Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Procurando lo mejor, estropeamos a menudo lo que está bien
William Shakespeare
Hace varios años, en una escuela rural de Cajamarca, disfruté observando el estupendo desempeño de una docente de primer grado en el uso del nombre y las tarjetas léxicas para la iniciación de sus niños en la escritura. Luego de un largo periodo formativo previo, donde pusimos mucho empeño, era notoria su mejoría. Nos despedimos con un abrazo sincero, para continuar después nuestro recorrido por otras escuelas. Estando ya en la camioneta y a punto de partir, una colega recuerda que olvidó su casaca en el aula. Regresamos rápidamente y al llegar, nos resultó difícil aceptar lo que veían nuestros ojos: la misma maestra que hacía unos minutos había guiado tan sabia y respetuosamente el proceso de descubrimiento de sus estudiantes en la construcción de su nombre, tenía ahora un palo en la mano con el que los estaba amenazando para hacer que la obedezcan.
Ya me había tropezado antes con un fenómeno parecido. Por ejemplo, en una escuelita cusqueña, en un aula de segundo grado estupendamente bien organizada y ambientada. La maestra, una mujer joven, amable y alegre, tenía a todos sus niños produciendo textos en grupo de manera muy autónoma y entusiasta. Su manejo pedagógico era notable. Pero había tres niños sentados en una mesa alejada del resto, callados, con la mirada en el vacío. No es que estuvieran castigados, sino que, por alguna razón desconocida, no participaban de la tarea al igual que los demás. ¿Por qué la docente los puso allí? Porque no sabía cómo abordarlos y pensaba reportarlos a la UGEL como niños discapacitados.
Han sido numerosas las veces que me he encontrado con docentes sumamente hábiles en el manejo de ciertas estrategias y bastante torpes en el manejo de otras; muy avanzados en su concepción pedagógica para la enseñanza de un área curricular, con un buen repertorio didáctico, pero sumamente rígidos y punitivos en su manera de evaluar; con mucha habilidad para motivar la participación de todos en la clase, y a la vez sin recursos para saber qué hacer con los diferentes puntos de vista de sus estudiantes; comprometidos con la pedagogía de proyectos y diestros conductores de actividades de investigación, pero que no saben cómo interactuar con las hipótesis y conclusiones de sus estudiantes, de un modo que no sea enmendarles la plana en vez de hacerlo pensar.
Pero algo nos pasa que no sabemos apreciar una pepita de oro cuando la encontramos, y miramos para otra parte si es que no vemos el mismo brillo en todo. Quizás ha sido la crianza de la que hemos sido objeto, tan enfocada en nuestros errores y omisiones, tan presta a la descalificación cuando hacíamos mal una de diez cosas, tan mezquina en el elogio cuando hacíamos bien todo. Si en la escuela sentimos tan natural penalizar el error de los alumnos y no poner el ojo en los aciertos, debe ser porque eso se volvió sentido común desde nuestra infancia.
En una ocasión fui jurado de un concurso de buenas prácticas pedagógicas y quedé admirado al evaluar el proyecto de un Tortugario, es decir, de un criadero de tortugas diseñado y conducido por los propios niños en base a su propia investigación. Habían recreado su hábitat, cuidaban de su alimentación, aseguraban cada día la higiene del lugar, y estaban a la vista las numerosas indagaciones efectuadas en clase sobre todos los aspectos relacionados a esta especie animal, incluyendo sus antecedentes evolutivos. Todas las competencias de ciencias se habían puesto en juego, tanto como las matemáticas y las comunicativas, para no hablar de las emprendedoras o las de personal social. Pero el proyecto fue descalificado por los otros miembros del jurado, con el argumento de que las tortugas no son animales domésticos y no estaba bien que se críen fuera de su hábitat natural.
Lo perfecto es el enemigo
Hace algunos años se presentó la oportunidad de producir un programa de televisión para mostrar, precisamente, prácticas destacadas de maestros en algún ámbito específico de la enseñanza. Eran los tiempos en que Gastón Acurio tenía un programa en la TV, Aventura Culinaria, que mostraba su recorrido por toda clase de huariques y puestos de comida al paso, en busca de personas anónimas que cocinaran algo estupendamente bien. Él había descubierto, por ejemplo, a una señora que hacía los mejores anticuchos de Lima en su modesta carretilla ubicada en la plaza pública de un distrito metropolitano. Es posible que la señora no supiera como preparar un chancho al palo o una pachamanca al estilo huancaíno, pero en materia de anticuchos nadie la superaba. ¿Por qué no podríamos nosotros encontrar maestros muy buenos, por ejemplo, en el arte de conducir grupos de trabajo en el aula, de manejar un diálogo crítico sobre temas controversiales, de incentivar la participación reflexiva de sus estudiantes en la clase o de ofrecer retroalimentaciones que ayuden a sus alumnos a descubrir por sí mismos los aciertos y errores en su propio desempeño?
El proyecto se frustró, porque a los productores se les ocurrió filmar clases simuladas, donde el docente, siguiendo un guion, hacía absolutamente toda la secuencia didáctica de la forma correcta, es decir, de la manera normada, desde el saludo y la bienvenida, hasta la despedida final. Los pilotos que se grabaron mostraron lo evidente: sus protagonistas hacían bien algunas cosas y con mucha naturalidad, pero otras de manera impostada y con sesgos inocultables.
En la ciudad de Brasilia, a inicios de los años 2000, participé de un Simposio sobre Educación Infantil y tuve la suerte de escuchar a la doctora Avima Lombard, fundadora del programa HIPPY de la Universidad Hebrea de Israel, un programa completamente enfocado en buenas prácticas de crianza. El principio del que parte es muy sencillo: los padres no pueden hacer todo mal, por lo que hay que enfocarse en encontrar y compartir lo bueno, lo mutuamente satisfactorio y benéfico para padres e hijos. Y, en efecto, en los encuentros de padres, lo que se hace es compartir las mejores experiencias. Claro que cometen errores y excesos, explicaba la doctora Lombard, pero de eso no hablamos. Lo que suele ocurrir es que las familias se contagian de las buenas experiencias de sus pares y al tiempo, las malas prácticas empiezan a ceder terreno.
El International School Leadership, del Ontario Principal’s Council, además de ofrecer programas formativos, suele realizar y publicar estudios o artículos académicos sobre el rol del director y el liderazgo escolar. He encontrado en su blog varias recomendaciones y por cada una de ellas, enlaza un video donde el director de una determinada escuela da testimonio de cómo en su institución, esa recomendación se pone en práctica y con mucho éxito. No difunden el testimonio de alguien que cumple a entera satisfacción las 10 o 12 recomendaciones formuladas, sino el de uno que hace bastante bien una de ellas. Otros directores aparecen después dando testimonio de lo bien que les fue con otras y, de esa manera, se abre la oportunidad para aprender unos de otros, escuchándose, tomando nota no de un concepto o una norma, sino de un caso real donde ese planteamiento en particular, que yo no he podido o sabido cumplir, allí sí se ha podido hacer y me explican cómo.
Estrenando un nuevo año escolar
Se inicia un nuevo año escolar y se renueva el desafío de poner en práctica un currículo necesariamente exigente. Se reitera el desafío, además, de dar pasos más firmes en la evaluación de las competencias de los estudiantes, en una perspectiva formativa. Hay quienes sostienen (o lo piensan sin admitirlo) que eso es muy difícil y se limitan a simular que lo hacen, continuando en realidad con el mismo tipo de enseñanza, centrada en el docente y en sus plazos, que han practicado siempre.
Una cosa es cierta: los docentes, en general, no han tenido formadores que desarrollen competencias pedagógicas en ellos ni que los evalúen formativamente. Salvo excepciones muy honrosas, les han enseñado básicamente teorías y didácticas. ¿Cuáles son entonces sus modelos de referencia para enseñar y evaluar como lo requieren las competencias curriculares actuales?
Lo que sostengo es que esos referentes existen, pero están desaprovechados. En numerosas escuelas del país hay maestros que hacen muy bien algo de lo que se necesita hacer para que los estudiantes desarrollen competencias. Como hemos dicho antes, es posible que, siendo muy hábiles en unas cosas, cometan gruesos errores en otras. No importa. Hay que encontrarlos. Hay que evidenciar eso que hacen mejor y hay que difundirlo, hay que ponerlos en contacto, hay que generar reflexión pedagógica sobre sus prácticas, hay que darles el apoyo técnico y moral que necesitan para seguir madurando profesionalmente.
Esos maestros son la prueba viva de que esta nueva forma de enseñar, esta que hace posible el tipo de aprendizajes que hoy se requieren lograr, no son patrimonio de los dioses, sino que está al alcance de los mortales, que no se necesita nacer en Marte o en Finlandia para lograr que los estudiantes piensen y aprendan a resolver problemas, para lograr que participen en clase con todas las luces encendidas de su cerebro, para hacerlos reflexionar sobre sus actos en cada tramo del camino e iluminarles una ruta para superarse a sí mismos.
¿Cómo encontrarlos y dónde? Los concursos son una vía válida, pero no tiene que ser la única y no siempre es la mejor. No necesitamos prácticas perfectas en todo. Como hacía Gastón Acurio en el campo gastronómico, tenemos que salir al encuentro de ellas. En los numerosos programas formativos que viene ofreciendo el Minedu, por ejemplo, hay siempre un porcentaje de docentes y directores con desempeño sobresaliente, lo que es un indicador no solo de mayor capacidad sino también de ganas, de interés, de voluntad de superación. El Monitoreo de Prácticas Escolares ha detectado igualmente un porcentaje de docentes que cumple satisfactoriamente con varios de sus indicadores de desempeño pedagógico. En ambos casos, estamos hablando de minorías, no de decenas de miles. No importa. La cantidad es lo de menos. Hay que salir a buscarlos.
Existe, entonces, un capital humano valioso e invisible en las escuelas, insuficientemente aprovechado, hay prácticas que generan conocimiento, justo el que se necesita, pero que aún no se detecta ni se gestiona en favor del cambio. No hay tradición en el país de hacer algo así, pero quizás sea el momento de que la política educativa empiece a aplicar la fórmula que, en la experiencia de varios países, ha tenido éxito: combinar las dinámicas de cambio de arriba/abajo con las dinámicas de abajo/arriba.
En la dura lucha por romper la inercia y mover las prácticas en la dirección que se necesita, hay que intentarlo todo. No olvidemos que, como dice la canción de Enrique Iglesias, esa puerta siempre estuvo abierta.
Lima, 9 de marzo de 2020