EDITORIAL
El 7 de abril de 1994, en Ruanda, un país de África Oriental, fueron asesinados 800,000 habitantes de la etnia Tutsi. El genocidio fue un acto premeditado y planificado por el gobierno, constituido por integrantes de la etnia Hutu, que habían llegado al poder mediante un golpe de Estado varios años atrás. Los tutsis eran oposición. La matanza estuvo precedida por un discurso de odio, levantado por el propio presidente de la república, que calificaba a los tutsis como invasores y los describía como sujetos deshumanizados y peligrosos. Los medios de comunicación se hicieron eco de esa narrativa y la difundieron ampliamente. Así, el asesinato de los tutsis, que compartían la misma lengua y cultura de los hutus, fue presentado como una cruzada de salvación del país.
Desde el 2018, el gobierno del presidente Daniel Ortega en Nicaragua endureció la persecución contra diversas organizaciones de sociedad civil, clausurando tres mil de ellas y confiscando sus bienes; cerró incluso medios de comunicación con postura crítica a sus decisiones. También ha encarcelado a centenares de personas por motivos políticos y reprimido con extrema violencia a todo nicaragüense que se atreviera a salir a las calles a protestar. Los asesinatos de ciudadanos cometidos en este contexto han quedado en la impunidad. Recientemente deportó a 222 opositores y los despojó de la nacionalidad de forma perpetua. ¿Cómo se ha justificado estas acciones? Declarando a todo opositor como traidor a la patria y enemigo de Nicaragua.
Estamos en el Perú, en el año 2023. El país ha venido tomando en los últimos meses un giro que evoca peligrosamente estos hechos. Todos hemos sido testigos de la violencia extrema con la que han venido siendo reprimidas las masivas protestas ciudadanas, que han costado la vida a medio centenar de ciudadanos. Se ha intervenido policialmente una universidad pública sin encontrar evidencia de delito y se ha empezado a amedrentar a periodistas independientes hostigándolos en sus propias casas. Ahora se calumnia a profesionales que han venido trabajando en el Estado o a favor del Estado en los últimos años. Todo se justifica a través de los medios de comunicación apelando a noticias falsas, asociando, por ejemplo, a toda persona que disiente, con el terrorismo o la corrupción sin ninguna prueba o con argumentos falaces.
En los casos de Ruanda en 1994, de la Nicaragua de hoy y del Perú actual, hay un denominador común: el uso de los medios de comunicación no para despejar malentendidos, explorar coincidencias y buscar soluciones a una crisis, sino para difundir falsedades o medias verdades, con el objetivo de desprestigiar toda voz que pueda discutir a la autoridad. Se busca poner a la opinión pública en contra de cualquiera que no avale el discurso oficial, sea que se trate de un político, un periodista o un ciudadano de a pie ¿Qué sigue después?
La responsabilidad de los educadores en momentos como este es extremadamente importante. Las generaciones más jóvenes necesitan aprender a discernir la verdad del embuste, la justicia del abuso, la democracia de la dictadura, el ejercicio del poder de la dominación, el bien común del interés particular, el servicio público de la ambición y el aprovechamiento. Hemos puesto tanto celo que nuestros estudiantes aprendan a leer y escribir, que hemos confundido el acceso al mundo escrito con el acceso a una ciudadanía democrática. Mientras no entendamos que lo primero es condición necesaria pero no suficiente para aprender a hacer del Perú una república democrática, el drama que vivimos hoy se repetirá cíclicamente hasta el infinito.
Lima, 24 de febrero de 2023