Blanca Berasátegui / El Cultural
Algunos libros son para probarlos, otros para tragarlos, y unos pocos para masticarlos y digerirlos”. Esta cita tan jugosa la dejó escrita el filósofo Francis Bacon hace cuatro siglos, nada menos, pero posiblemente nunca como ahora ‘devorar un libro’, que ‘una novela te atrape de principio a fin’, que ‘se lea de un tirón’ y otras expresiones por el estilo se habían constituido en el arma fundamental de los publicitarios para la promoción de un libro. Que la novela trepidante, la lectura absorbente, el ensayo que se lee como una novela… son valores al alza en el mercado editorial de hoy es una obviedad. Pero, ojo, porque son términos equívocos, que poco tienen que ver a veces con la literatura y casi siempre andan trufados de prejuicios. Para la mayoría de los lectores, que una novela ‘se lea de un tirón’ es una virtud importante y, sin embargo, a no pocos lectores ‘literarios’ esa cualidad les hace torcer el gesto. ¿A qué viene el recelo cuando la historia de la literatura está llena de novelas que atrapan y absorben?
Sobre todo esto, sobre qué tiene que ver la velocidad con la buena literatura, la lectura reflexiva con la novela absorbente, las estrategias comerciales con los ‘no lectores’, hemos preguntado a editores, escritores y críticos literarios para que, una vez paladeados y digeridos los términos (al gusto del empírico Bacon) tercien en el debate.
¿Podríamos convenir que si hablamos de que una novela te atrapa y se lee de un tirón es un elogio?
La editora de Lumen, Silvia Querini, no se anda con remilgos, y salta: “Es un elogio, y de los buenos”. Luego lo explica así: “Atrapar con un libro o con cualquier propuesta inteligente de ocio hoy por hoy es difícil porque la atención del público es errática. Las ofertas son muchas, el tiempo parece haberse encogido… Por lo tanto, el hecho de que un libro se imponga y de verdad no lo puedas soltar, sí, es un gran elogio”. Para el escritor Luis Goytisolo, en cambio, ese “leer de un tirón” es justo lo contrario a un elogio.“Es para mí como un aviso de que la obra en cuestión no puede interesarme. Aparte de que la idea de sentirme atrapado tiene ya en sí misma muy escaso atractivo”. Ignacio Echevarría, ecléctico, sólo nos aclara que, “como todos los elogios, depende de quién lo pronuncie”.
Ni elogio ni crítica. El crítico Íñigo Lomana prefiere analizarlo como un síntoma de la incomodísima situación en la que a su juicio vive la literatura desde comienzos del siglo XX. “Como cualquier otra mercancía”, sostiene, “la literatura está obligada a producir contenidos cada vez más frescos y picantes porque habita un mercado (el del ocio) en el que tiene muy pocas posibilidades de competir con formas de entretenimiento más ágiles. Estas fórmulas comerciales relativas al carácter ‘hipnótico’ o ‘adictivo’ de la literatura no son más que desasistidos intentos por hacer viable la participación de la literatura en el universo económico de las gratificaciones inmediatas y, al mismo tiempo, manifestaciones histéricas del final de una era”.
Rafael Reig ha leído de un tirón Fortunata y Jacinta, David Copperfield oTristram Shandy, entre otros muchos, y por lo tanto quiere matizar a Lomana porque para él se trata de “un gran elogio”. Claro que depende. “Hay gente -dice Reig- cuya idea del placer es una ejecución pública, un partido de fútbol o Cuarenta sombras de Grey. Son personas rudimentarias y perezosas, porque hay que disciplinarse y entrenarse para aprender a disfrutar de lo mejor, en lugar de conformarse con lo más arrastrado y elemental. Leer a Tolstói requiere un esfuerzo, pero da satisfacciones que no puede ni imaginar quien sólo ve la tele”.
Recelos y otros equívocos
El poeta Felipe Benitez Reyes escribió aquí hace unas semanas que “a estas alturas, aspiro a que un libro me hipnotice desde las primeras páginas. De lo contrario, solemos acabar no diré que mal, pero sí antes de tiempo”. También Sergio del Molino, que acaba de publicar La España vacía, dejó escrito en su blog: “Por una serie de catastróficas desdichas (con forma de torres de libros sin leer cuyas lecturas me acucian mientras se imponen otras más urgentes o más apetecibles a simple vista) he postergado la lectura de Dos olas, la novela de Daniel Pelegrín. No la he terminado aún, pero me he levantado esta noche a escribir estas líneas para dejar constancia de algo que hacía unos cuantos libros que no me pasaba: me siento atrapado. Deseo leer más, he caído seducido por la prosa…”
¿De donde viene, pues, ese recelo hacia la literatura absorbente, y considerarla incluso opuesta a la lectura reflexiva?
Al escritor Lorenzo Silva le parece una pregunta espinosa porque tiene muchas respuestas posibles. “Hay quien cree que la buena literatura se distingue por el espesor, y nunca por la fluidez, criterio que no comparto; hay quienes tienen cierta dificultad para articular su relato de manera amena y convierten ese rasgo suyo en virtud o insignia; y ha relatos muy someros, que sacrifican todo a la agilidad renunciando no ya a cualquier densidad, sino a ir más allá de la mera peripecia”. Luis Goytisolo lo tiene más claro. “No hay nada malo, al contrario, que una lectura te resulte absorbente. Me ocurre, dice, con todas las grandes obras de cualquier género. El equívoco está en aplicarlo en sentido publicitarlo a obras del género best seller”. Tampoco cree Echevarría que una y otra cosa estén reñidas. “Es cierto -añade- que la fruición lectora suele desplazar a la reflexión. Pero cabe pensar -¿por qué no?- en que se reflexione también de un tirón”. Sandra Ollo, editora de Acantilado, no sabía siquiera que había tal recelo… “Es que no veo por qué tienen que ser categorías excluyentes; un texto puede ser profundo, reflexivo y absorbente. La diferencia se establece entre literatura de calidad y mala literatura, y no con lo absorbente que sea un libro ni con lo rápido que cada cual lo lea. Porque cada lector tiene su ritmo de asimilación, y hay días, hay momentos…”
La novelista María Dueñas lo achaca a “ese eterno prejuicio que tiende a rechazar todo aquello que sea objeto de aceptación mayoritaria, pero a mi modo de ver el punto de partida es erróneo”. Y apuntala su argumento recordándonos títulos que han atrapado a millones de lectores y que nadie cuestiona, como Guerra y Paz, Cien años de soledad o El nombre de la rosa.
Reig va más lejos y, como suele, con humor, y hasta el corvejón. “Viene de la cultura católica que empapa a nuestros mandarines culturales: lo que tiene valor se consigue con esfuerzo. A una novela fácil de leer se la mira como a una mujer fácil, con la que acabas en la cama el primer día. Si tiene una trama policiaca o de espías es como si fuera demasiado escotada y provocativa. A mí en cambio me gustan las novelas con las que tengo una relación pasional de amantes clandestinos, las que se leen con facilidad pero se piensa en ellas lentamente, durante mucho tiempo”.
Lomana habla de fantasía publicitaria y sostiene que “el principal recelo que genera es que exige de lo literario algo que, por su naturaleza, no puede proporcionar (al menos no con la facilidad que otros formatos de entretenimiento): potentes inmersiones sensoriales, cuelgues y subidones. La pregunta es, ¿de qué manera erosionamos la literatura cuando la obligamos a dar respuesta a estas expectativas?”
Para seducir a los no-lectores
Parece claro que estas estrategias comerciales, antes reservadas a los estrictosbest sellers, se han hecho extensivas ahora a otros géneros, con distintas fórmulas (‘ensayo que se lee como una novela’, ‘investigación histórica absorbente’…). Como si este tipo de promoción publicitaria fuera dirigida en realidad a los ‘no-lectores’. ¿Se renuncia así a los lectores más ‘literarios’?”
Echevarría no tiene duda. “Desde hace ya tiempo, la industria editorial parece estar cifrando su supervivencia, paradójicamente, en esos no-lectores cada vez más numerosos”. “¿A quienes nos estamos refiriendo al hablar de ‘los no-lectores’”?, nos pregunta María Dueñas, en evidente desacuerdo con el crítico. “¿A aquellas personas que no leen suplementos culturales ni blogs literarios? ¿A los que no tienen un nutrido bagaje intelectual, a los que no provienen de un entorno familiar cultivado…? No todos tenemos la misma formación educativa ni los mismos recursos intelectuales”.
¿Demasiada fe en el marketing?
Goytisolo nos recuerda que el best seller es simplemente una modernización del concepto de folletín, que ha existido siempre referido a obras ajenas a los valores propiamente literarios. Y Silvia Querini añade que el número de lectores ‘literarios’ en este país es muy reducido y que además intentar gustar a todo el mundo es un error: “Lo importante es trabajar siempre con una idea clara del lector final que puede disfrutar de cierto libro e intentar reclamar su atención con argumentos eficaces y honestos. Los ‘no lectores’ difícilmente van a acercarse a un libro por la eficacia de una faja”.
“¡Demasiada fe en el marketing!”, exclama Reig. El escritor explica que el ritmo al que avanza el mercado “no tiene nada que ver con el ritmo al que hay que leer para vivir una vida propia”. Y que, efectivamente, “la industria editorial se dirige siempre a quienes no leen. Si quieres vender más de tres mil ejemplares de un libro, tienes que escribir la clase de libro que le interese a la gente a la que no le gusta leer, personas poco exigentes y sin criterio propio. ¿Qué le interesa a quien no le interesa leer? La moda, el poder hablar de un libro y quedar bien. Por eso los políticos siempre dicen que aprovechan el verano para leer. Si es verdad, no les aprovecha nada, siempre vuelven igual de analfabetos”.
Profundidad, no intensidad
Cree Lomana que para atraer a ese lector más ‘literario’ existen otros discursos comerciales igual de grotescos y dañinos. “Ahí tenemos, por ejemplo, la ya insoportable idea de ‘novelas que trasgreden las fronteras entre los géneros’. Este es el equivalente de ‘lo absorbente’ o ‘lo adictivo’ para un público que, como dirían los duendecillos del marketing, ‘es más sofisticado en sus gustos’”. Respecto a los ‘no-lectores’, el crítico nos invita a echar un vistazo a las contraportadas de los libros más vendidos “para tener una crisis nerviosa. Todo allí es ‘electrizante’, ‘escalofriante’ ‘trepidante’. Dudo mucho que nadie pueda sentirse interpelado por estos enloquecidos reclamos. Quien esté buscando franquear algún tipo de umbral sensorial encontrará opciones mucho más excitantes fuera de una librería. La literatura debería conformarse con ofrecer profundidad, no intensidad”.
Sosegada, reflexivamente, tercia Silvia Ollo para señalar que “un ensayo puede ser muy absorbente, y debe ser fluido, comprensible, ágil, es decir, tener cualidades narrativas, pero nunca se leerá como una novela, son géneros distintos y una de las cosas que los diferencia es precisamente que plantean experiencias de lectura distintas… Como lectora no me atraen estas ‘invitaciones’ y no las uso como editora”. Sin renunciar a nada, Silva se queda con los ensayos bien contados y los pensadores que se expresan con gancho y con gracia: un Epicteto, un Schopenhauer, un Nietzsche… Quien diga que por saber comunicar son endebles, no los ha leído. Valorar una narración absorbente no te convierte en mal lector. Me acuerdo de Onetti hincándose en la cama una novela policiaca tras otra”.
(Por cierto que Agatha Christie, que no era santa de la devoción de Onetti, “devoraba” 200 libros al año, bastantes menos que el presidente Roosevelt, que leía un libro al día, lo mismo que hoy hace César Aira).
El Mandato de agilidad
En este asunto hay consenso: la profundidad no tiene por qué estar más lejos de la claridad que de la aridez. Ahí están los clásicos y tantos otros para demostrarlo. Luis Goytisolo cita a Montaigne y al periodista Andy Robinson y su reciente Off the road. Reig, a Erasmo y Pascal; Silva ha citado a Nietzsche y Schopenhauer… ¿Es necesario ese mandato de agilidad en géneros tradicionalmente más áridos para el lector medio, como la filosofía o la ciencia?
La editora de Acantilado urge a deshacerse del prejuicio de que un libro, para que sea bueno, tiene que ser sesudo, y viceversa. “Nunca he entendido esa identificación inmediata entre oscuridad o aridez e inteligencia. Así que no creo que sea negativo pedir ‘agilidad’ en los géneros supuestamente exigentes porque claridad de un pensamiento no menoscaba su profundidad. El escritor sabio, sin complejos, sabe que la medida de la profundidad de sus ideas es la claridad, y eso le sirve para desconfiar de ideas quizá seductoras, pero confusas y oscuras, que resulta imposible lograr que otros entiendan. Sólo quienes están convencidos de ser más inteligentes que sus posibles lectores se permiten no tenerlos en cuenta”. También María Dueñas sabe bien que “dominar una materia y ser capaz de transmitir ese conocimiento de manera accesible a una amplia mayoría de lectores, lejos de un demérito o una banalización, es algo realmente válido”. Para Echevarría, “las consignas de la amenidad, claridad, legibilidad, tan sospechosamente demagógicas, suelen incentivar la banalidad de lo que se está diciendo, no cabe duda. La facilidad de la lectura es inversamente proporcional al nivel de especificidad del contenido de lo que se está leyendo. La palabra acuñada por el comercio, como decía Adorno, obvia la complejidad”.
A Rafael Reig lo del mandato de agilidad le parece, directamente, una “tontería”, y nos refresca lo que Machado decía sobre que no se trata de hacer la cultura popular, sino al pueblo culto. Según el escritor, “nada hay tan ágil como un texto de Erasmo ni tan apasionante como leer a Pascal, pero a los lectores, en lugar de jamón ibérico, se les da bollería industrial, bien procesada para que cueste poco comerla y produzca una sensación inmediata de saciedad, aunque te llene la inteligencia de michelines y el alma de grasa. Leer a Wittgenstein convertido en un tebeo es una necedad, hay que aprender a leerlo tal y como es”. Por contra, Lomana asegura que hay modalidades de escritura que no pueden responder a este imperativo sin tener que modificarse hasta lo irreconocible. ¿Se imaginan lo que podría resultar de un libro que se definiera como ‘el estudio hegeliano más adictivo de la década’?”.
Redes, velocidad y calma
¿Tiene algo que ver todo esto con la inmediatez que rige en internet y las redes sociales?
Luis Goytisolo señala que el invento del best seller es anterior a la expansión de las redes sociales y que las redes pueden, sí, favorecerlo, “pero también acabar suplantándolo”. Y Echevarría, por su parte, no cree que haya causa-efecto, “porque antes que la rapidez de la lectura, internet promueve la fragmentación de la misma, lo cual actúa en perjuicio de la duración, de la continuidad que reclaman los libros de consumo rápido. Lo de ‘leer de un tirón’ no debe interpretarse necesariamente como leer en un instante. La velocidad no está reñida con la longitud, más bien la promueve”. Sandra Ollo sale de la red porque cree que, aunque las redes sociales contribuyen con ahínco a ello, el mal está en la sociedad “que busca la satisfacción inmediata y se muestra incapaz de pararse a pensar. Y la buena literatura va en sentido contrario: promulga la calma”.
Calma y lentitud reclama tabién Silva y lugar para los “espesos con talento, como Proust o Musil”. Mientras Íñigo Lomana cree que sí, que el mundo digital nos está acostumbrando a intercambios rapidísimos de unidades textuales muy pequeñas. “Necesitamos estímulos muy intensos para prestar atención a todos esos textos y el problema es que, en esta carrera por la intensidad, la literatura tiene perdida la batalla de antemano”.
Fuente: El Cultural / España, 2 de agosto de 2016