Hugo Ñopo / El Comercio
Pensar que los sistemas educativos mejorarán con mayor participación privada es fe ciega.
Una característica de nuestros tiempos es la fe en el mercado como mecanismo para la asignación de bienes y servicios. El motor de la libre competencia induce innovación, mejora continua y eficiencia en el uso de los recursos. Todo esto redunda en avances en la productividad. Con estos argumentos el Estado redujo su participación activa en los mercados en las últimas décadas. Los resultados han sido positivos en múltiples áreas.
El fervor llevó a creer que cada vez más ámbitos de intercambio social podían beneficiarse con la llegada de los mercados, especialmente aquellos en los que el Estado ha hecho un pésimo trabajo. Un ejemplo es la educación. Pero aquí es donde la fe y el fervor inducen al error. Querer mejorar la educación desde una perspectiva de mercado es ignorar que el servicio educativo tiene muchas particularidades. Es muy diferente al servicio típico sobre el que se pueden hacer transacciones en libre competencia.
Siguiendo a Friedman, pensemos un servicio típico, un restaurante, y comparémoslo con el servicio educativo:
En primer lugar, la información sobre la calidad es limitada. Los comensales pueden fácilmente informarse sobre la calidad de los restaurantes. Las características que hacen a un buen restaurante son conocidas (calidad de los ingredientes, higiene, ambiente, etc.). Algo distinto sucede con la educación. Una parte de la calidad puede observarse y medirse (aprendizajes en lengua y matemáticas, por ejemplo), pero también hay una parte amplia e importante que no es fácil de medir (todos los otros aprendizajes que importan para la vida: habilidades socioemocionales, valores y actitudes). Frente a esto hay un consenso entre los educadores: reducir la calidad de la educación a los resultados en pruebas estandarizadas es peligroso para la sociedad. Pero además, aquí hay un elemento de equidad importante: los hogares menos favorecidos (pobres y con padres poco instruidos) son precisamente quienes menos capacidad tienen para interpretar apropiadamente la información sobre la calidad.
En segundo lugar, los resultados son muy posteriores a las decisiones. Al salir de un restaurante, un comensal tiene una idea bastante clara de la calidad del servicio que recibió. En educación no ocurre esto, pues los tiempos son otros. Parte de la calidad se revela inmediatamente, pero parte de ella (quizá la más importante) en el futuro. Si un colegio no hizo un buen trabajo preparando a sus estudiantes para enfrentar sus vidas universitarias o profesionales, los consumidores podrán identificarlo solo cuando sea tarde. O, visto de manera positiva, el éxito de una institución educativa se refleja en el éxito de sus ex alumnos. Así, es fácil caer en cuenta de que las buenas inversiones educativas necesitan un horizonte de largo plazo. Esto último es difícil de compatibilizar con los horizontes de las inversiones con fines de lucro.
En tercer lugar, en el caso de la educación, además del proveedor, el consumidor es responsable del resultado. Que un restaurante sea bueno o malo depende muy poco de los paladares de los comensales. Tampoco depende del esfuerzo que pongan los comensales por hacer buena su experiencia gastronómica. La provisión del servicio educativo es muy diferente. El esfuerzo de los estudiantes –y sus padres– importa mucho. Además del esfuerzo, hay condicionantes socioeconómicos que también tienen impactos en la calidad. Así, es muy difícil pensar que un mecanismo de precios ayudará a asignar de manera óptima los recursos. Este es un mercado muy diferente al común.
En esa línea, los otros consumidores también juegan un rol. Para el comensal de un restaurante estándar (esto es, no uno de alta gama) poco importa si el sujeto de la mesa vecina prefiere arroz con papas fritas, o si tiene ideas conservadoras o liberales. Para un comensal, ni el perfil ni las preferencias de los otros comensales son relevantes para su propia experiencia gastronómica. En el servicio educativo, sin embargo, el resultado depende de todos los estudiantes. Esto es lo que la literatura llama “los efectos de pares”. Esta complejidad en los determinantes de la calidad hace difícil (si no imposible) el proceso de fijación de precios.
Asimismo, la contratación del servicio se hace “una vez en la vida”. No hay aprendizaje. En un período de, digamos, diez años, un comensal se ha enfrentado muchas veces a la decisión gastronómica. Después de haberse planteado muchas veces la pregunta “¿a qué restaurante debo ir?”, ha ganado experiencia como tomador de decisiones. El comensal sabe en qué factores pensar y cómo sopesarlos para tomar su decisión. Repitiendo las decisiones ha aprendido a elegir. En ese mismo período, un padre de familia no ha tomado muchas decisiones sobre la elección de colegio para su hijo. La contratación del servicio educativo, al ser mucho más esporádica, da menos oportunidad para el aprendizaje. Los padres de familia son más propensos al error. Errores que cuestan caro.
Una consideración adicional tiene que ser la equidad. Los niños de hogares pobres tienen más dificultades para el aprendizaje que el resto. Educarlos es más caro y por eso un país debería asignar más recursos para la educación de los pobres. Los mercados hacen exactamente lo contrario, estos asignan más recursos educativos a aquellas escuelas donde hay mayor capacidad de pago.
Como puede verse, para que un mercado de servicios educativos funcione saludablemente necesitaríamos regular varios aspectos de la realidad. Los riesgos de no hacerlo apropiadamente son grandes. Mientras tanto, pensar que los sistemas educativos van a mejorar con mayor participación privada es fe ciega. Sin duda se trata de un tema que necesita mucho debate sobre la base de razones y no de fe.
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Hasta aquí argumenté que pensar que los mercados podían resolver el problema de la educación era fe ciega. Para eso presenté una serie de consideraciones conceptuales. Ian Vásquez escribió una réplica a esa columna (El Comercio, 3 de octubre), mostrando evidencia sobre los impactos de la provisión privada de educación. Su argumento de fondo era: “Los privados lo hacen bien” (aunque para ello mostró evidencia parcial y cuestionada). En esta columna presentaré una revisión imparcial de la evidencia empírica que va más allá de lo anecdótico.
Comencemos por lo general. En el mundo tenemos varias experiencias de participación privada en la provisión de servicios educativos. Los reportes de la OECD muestran con claridad que la relación estadística entre buen desempeño en la prueba PISA y participación privada en los sistemas educativos es casi nula.
También dentro de la evidencia sistémica, veamos ahora dos ejemplos extremos. Chile y Suecia son los países en los que las reglas de mercado han sido introducidas con mayor profundidad y convicción en los sistemas educativos. En Chile esto sucedió desde los años setenta, en Suecia desde los noventa. Hoy Chile está implementando una “marcha atrás” importante, prohibiendo formalmente el lucro en la educación. En Suecia, las discusiones alrededor de la reducción de la participación privada en la educación están a la orden del día. Esto es, quienes abrazaron versiones extremas de modelos de economías de mercado para la educación están tratando de encontrar la manera de devolverle al Estado una mayor participación en los sistemas educativos.
En las pruebas nacionales de Colombia, Chile y Perú –por nombrar tres países cercanos con datos confiables de aprendizajes–, es posible observar la siguiente regularidad: a nivel agregado, los desempeños promedio de los estudiantes en escuelas privadas son superiores a los de las escuelas públicas. Sin embargo, cuando se restringe la comparación a estudiantes de entornos socioeconómicos similares, las brechas público-privado son sustancialmente menores y en algunos casos desaparecen. En el Perú, los datos de la Evaluación Censal de Estudiantes muestran una evidencia adicional que llama mucho la atención. En los estratos socioeconómicos más bajos los resultados de los estudiantes en escuelas privadas están por debajo de los de las escuelas públicas. La escuela privada de bajo costo provee muy bajos aprendizajes en sus estudiantes.
No solo la evidencia sistémica es poco optimista respecto a la participación masiva de agentes privados en la educación, la evidencia microeconómica apunta a conclusiones similares. Aquí la literatura ha analizado en profundidad experimentos con el uso de cupones escolares (‘vouchers’) para subsidiar la demanda por servicios educativos. Con estos cupones los padres de familia gozaban de libertad para buscar los colegios privados de su preferencia, más allá de lo que su capacidad de pago les permitiera. Esto ha sido aplicado en contextos tan disimiles como Estados Unidos, India, Colombia y Chile.
Dennis Epple, Richard Romano y Miguel Urquiola publicaron hace menos de un mes un documento de trabajo en la prestigiosa Agencia Nacional de Investigación Económica en el que revisan imparcialmente experiencias de todo el globo con el uso de cupones.
Ellos documentan que la experiencia piloto de Bogotá con unas docenas de colegios fue exitosa. Una posible explicación del éxito de esta experiencia es la pequeña escala en la que fue implementada. Solo los mejores proveedores de educación de la ciudad participaron de la experiencia. Las políticas públicas, sin embargo, requieren de escalas mayores. En Chile, en contraste, donde los cupones tuvieron mayor penetración en el sistema (más de la mitad de los estudiantes del país llegaron a utilizarlos), una revisión comprehensiva de la literatura lleva a concluir que la evidencia no es positiva. Los aprendizajes de los estudiantes que hicieron uso de los cupones no mejoraron por encima de estudiantes similares que se mantuvieron en escuelas públicas, sin cupones. Sabemos además que el descontento con el sistema ha estado fuertemente asociado con la estratificación y desigualdad que han generado los cupones. Como era de esperarse, los estudiantes de hogares menos favorecidos socioeconómicamente tuvieron menos oportunidad de aprovechar los beneficios que traía el mercado para algunos otros.
Tanto en lo sistémico como en lo micro la evidencia apunta a lo mismo: profundizar mecanismos de competencia de mercado parece no ser la solución al problema de los pobres aprendizajes de los estudiantes. Al menos no en la escala masiva que se requiere. Sin embargo, globalmente hay mucho entusiasmo por el crecimiento de la oferta privada de servicios educativos, tanto en América Latina como en gran parte del mundo en desarrollo. Vale la pena mirar con atención esos procesos, evaluando sus impactos tanto en los estudiantes que logran acceso a las escuelas privadas como en el sistema educativo en su conjunto.
Además, a la luz de lo discutido líneas arriba y en la columna de hace dos semanas, es necesario identificar cuáles son las imperfecciones de mercado que generan más distorsiones o resultados no deseados. Dentro de ello, una necesidad urgente es la de encontrar diseños de sistemas que permitan compensar las desigualdades. Y aquí, lamentablemente, los mercados han hecho casi siempre un pésimo trabajo. Por otro lado, el Estado ha hecho también un pésimo trabajo en la provisión del servicio educativo, especialmente en las décadas recientes (y es precisamente por esto, y por la bonanza económica, que ha surgido la oferta privada).
Ni el Estado ni el mercado tienen la bala de plata para resolver el problema de los sistemas educativos. Así las cosas, seguir pensando en disyuntivas “Estado vs. Mercado” parece ser poco útil. Hace falta pensar mejor en la coexistencia de ambos, potencializando las bondades de cada uno para asegurar una educación de calidad para todos.
FUENTE: El Comercio I – II Parte/ 25 SEPT y 10 OCT 2015