Javier Díaz-Albertini / El Comercio
Es común que en los exámenes orales de Derecho se les exija a los estudiantes vestir “formalmente”. Esto antes significaba terno para los varones y vestido o falda para las mujeres. El pantalón era masculino y la falda femenina. Tan era así, que “tener los pantalones” era una expresión de poder en la familia, comunidad o empresa y era una noción compartida por buena parte de la cultura occidental. Inclusive –recién en 1993– la presión de senadoras estadounidenses logró que pudieran acudir en pantalones a las sesiones de esa cámara legislativa. Con el tiempo, el uso de esta prenda se ha extendido entre las mujeres y deben ser pocos los profesores o parlamentos que exijan el uso de faldas.
No hay nada natural (genético) en la determinación del grado de masculinidad o feminidad en el uso del pantalón u otras prendas de vestir. Tiene que ver con la cultura y cómo vamos creando y cambiando lo que se considera apropiado. Y justo para diferenciar entre los aspectos biológicos y los culturales es que en las ciencias sociales existen los conceptos de sexo y de género.
Sexo apunta a definir las diferencias biológicas que existen entre hombres, mujeres e intersexuales. Es decir, aquellas características –presentes y potenciales– con las cuales nacemos y que desarrollamos biológicamente durante nuestras vidas. En términos jerárquicos, la gran diferencia es la constitución cromosomática (XX, XY y otras variaciones) que, al fin y al cabo, es lo que concatena buena parte de las demás diferencias biológicas.
Por su parte, género se refiere a los procesos culturales y psicosociales sobre los cuales se construye la definición de la masculinidad y feminidad. Que el color rosado y la falda sean femeninos es cuestión de género porque no responde a ninguna predisposición genética. Estas convenciones cambian constantemente producto de fenómenos sociales, económicos y políticos. Género es también un concepto que nos permite ver cómo, detrás de estas definiciones, hay un juego de poder que aún se inclina a favor de los varones (patriarcado).
Por eso resulta un despropósito que se hable de una ideología de género, como igual de absurdo sería postular que hay una ideología de la aceleración, del sistema solar o de la inflación, todos conceptos científicos que nos permiten describir realidades físicas o sociales.
Aquellos que critican el concepto género –y por eso lo tildan de ideológico– es porque rechazan la idea de que la masculinidad y la feminidad sean construidas culturalmente. Por el contrario, consideran que es algo que surge naturalmente o nace de esencialismos de diversa índole. Esta forma de pensar lleva necesariamente a interpretaciones delirantes porque niega un hecho que sí es natural: biológicamente somos seres culturales. Nacemos, por ejemplo, con la capacidad de lenguaje abstracto y simbólico, pero necesitamos de la sociedad para adquirirlo. Sería ridículo pensar que “naturalmente” se es quechuahablante o anglohablante.
Lo ideológico no es el género, sino la negación de que la masculinidad y feminidad son definidas y aprendidas culturalmente. Y, como ejemplo, volvamos al pantalón. En la Biblia, Deuteronomio 22-5 señala que Dios aborrece a la mujer vestida de hombre y viceversa. Para cumplir con este precepto, un creyente literal tendría que determinar si el pantalón –o cualquier vestimenta– es ropa de hombre o mujer. No podría hallar una respuesta basada en lo genético. Tampoco podría apelar a la cultura, porque implicaría aceptar que el género del pantalón es algo relativo. Le queda una sola salida: el esencialismo ideológico y la ciega obediencia a la interpretación subjetiva de una autoridad. Y ello explica por qué existen incontables páginas web en las cuales autoridades religiosas discuten si es aborrecible que las mujeres tengan puestos los pantalones.
Fuente: El Comercio / Lima, 7 de enero de 2017