Hugo Ñopo / El Comercio
El entorno cambiante nos ha llevado a creer que la innovación es tan poderosa que puede revolucionar la educación. Ojalá fuera cierto. La verdad es que antes necesitamos resolver algunos problemas fundamentales, como el del financiamiento.
Nuestro país invierte al año US$1.200 por estudiante. México invierte el doble, Chile y Brasil, el triple. En promedio, los países de la OCDE destinan 8 veces más a educación. Desde esta perspectiva, no resulta sorprendente el pobre desempeño de nuestros estudiantes en comparación con los de otros países.
Una mirada conjunta a las inversiones y los resultados en educación permite identificar dos grupos de países. Por un lado, los que invierten a partir de US$6.500 anuales por estudiante consiguen resultados educativos similares. Por el otro, están los que invierten por debajo de US$6.500, donde se encuentra el Perú. Para ellos, la relación inversión-resultados es positiva.
El llamado para aumentar la inversión educativa es claro. Sin embargo, también resulta claro que en el corto plazo multiplicar por dos, tres o doce la inversión en educación no es viable. ¿Qué hacer mientras tanto?
Se cree que la educación privada es una gran promesa y por eso se dio en 1996 el Decreto Legislativo 882 para fomentarla. En casi 20 años, el mercado de la educación ha sido en gran medida desregulado y con calidad heterogénea. Pese al fomento, la escuela privada ha podido llegar a menos de un tercio de los distritos del país. Y ahí donde ha llegado no ha conseguido mejores resultados que la escuela pública.
Necesitamos disrupciones capaces de mejorar la educación. Deben ser costo-efectivas (conseguir lo mejor posible a bajo costo), escalables (funcionar en redes grandes de escuelas) y apropiables (los maestros deben hacerse dueños de las innovaciones). Y un clima de innovación tiene como premisa la existencia de una licencia para fallar.
Hay que depositar la confianza en esos 400 mil docentes que día a día ingresan a las aulas, públicas y privadas con nuestros estudiantes. Lo que corresponde, entonces, es trabajar para que esos docentes sean los mejores.
El camino por delante es largo. Por un lado, los filtros para ingresar a estudiar pedagogía son los menos exigentes del sistema universitario. Por el otro, la profesión está mal remunerada. El salario de un docente en el Perú está en el tercio inferior de la distribución de salarios de profesionales y técnicos. En la mayoría de países latinoamericanos, los salarios de los docentes están en el tercio medio, y en los países exitosos están en el tercio superior. Un dato adicional de los retos que enfrenta la escuela privada: ahí los profesores trabajan más horas por semana y tienen salarios más bajos que en la escuela pública. La revalorización de los docentes es tarea de todos.
Es necesario quebrar el circulo vicioso que atrapa a la situación de la profesión docente. Para esto, se necesita mejorar la inversión del país en su educación. Debemos sembrar inversiones educativas más comprometidas con nuestro futuro. Es importante hacerlo ahora y no esperar para constatar, una vez más, que se cosecha lo que se siembra. 
Fuente: El Comercio / Lima, 12 de setiembre de 2016