Ricardo Villanueva Valverde | EDUCACCIÓN
El abuso y la coacción ejercidos por los abusadores en las escuelas se ha convertido en un indicador importante de la cultura escolar en nuestro país. Su persistencia e incremento constante requiere un análisis. Este problema reviste una especial importancia para la convivencia ciudadana y, aunque pueda parecer algo exagerado, su conexión con el deterioro de la capacidad del tejido institucional para poner coto a las conductas antiéticas y la corrupción.
Explorar estas conexiones exige hacer una travesía hacia las raíces de la socialización temprana, adentrarnos en la red de interacciones sociales que forman gradualmente los mecanismos de la autorregulación de las emociones y el desarrollo del juicio moral.
A lo largo de mi paso por la escuela tuve varias experiencias como víctima de abusadores, los típicos matones del salón que usan el amedrentamiento para establecer jerarquías que alimentan su ego descontrolado. Muchos años después tuve la ocasión de reflexionar acerca de estas relaciones tóxicas cuando recibí el encargo de elaborar la propuesta de un programa de habilidades para la vida en la educación secundaria en una región del Perú. Uno de los temas centrales de estos programas es la comunicación empática y el trabajo de equipo. No existe forma viable e inteligente de promover la empatía y la solidaridad si no se aborda previamente el problema de la autorregulación emocional y las conductas egoístas.
En mi adolescencia, cierto día cuando participaba de una excursión escolar observé un hecho que marcó un hito en mi historia. Recuperé aquel recuerdo años después en la universidad y tomé nota de su importancia. Durante el paseo el grupo de chicos y chicas con edades entre los doce y trece años realizamos las actividades convencionales. Los chicos jugamos un partido de fulbito. Uno de los compañeros de clase, Jorge, tenía la aspiración a convertirse en el líder alfa del grupo y usaba la burla hiriente o el sarcasmo agresivo como su arma preferida. En alguna ocasión lo había visto irrumpiendo en la ordenada fila del quiosco con agresividad y falta de respeto a sus pares. Ciertamente, un abusador en ciernes. El día del paseo estaba destinado a provocar un giro en su historia personal. En la ruta del regreso, el bus hizo una parada en la carretera, al borde de un acantilado que caía en un declive suave. El paisaje natural era espectacular. Mientras observaba el valle a nuestros pies, un bullicio llamó mi atención. Detrás de mí tres chicos estaban levantando en vilo a Jorge y lo acercaban al borde de la ladera. Había risas y los rostros de algunas chicas dibujaban sonrisas. En verdad, solo dieron unos pasos y ni siquiera se acercaron al filo. Jorge había pasado un susto. A mi modo de ver fue un susto leve. Estoy seguro, que para los adolescentes vengadores y para el propio Jorge fue un evento con significado. El grupo había transmitido un mensaje claro y directo en clave al abusador. Por supuesto en las semanas siguientes la conducta social de Jorge cambió. Adoptó un comportamiento contenido. Desapareció el contenido tóxico en la interacción con el grupo de pares.
El abusador orgánico se ha acostumbrado a emplear la agresión y la amenaza con fines estratégicos generalmente porque ha recibido una realimentación positiva cuando ha usado tácticas de abuso hacia otros u otras con menos poder. Cuando un niño o niña observa que la agresión hacia quienes tienen un temperamento reposado, que a veces las familias llaman “más apagado”, tiene efectos prácticos que se traducen en la resignación ante la agresión. Ello se convierte en un estímulo para usarla de manera recurrente en el repertorio de conductas sociales. Si el niño o niña no recibe una respuesta correctiva en alguna fase del desarrollo del juicio moral temprano puede aprender –de manera equivocada- que el abuso usado con el objetivo de influir en las acciones de los demás tiene eficacia. Existe un amplio rango de conductas asociadas al abuso hacia los pares, desde los más leves y espontáneos hasta los más serios y asociados a una forma sistemática de acumular poder ante los demás.
Los Momentos Críticos del Ciclo de Vida
Según Piaget el desarrollo social del niño pasa por una etapa de entronización del ego como motor de adquisición de la realidad y el juego es usado como el vehículo para realizar sus deseos, especialmente el deseo de participar en la vida social, y lo hace de forma que mediante la gratificación obtenida por las sensaciones durante la interacción con la madre “conforma la realidad a sus propios deseos”. Es a partir de la edad de cuatro a cinco años que los niños y niñas inician una socialización más intensa en los espacios de pares y a compartir tiempo a través del juego. Los efectos de la interacción lúdica son absolutamente importantes en el aprendizaje de las normas sociales.
Las Reglas y los Juegos
La participación en el juego implica un conjunto de cambios adaptativos en la estructura mental del niño. El juego solitario es una fuente de gratificación y en la primera infancia la principal forma de descubrimiento del mundo. Luego, el juego con sus pares implica poner en juego una serie de dispositivos sensoriales que aportan una forma más compleja y completa de disfrute, por ello el niño busca al grupo de pares. Al tiempo que el niño o niña desarrolla empatía hacia sus amigos y amigas, acepta que es posible obtener satisfacción a través del cumplimiento de reglas que son aceptadas por todos.
Los niños y niñas, aceptan y aprenden las normas de la interacción no tanto como valores validos per se: lo hacen en tanto el efecto satisfactorio de la empatía mutua y el bienestar de las emociones generadas por la responsabilidad despiertan el sentido que las reglas del juego son buenas y ajustarse a ellas constituye un valor gratificante.
Impulsos, mass media y redes perniciosas
Cada vez más la socialización moderna ocurre a puertas cerradas. En la medida que las oportunidades de interacción social se reducen, se abren fisuras en la forma como nos desarrollamos interiormente.
Una vida temprana con poco apego y sin juego socializador significa una débil contención del ego desbocado. Nuestra socialización ha ido debilitándose y en paralelo ha aumentado las personalidades narcisistas. Marcuse en su obra “El Hombre Unidimensional” anticipó la fuerza que ha ganado en la cultura occidental moderna los alicientes del marketing: todos y cada uno de los aspectos de interacción social pueden ser convertidos en parte de los sistemas mercantiles. ¿Necesidad de afirmación de la individualidad? un eslogan afirma “Ama tus Curvas”, ¿deseo de progresar? “Atrévete, Cambia” o el famoso “Just do it”; sentimientos profundos hacia la familia: una campaña de ventas con el lema “esta navidad hazlos felices”. Sublimación de necesidades reales a través de la cosificación. Se cosifican las emociones y se les pone etiquetas para llenar vacíos emocionales. Mecanismos de compensación. Las personas saludables resisten. Las personalidades narcisistas caen fácilmente en esa trampa. Katiuska del Castillo, integrante clave y beneficiaria de las operaciones de la banda “Los Limpios de la Corrupción”, red de colusión y cohecho encabezada por el ex alcalde de Trujillo, mantenía en su closet más de veinte carteras de marca, encontradas durante el allanamiento policial. Dolce Gabana, Versace, Prada, Michael Korr, originales todas, pugnaban por ingresar en la colección. El ex juez supremo César Hinostroza poseía hasta hace algunos años una casa en Miami Dade y otra (de dos plantas) en Kendall, Miami Beach, y disfrutaba vacaciones familiares de ensueño. Ambos mostrarían un débil control de impulsos de consumo.
La fuerza del ego en buscar la gratificación y gobernar sin atenuantes es reforzada permanentemente por la radio y la televisión. Las apelaciones a la individualidad ególatra se multiplican a través de slogans e imágenes glamorosas en el universo publicitario. Diluir la influencia del ego narcisista, o al menos aminorar su absoluto control de la voluntad es un paso necesario para la construcción de personalidades saludables que usen la argumentación de propósitos, la transparencia y el acuerdo mutuo como vehículos para convivir.
Ello no implica que las personas deberían limitar todas sus estrategias de acumulación. Son parte del progreso personal. Las personas tienen que aprender los límites morales de sus decisiones. En el Perú el reproche social, que funcionaría como un juego de engranajes en otras sociedades, es insuficiente para el funcionamiento de los controles. El juez Hinostroza fue investigado en el 2012 por desbalance patrimonial por una fiscal valiente. Los hilos del poder lo libraron olímpicamente. El sujeto no se dio por aludido. El sistema educativo en un país como el nuestro tiene la obligación de enseñar a los niños y niñas que las decisiones deben basarse en el reconocimiento de las reglas justas, y que los acuerdos deben incluir la consideración de las consecuencias. Estas actitudes pueden aprenderse vivenciando los beneficios de las normas, y proponiendo reglas razonables, lo contrario al deleznable método de memorizar por presión de las calificaciones.
Muchos de los implicados del grupo “Los cuellos blancos” quizás barajan entre sus cálculos que, luego de purgar tres o cuatro años en prisión, podrán disfrutar el resto de su vida sus (exorbitantes) bienes adquiridos. Es el consuelo de personas afectadas por adicción al ego. No importa la reputación ni la salud de la conciencia. Casos irreversibles seguramente. Los casos mediáticos son solo la punta de un gran iceberg, pues la tolerancia ante la corrupción afecta a todo el tejido social.
Se puede aprender a respetar las reglas justas en la familia, la escuela, en los medios de comunicación, e incluso en las redes sociales. Nuestro país necesita una vacunación masiva pues estamos intoxicados de consumismo, cosificación y neutralidad moral, el caldo de cultivo nefasto. La educación juega un rol fundamental. No podemos esperar que el juicio moral se forme espontáneamente por la respuesta de los niños y niñas. No hay suficientes excursiones durante el año para enmendar esas conductas.
Lima, 18 de setiembre de 2018
Para citar este artículo en APA:
Villanueva, R. (2018). Las raíces del mal. Educacción, Año 4 (45). https://bit.ly/2NFzsoy