Saray Marqués / El diario de la educación
Escena en los lavabos a la hora del recreo: Un grupo de niños de seis años evita la agresión a una compañera por otros dos niños, también de seis años, que intentan tocarle el pubis. Intervienen, les detienen y le cuentan a una maestra lo ocurrido. Tras este episodio, el grupo clase decide hablarlo y pensar qué se ha de hacer en una situación así. “Es un relato que transforma lo que ocurre en el día a día de cualquier escuela, donde este tipo de casos se dan pero los alumnos no los identifican ni tienen la sensibilidad para actuar o acudir a un adulto, ni se plantea en asamblea que es condenable y no se puede repetir”, plantea Patricia Melgar, investigadora del CREA y profesora del departamento de Pedagogía en la Universitat de Girona.
Contra la ley del silencio
Junto con otros expertos en socialización preventiva de la violencia de género, Melgar plantea la necesidad de romper la ley del silencio desde bien pequeños –early prevention o violencia 0 desde los 0 años- algo que la investigación internacional lleva años evidenciando, pero cuya traslación a las aulas es relativamente reciente. La mayor parte de las experiencias datan de hace cinco o seis años y se dan, sobre todo, en comunidades de aprendizaje, dentro de un modelo dialógico de convivencia.
La fórmula ha calado principalmente en la Comunidad Valenciana, el País Vasco y Cataluña, aunque hay centros de toda España que han vencido dos barreras mentales bastante extendidas. La primera, pensar que el foco, en prevención de violencia, ha de ponerse en el trabajo con adolescentes: “Recursos como la mediación entre iguales iban enfocados casi siempre a los institutos y nosotros en las actividades, en los talleres de los últimos 10 años, cada vez nos encontrábamos más escuelas de primaria que nos preguntaban: ‘¿Y nosotros qué podemos hacer?’”, recuerda Melgar. La segunda, considerar que otros aspectos de todo lo que conlleva convertirse en comunidad de aprendizaje son prioritarios: “Era algo que abordábamos en cualquier formación, pero las escuelas se quedaban más en los grupos interactivos… o pensaban: ‘Cuando mejoremos todo lo otro ya nos ponemos las pilas con esto’. En los últimos cinco años se ha comprendido que es imposible que un centro mejore sus resultados si no hay un buen clima, aparte de que influye en su día a día, que la buena convivencia es necesaria para que el aprendizaje se dé. La violencia, el acoso… han dejado de estar en un segundo plano, asegura Melgar, y se han comenzado a trabajar en paralelo”.
Melgar forma parte del equipo de investigación de Idealove&nam, una guía sobre amor ideal y nuevas masculinidades publicada en colaboración con el Ministerio de Educación el curso pasado. Como el resto del equipo, entre ellos la profesora del departamento de Sociología de la Universidad de Barcelona Lidia Puigvert, comparte que en cerca del 92% de los casos de violencia el origen procede de una situación de violencia sexual. “No se descarta que existan otros tipos de violencia, pero muchas veces, como en el caso del niño gordito del que los demás se ríen en el recreo, es algo que está latente, si gustas más o menos por tu aspecto…”, señala Puigvert.
Partiendo de esta base, ¿cómo llevan los centros en sintonía con las comunidades de aprendizaje la teoría a la práctica? ¿Cómo se logra la transformación desde Infantil? Txaro Cenizo, del IPI Sansomendi de Vitoria-Gasteiz, nos explica algunas de sus armas. Entre otras, su club de los valientes, que funciona desde dos años hasta 6º de Primaria, y para el que se basaron en la obra homónima de Begoña Ibarrola (SM).
“No te permitimos que hagas eso”
Al comenzar las clases, a las 9.00 de la mañana, todos los alumnos y alumnas son valientes y así figuran en el corcho del aula, bien con su foto (en 5º y 6º), bien con un superhéroe o superheroína que los representa (hasta 4º). Pero si alguno o alguna protagoniza alguna agresión, física o verbal, abandona ese club de los valientes y durante ese día es cobarde. Los demás le hacen la cortina mágica, no le hacen caso -la estrategia pasa por arropar a la víctima y restar protagonismo a quien insulta o humilla- hasta el día siguiente, cuando todos vuelven al club de los valientes.
Esta táctica se completa con el escudo de amigos, por el que aquellos compañeros que han sido testigos de una acción inadecuada acompañan a quien la ha sufrido y, en vez de mirar para otro lado, participan activamente en la resolución del conflicto: “No te permitimos…”, le espetan al agresor (por ejemplo, que pegues a un pequeño). Con este respaldo es más fácil para un niño de 2º llamar a la puerta de 5º y contar, acompañado de otros dos compañeros, lo que acaba de pasar en el recreo.
El adulto actúa como mediador, pero los niños resuelven. “Y se trabaja en el mismo momento en que se constata una agresión física o verbal, por pequeña que sea. Entonces se interrumpe lo que se está haciendo y se hace ver al alumno que su comportamiento no es adecuado. No se espera a actuar en caso de acoso, que implica una situación muy instaurada y muy grave, con una historia detrás”, señala Txaro, que asegura que les está funcionando mejor que los métodos tradicionales: echar al alumno que se porta mal, abroncarle, castigarle… “lo que, al final, le otorga un protagonismo brutal”.
La eficacia se ve en el valor que le da un niño al hecho de volver al club de los valientes al día siguiente, tras haberlo abandonado: “Te dicen: ‘Profe, yo ya soy hoy valiente’. Para ellos es importante”. En los registros de centro se percibe una disminución de los conflictos de mayor o menor grado ya sea en las aulas, los pasillos, el comedor, el recreo… “de en torno a un 80%”, según Txaro, pero, para Patricia Melgar, tan importantes son los cambios cualitativos como los cuantitativos, “como ese niño de 9 años que trataba muy mal a sus compañeros y compañeras y que, desde que en su escuela comenzaron a trabajar en esta línea, percibió que si seguía así nadie tendría ganas de estar con él, y que reflexionaba: ‘Durante tres meses lo he pasado muy mal, porque no me gusta estar solo, pero ahora lo agradezco. Me he dado cuenta de que si me porto bien con la gente, la gente está bien conmigo, en el cole y fuera de él, e incluso me vienen a buscar para bajar a la plaza a jugar…’”.
Según Puigvert, en el mismo año se ven los cambios, y se percibe cómo los niños y las niñas con actitudes agresivas dejan de tenerlas, los partes enviados a las familias se reducen… “Aunque, en un principio, y esto resulta paradójico, algunas escuelas se preocupan: ‘Algo debemos de estar haciendo mal, porque se multiplican los conflictos’”, señala Melgar, “Les hacemos ver que no, que han abierto la mirada y son capaces de identificar situaciones de violencia hasta entonces invisibilizadas, el primer salto en positivo”.
En la adolescencia
Lo interesante es que esta línea prosiga en la adolescencia, con socialización preventiva de la violencia de género, como hacen en el Sansomendi pero también en el Paideuterion, de Cáceres, en el Sagrada Familia, Santo Apóstol o Lluís Vives de Valencia, en el Montserrat en Cataluña… donde los niños, a estas edades, empiezan a cuestionar si el líder ha de ser siempre el macarra o el machito de la clase. Si es normal que no pase nada porque llegue “dando patadas a las mochilas del resto” si tiene un mal día, o que tenga atemorizado a un sector de la clase sin que nadie intervenga.
En escuelas que trabajan en esta línea se empodera a aquel alumnado más vulnerable, acabando con su sensación de que no importan a nadie, no se nota ni siquiera si están o no, mostrándole que si tienen un problema todos van a ayudarle a resolverlo.
Es una actuación educativa de éxito y cuenta con el respaldo del Ministerio de Educación, que se centró en ella en el último curso de verano del INTEF con la UIMP, en 2016, como “medida y actuación para el cuidado y la mejora de la convivencia escolar”. Pero no es una varita mágica, avisa Txaro. Trasplantar una sola herramienta a otro centro no suele funcionar. Es necesaria una visión más global, formación de todos los profesionales que trabajan en el centro (profesores, auxiliares, monitores, educadores), de la familia, la comunidad… y ser coherentes. Ante un insulto en el patio se acabó el: “Bah, chica, que te pida perdón y tú, no le hagas caso”.
Teresa Vázquez Cala, profesora de ESO y coordinadora de comunidades de aprendizaje en el colegio Paideuterion, de Cáceres, explica cómo esto se logra implicando a todos, desde el abordaje de la lucha contra el acoso, con tertulias en torno a lecturas como El normal caos del amor o El amor en la sociedad del riesgo, a la elaboración de unas normas consensuadas por los niños, los profesores, la comisión de coordinación pedagógica y la de convivencia, o las propuestas, que no cesan de bullir (“¿Y si hacemos una encuesta para ver por qué solemos pelearnos”). Precisamente por esto, para ella, la perspectiva dialógica supera otras fórmulas, como la mediación escolar. Es un paso más allá también de una figura en el centro encargada de los temas de convivencia, algo que está bien pero no es suficiente.
No solo CdA
Fuera del mundo de las comunidades de aprendizaje también se perciben otras alternativas, desde el enfoque del Aprendizaje-Servicio, por ejemplo, y que proponen figuras como los alumnos ayudantes (o equipos de ayuda) o los cibermentores, siempre en la línea de crear redes de iguales y de la autorregulación.
En este sentido trabaja también la orientadora del IES de La Sènia de Paiporta Pilar Pérez Esteve desde hace cinco cursos, con sus pigmaliones, alumnos que ayudan a otros en la transición al instituto, o sus redes secretas de apoyo. Comenzó con otro compañero y media docena de parejas y hoy son 82 parejas tutor-tutorizado (la mitad de los alumnos) y 19 compañeros de todos los departamentos, aunque el 100% está implicado: “Un profesor maravilloso no cambia nada, es necesario sumar a mucha gente, lograr proyectos corales, no solo de aulas para dentro, y con Pigmalión lo hemos logrado porque no cambia la estructura organizativa -sobre todo se trabaja en los recreos- y genera mucho bienestar. También porque es voluntario, frente a programas similares como el PEI catalán”.
La matrícula, como en otros centros que han introducido iniciativas de éxito, ha crecido notablemente y cada vez son más los que se plantean replicar su modelo, muchos de ellos, participantes en el curso de verano sobre coaching educativo en el que Pérez Esteve colabora, junto a Andrea Giráldez.
El premio no es menor. La orientadora relata una escena reciente: “Sin mediar palabra, una niña me mira y me da un abrazo: ‘No sé qué pasa, pero ya nadie se mete conmigo, ya estoy feliz’. Cree que tengo algo que ver pero no está segura. En realidad, nadie lo sabe. En torno a ella un grupo de cuatro o cinco compañeros han decidido crear una red secreta de apoyo: Han acudido a mi departamento y me han dicho que creen que esta niña lo está pasando mal, y plantean qué pueden hacer para que se sienta bien, planteando unos objetivos semanales: una compañera la ha apoyado en un grupo de Whatsapp; otra, la ha llamado para hacer los deberes juntas; otra, la ha integrado en su equipo… así, hasta que la red ha cumplido su misión, y se disuelve”.
Fuente: El diario de la educación / Madrid, 19 de enero de 2017