la obra de Borges familiarizó a sus lectores con contenidos que provenían de culturas lejanas, en la geografía y en la Historia, sin necesidad de que todo eso pasara antes por España o cualquier otro de los centros de los que América Latina era subsidiaria.
Es notable también el modo en que Borges, tal vez de forma involuntaria, encarnó una de las grandes señas de identidad de América Latina, que es el espacio de la frontera, ese lugar en donde todo tiene cabida porque todo se mezcla: la gran cultura de Occidente y de Oriente con la tradición criolla. Y algo más: la alegría del conocimiento, el buen humor de la cultura. La cultura universal hará más intensa y feliz nuestra vida, pero esa cultura no es una agencia de pompas fúnebres, sino algo jubiloso. Su admirado Nietzsche lo esbozó en La gaya ciencia. El saber no está desligado de la sonrisa y esto Borges lo desarrolló en otro arte en el que fue genial: el de la conversación.
Tal vez por eso, 30 años después de su muerte la obra de Borges no solo permanece intacta, sino que crece y revive en los nuevos lectores. Y sigue siendo un referente porque la cultura latinoamericana de hoy —como dijo William Ospina— es en gran parte una creación suya. Una de sus herencias para las nuevas generaciones es el derecho a apropiarse de cualquier tradición, no solo de la propia y nacional. Esto es algo que está en el ADN de la que podríamos llamar Generación de los noventa, con autores como los de la antología McOndo, publicada en 1996, o los mexicanos del Crack, de ese mismo año. Borges hizo ver que no era obligatorio ser mexicano ni colombiano en cada libro, y así novelistas como Jorge Volpi o Ignacio Padilla se sintieron libres de escribir ficciones situadas en otras geografías y tradiciones, con personajes de otros mundos. Haber leído a Borges se transformó, de repente, en el convencimiento de que todo era posible y que nadie estaba obligado a escribir de un modo y no de otro.
Hay autores que partieron de Borges para ir hacia fronteras literarias más lejanas. Veamos algunos casos. Uno de ellos fue Roberto Bolaño. Su primer libro publicado, La literatura nazi en América (1993), es una clarísima relectura de Historia universal de la infamia, de Borges, que a su vez se basa en las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob. Bolaño, como Borges, estructura el libro en una serie de biografías apócrifas, en su caso de escritores latinoamericanos de ideología nazi, lo que le permite crear una suerte de “Bestiario latinoamericano” y a la vez hablar de los problemas del continente. En la literatura argentina, César Aira es probablemente el autor que más sigue una senda borgiana: la temperatura de Borges, su lenguaje sencillo y conciso, pero puesto al servicio de algo más. Aira tiene su propio mundo, y en él está sobre todo esa profunda libertad que Borges promulgó y obtuvo para la escritura. Y algo más: la brevedad. Las novelas de Aira, ninguna de más de 150 páginas —aunque dependiendo del tipo de letra—, parecen sentir la nostalgia del cuento; y a cambio son precisas, rigurosas e implacables, otro rasgo en el que podemos reconocer la huella de Borges.
Autores más jóvenes como Andrés Neuman o Juan Gabriel Vásquez también habitan un ecosistema en el que Borges está presente a través de sus variadas metamorfosis: el interés por ocupar literariamente los resquicios o las zonas de penumbra de la Historia, el incorporar la literatura y en general la cultura como parte esencial de la novela, el rigor del lenguaje y sobre todo la mezcla de géneros, esa voluntaria supresión de las fronteras literarias que permite transformar en cuento fantástico lo que empezó siendo un ensayo, o viceversa.
Es cierto que todos estos aspectos pertenecen no solo a la obra de Borges, sino también a la de muchos otros, pero al estar en sus libros pareciera que influencian más y que repercuten con mayor fuerza en la escritura de las generaciones que lo sucedieron, y por eso su imagen de autor totalizador, que no solo dejó una obra magistral sino que además abrió todos los caminos, es la que seguimos viendo hoy, al recordar ese 14 de junio de 1986 en el que su escritura se detuvo, dando inicio a una nueva serie de infinitas e inagotables lecturas.
Fuente: El País / Madrid, 14 de junio de 2016