Luis Volonté / Sin pelos
John Gardner (1933-1982), poeta, novelista, ensayista y profesor universitario escribió algunos libros de escritura creativa, en particular: On Becoming a Novelist y The Art of Fiction, reeditados en español por Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Madrid (2001).
Se había doctorado en el Taller de Escritores de Iowa y Raymond Carver fue uno de sus alumnos predilectos en la Universidad Estatal de Chico, California.
“Gardner –recuerda Mryann Burk Carver– había ayudado muchísimo a Ray, enseñándole a corregir y a escribir (p.162). Cuando aceptó las clases de narrativa en la Universidad de Berkeley, leía los manuscritos de los alumnos tan meticulosamente como John Gardner había leído su primer trabajo” (p.285).
Dada su experiencia como profesor de escritura creativa y su obra, tanto de ficción como de crítica y teoría literarias, creo que es importante revisar las opiniones de Gardner. En esta nota quiero repasar algunos de sus conceptos sobre la naturaleza del escritor.
Gardner trata de responder a la clásica pregunta acerca de qué se necesita para ser escritor a través de una serie de indicadores, “que no son seguros, pero que ofrecen indicios válidos”. Estos indicadores están relacionados con las facultades del individuo, evidentes o potenciales, y con su carácter. Gardner señala los siguientes indicadores: la sensibilidad verbal, la perspicacia, la inteligencia, el carácter compulsivo, la originalidad y la competencia.
La sensibilidad verbal. La sensibilidad verbal hace referencia a la capacidad del escritor de encontrar su propia voz. Su ritmo, sus palabras, sus propias metáforas, en definitiva, encuentra o inventa la manera de decir las cosas de forma interesante. Pero la preocupación principal del buen escritor no es alcanzar la brillantez lingüística sino “contar su historia de forma que provoque reacciones en su lector, que le haga reír o llorar o sentirse intrigado”.
El escritor se preocupa por describir bien a sus personajes, la acción, los escenarios y ambientes y el lenguaje. Si éste resulta espléndido, brillante, debe estar al servicio de los personajes y su trama; en cambio, cuando el uso del lenguaje se desvía de la ficción literaria si permanentemente nos aleja de la historia para llamar la atención sobre sí mismo, termina en un texto amanerado que abandonamos más temprano que tarde. Ejemplos de esta desviación podemos percibir en textos que no pueden avanzar sin emplear frases como: “con un gracioso parpadeo”, “su risa franca, estentórea”, “reprimió un sollozo”, “con el rostro enmarcado por sus bucles cobrizos”; expresiones trilladas, de fingida emoción, lejanas de la vida cotidiana, que demuestran que el escritor no encuentra las palabras adecuadas para describir la escena.
Para el escritor que se sabe falto de la necesaria sensibilidad para el lenguaje –recomienda Gardner– algunas posibles soluciones son: conseguir un buen manual de redacción; trabajar con ejercicios propios de descripción; mejorar el vocabulario recurriendo al diccionario y forzándose a incluir las palabras relativamente cortas y comunes en su propia redacción; leer libros y revistas poniendo especial atención en el lenguaje: “Si el lector sigue escribiendo –escribe día tras día, mes tras mes– y lee muy atentamente, empezará a ‘cogerle el truco’”.
La perspicacia. “El buen escritor ve las cosas con agudeza, con realismo, con precisión y con criterio selectivo (es decir, sabe escoger lo importante), y no necesariamente porque tenga por naturaleza mayor poder de observación que los demás (aunque con la práctica lo adquiere), sino porque tiene interés en ver las cosas con claridad y escribirlas con rigor”.
El escritor sabe que, si no observa las cosas reales o imaginarias con atención, corre el peligro de reproducirlas mal. Si el escritor no es capaz de escoger el gesto adecuado que acompañe su parlamento, el lector se sentirá defraudado, sentirá que el escritor obliga a los personajes a hacer cosas que no harían en la realidad. No siempre el personaje actuará como si fuera una persona real, pero el escritor debe dar indicios suficientes para que las acciones de sus personajes sean creíbles.
La perspicacia del escritor está vinculada en gran medida con su propio carácter. En su obra se pueden apreciar los propios sentimientos del autor, su experiencia, sus prejuicios. Si su visión es convincente, independientemente de si la compartimos o no, podremos continuar con la lectura. Otras veces, el autor se mete en la piel de sus personajes, actúa como ellos, habla como ellos, piensa como ellos. En cualquier caso, si sabe poner en palabras las necesidades, impresiones o sentimientos de diferentes personajes, la historia será mucho más verosímil.
Los métodos para alcanzar este grado de maestría son diversos. Hay quienes leen astrología para indagar sobre la naturaleza humana, otros leerán estudios psicológicos, tratados sociológicos, historia, etcétera.
El escritor predispuesto se deja seducir por sus personajes, se siente atraído por ellos. Necesita sentirlo. Por ese motivo, toda documentación previa, toda investigación profunda sobre cada uno de ellos es fundamental para que los personajes cobren vida.
La inteligencia. Gardner se refiere a una clase de inteligencia asociada con la conducta del escritor: su inmadurez y su falta de civilidad. Esta conducta se expresa a través de un especial ingenio (tendencia a realizar asociaciones de ideas irrespetuosas); de obstinación y tendencia al individualismo (rechazo de todo aquello que la gente sensata considera correcto o cierto); de puerilidad (manifiesta falta de seriedad ante la vida, fantasear, mentir, actuar con malicia); de una marcada tendencia a la fijación oral, o la anal (la oral: clara tendencia a comer, beber, fumar y charlar; la anal, aprensiva pulcritud y grotesca fascinación por los chistes verdes); extraña mezcla de naturaleza juguetona y comprometedora seriedad; de impaciencia; de inestabilidad psicológica; de impulsividad e imprevisión; de una fuerte adicción a las historias, orales o escritas.
Está claro que muchos escritores no cumplen toda esa serie de “virtudes”. Esta clase de inteligencia permite conseguir determinadas cosas. Para contar una historia sin hacernos trampa, a veces hay que recurrir a las partes más oscuras de uno mismo, meterse en la piel de un personaje que nada tiene que ver con nosotros, al que seguramente detestamos, y hacerlo con honestidad, comprendiendo y justificando su conducta.
El carácter compulsivo. Tener la inclinación de llevar las cosas al extremo, a exigirse demasiado, a sentirse insatisfecho de sí mismo y del mundo, a estar decidido a corregir esa situación, son características que definen al escritor (y a cualquier otro profesional) compulsivo.
El carácter compulsivo puede acabar con el escritor que no siempre triunfa. La obsesión hace que la dedicación a la empresa esté por encima de todo lo demás y, si bien esto representa un problema para los demás, su empeño, su fuerza de voluntad y su determinación pueden hacer que el resultado sea grandioso.
La originalidad y la competencia. “Lo que se quiere decir cuando se habla de que un escritor es original es que sabe escribir lo que le interesa –que sabe poner en palabras lo que ve, que no es lo mismo que cualquier idiota pudiera ver. Todo el mundo ve cosas con originalidad. Lo que ocurre es que la mayoría no sabe escribirlo sin vulgarizarlo o adulterarlo”.
Estos indicadores sirven para reflexionar acerca de nuestras propias inquietudes sobre el arte de escribir. Podemos sentirnos identificados con algunos de ellos o con ninguno o podemos sentirnos decepcionados por ser portadores de todos ellos y no haber alcanzado el éxito deseado. La respuesta es obvia: el talento no lo es todo.
La reflexión sobre las características que debería tener un escritor puede parecer una pérdida de tiempo, un ejercicio inútil. Sin embargo, creo que todos los profesionales se enfrentan a la duda en algún momento de su carrera y no está mal preguntarse dónde estamos, qué hicimos, cómo podemos mejorarlo. Los indicadores propuestos por Gardner están pensados para quienes comienzan, pero, no creo que haga daño evaluar con cierta frecuencia nuestros escritos y estar dispuestos a empezar de nuevo. Ya no será de cero, por supuesto. El almacén global está repleto de obra publicada en la que no vale la pena perder el tiempo.
En su etapa de crisis creativa, Truman Capote confesaba: “Con lentitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con solo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición. ¿Por qué?
La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir”.
No invento nada cuando pienso en el esfuerzo, en el trabajo diario y la lectura constante, en el compulsivo proceso que requiere desentrañar la escritura de otros tanto como la propia. Si no somos capaces de dudar, nada cambiará.
Textos citados:
Burk Carver, Maryann. Así fueron las cosas. Retrato de mi matrimonio con Raymond Carver, Barcelona, CIRCE Ediciones, 2007, 422 págs.
Capote, Truman (1980). Música para camaleones, Buenos Aires, Debolsillo, 2013.
Gardner, John. Para ser novelista, Madrid, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, 2001.
El arte de la ficción. Apuntes sobre el oficio para jóvenes escritores, Madrid, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, 2001.
Fuente: Blog Sin pelos / Montevideo, 27 de febrero de 20917