Vicky Abeles / New York Times
Stuart Slavin, pediatra y catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Saint Louis, Misuri, sabe algo sobre el impacto del estrés. Después de descubrir índices de ansiedad y depresión alarmantes entre sus estudiantes de medicina, Slavin y sus colegas rediseñaron el programa de estudios: cambiaron el sistema de calificación, incluyeron medio día libre cada dos semanas y crearon grupos de aprendizaje más pequeños para fortalecer los vínculos entre los estudiantes. En un lapso de seis años, los índices de depresión y ansiedad disminuyeron de forma considerable.
Pero ni siquiera Slavin estaba preparado para los resultados de las pruebas que hizo en colaboración con la Irvington High School en Fremont, California, que alguna vez fue una ciudad de clase trabajadora pero cada vez está más cerca de la órbita de Silicon Valley. Slavin había encuestado de manera anónima a dos terceras partes de los 2100 estudiantes de Irvington la primavera pasada; usó dos medidas estándar: la Escala de Depresión del Centro sobre Estudios Epidemiológicos y un Cuestionario de Ansiedad. Los resultados fueron sorprendentes: 54 por ciento de los estudiantes presentaban síntomas moderados a severos de depresión. Aun más preocupante fue que el 80 por ciento padecía síntomas de ansiedad moderados a severos.
“Esto sobrepasa con creces lo que esperaríamos ver entre la población adolescente”, comentó Slavin en una reunión de profesores antes de que iniciara el semestre de otoño. “Es inaudito”. Y lo peor es que es probable que estas inquietantes cifras se queden cortas. Algunos estudiantes no pudieron responder la encuesta porque estaban haciendo exámenes.
Lo que Slavin observó en Irvington muestra un microcosmos de la epidemia de estrés escolar que se extiende por todo el país. Tendemos a pensar que es un problema exclusivo de las élites urbanas y suburbanas, pero, al recorrer el país para reportear sobre este asunto, he visto que este estrés tiene consecuencias serias en niños de todo el espectro socioeconómico.
Las expectativas frente a la educación se han salido de control. Además de pasar siete horas en la escuela, nuestros niños tienen que hacer horas de tareas nocturnas, prácticas deportivas diarias, ensayos con la banda escolar, y torneos o trabajos que absorben todo el fin de semana. Cada actividad desde la infancia es vista como un paso en la carrera para ingresar a una universidad de primera, un trabajo envidiable o una vida exitosa. Los niños que viven en la pobreza y aspiran a ir a la universidad se enfrentan a la misma competencia para ser admitidos, además de la carga de competir por becas, con menos apoyo que sus pares privilegiados. Incluso aquellos que no están hechos para la universidad se desmotivan por las evaluaciones constantes en las escuelas y se ven presionados al abrirse paso entre montañas de material impersonal, memorizado, incluso desde el preescolar”.
Sin embargo, en lugar de apoyarlos en su desarrollo, este impulso para alcanzar el éxito está erosionando la salud de los niños y socavando su potencial. La educación moderna los está enfermando.
Casi uno de cada tres adolescentes dijo a la Asociación Psicológica de Estados Unidos que el estrés les ha provocado tristeza o depresión y la escuela fue la principal fuente de ese estrés. De acuerdo con el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, la gran mayoría de los adolescentes estadounidenses duermen al menos dos horas menos de lo recomendado por noche, y la investigación demuestra que entre más tareas hacen, menos horas duermen. En el ámbito universitario, en una encuesta del año pasado, el 94 por ciento de los responsables de apoyo a estudiantes en la universidad afirmó ser testigo de un mayor número de alumnos con problemas psicológicos severos.
Por el otro lado, los doctores ven en consulta a cada vez más niños de primaria con migraña y úlceras. Muchos médicos observan una conexión clara entre estos síntomas y la presión por obtener mejores resultados.
“Hablo de niños de 5, 6, 7 años que vienen con estos problemas de salud. Nunca veíamos eso”, comenta Lawrence Rosen, un pediatra de Nueva Jersey. “Eso escucho decir a mis colegas en todas partes”.
En este contexto, lo que distingue a Irvington es que los educadores, padres y estudiantes han decidido hacer la diferencia. Los maestros están revaluando sus exigencias en cuanto a las tareas y restableciendo en algunos casos las directrices olvidadas de cada distrito escolar (no más de 20 minutos por clase, cada tarde, y nada los fines de semana).
De hecho, la investigación respalda poner límites a las tareas. Los estudiantes han iniciado un grupo de trabajo para promover hábitos saludables y horarios equilibrados. Y durante los últimos dos años, los asesores de la escuela se han reunido con cada uno de los estudiantes durante su inscripción para orientarlos sobre cómo diseñar una carga de trabajo manejable en los cursos.
“Estamos sentados sobre una bomba de tiempo”, dijo un maestro de Irvington, que ha visto cómo el problema ha empeorado durante sus 16 años de trabajo.
Un conjunto creciente de pruebas médicas sugiere que el estrés infantil está vinculado no solo con un mayor riesgo de depresión y ansiedad en el adulto, sino también con una salud física deficiente. El Estudio ACE (ppor sus siglas en inglés; en español: Experiencias Adversas en la Niñez), un proyecto actual de los Centros para el Control de la Enfermedad y la ONG Kaiser Permanente, demuestra que los niños que experimentan diversos traumas ―como violencia, abuso o la lucha de algún padre con una enfermedad mental— son más propensos a desarrollar enfermedades cardiacas, pulmonares, cáncer y a tener menor esperanza de vida en la adultez. Son dificultades extremas, pero otra encuesta en la Revisión Anual de Salud Pública de 2013 sugirió que la persistencia de factores estresantes menos serios podrían dar paso a una enfermedad.
“Empiezan a verse muchos de los efectos en la salud, pero muchos más repercutirán en las vidas de nuestros niños”, expresó Richard Scheffler, economista de la salud en la Universidad de California, Berkeley. “Todos pagaremos el costo de darles tratamiento y padeceremos la pérdida de sus contribuciones productivas”, agregó.
Paradójicamente, la presión acumulada es contraproducente y no ayuda a los niños a tener posibilidades de éxito. Muchos estudiantes universitarios tienen problemas para articular pensamiento crítico, hecho que no ha pasado inadvertido entre sus profesores, ya que, según un informe de 2015, solo el 14 por ciento de ellos cree que sus estudiantes están preparados para el trabajo universitario. Y, según el mismo estudio, solo el 29 por ciento de los empleadores cree que los graduados cuentan con las herramientas necesarias para tener éxito en el lugar de trabajo. Las cifras han empeorado seriamente desde 2004.
Contrario a la creencia generalizada de que aliviar la presión tendrá como consecuencia un mal desempeño, desde que comenzaron a aplicar la estrategia para reducir el estrés se ha observado una mejora en las calificaciones de la Facultad de Medicina de Saint Louis, en Misuri.
En Irvington aún es pronto para medir el impacto de las reformas, pero los educadores observan señales prometedoras. Las crisis emocionales de los estudiantes han disminuido: antes eran rutinarias y ahora son casi inexistentes. El índice de reprobación entre los estudiantes disminuyó a la mitad. Los estudiantes de Irvington continúan siendo aceptados en universidades prestigiosas.
El ejemplo de Irvington nos deja lecciones. Trabajando juntos, padres, educadores y estudiantes pueden lograr cambios pequeños pero significativos: establecer límites en las tareas diarias y no poner tareas para fines de semana y vacaciones, añadir tiempo de asesoría para apoyo estudiantil y darles a los estudiantes la posibilidad de demostrar su crecimiento de maneras más creativas. Comunidades en todo Estados Unidos —como Gaithersburg, Maryland; Cadiz, Kentucky, y la ciudad de Nueva York— ya están siguiendo algunos de estos pasos. En lugar de competir en la carrera por los resultados, están trabajando para cultivar un mayor aprendizaje, integridad, propósito y conexión personal. En lugar de infancias en las que hay tanto en riesgo, están eligiendo la salud.
Fuente: New York Times / Nueva York, 6 de febrero de 2016