Macondo a cuadros: ¿Es imposible llevar las obras de García Márquez al cine?

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Nicolás Pernet / El Malpensante

La pregunta se ha hecho muchas veces. Y no han sido pocos los espectadores que le han dado una respuesta afirmativa tras haber salido de las salas decepcionados por lo que han considerado una “mala adaptación de García Márquez” al cine. Sin embargo, la reflexión sobre este muy comentado y poco argumentado tema puede (y debe) superar la comparación entre las adaptaciones y su magistral equivalente literario.

García Márquez nunca fue director de cine, y rápidamente entendió y aceptó su papel subalterno en las películas en las que trabajó, incluso después de su consagración internacional, a pesar de que los publicistas y el público quisieran verlas como una prolongación natural de su magia literaria. Por esta razón, no es posible esperar que su talento como escritor y contador de historias haya contagiado instantáneamente la producción cinematográfica basada en su obra. El propio Gabo se lo decía sin ambages a los directores con los que trabajaba: “La historia es mía pero la película es tuya”.

Tampoco es cuestión de si es posible o no llevar el llamado “realismo mágico” o el universo de Macondo a la gran pantalla. Si bien es cierto que buena parte de la obra de García Márquez contiene elementos fantásticos y personajes prodigiosos, en muchas otras de sus historias no hay ni elementos maravillosos ni sucesos sobrenaturales, sino que son historias netamente realistas. De igual manera, muchos de sus guiones o ideas para el cine ni se desarrollan en Macondo ni contienen doncellas voladoras o lluvias de flores, por lo que el único y descomunal reto que tuvieron sus directores fue contar bien una historia humana. Así que la culpa de muchos de los descalabros de estas producciones no la ha tenido la “magia” de las historias sino el desacertado trabajo de sus realizadores.

Por último, la relación de García Márquez con el cine fue una larga empresa que cubrió más de cincuenta años y que incluye producciones llevadas a cabo en diversas partes del mundo bajo la dirección de más de una veintena de realizadores. Por lo tanto, una justa valoración de ellas solo podría hacerse individualmente.

Una cosa fueron los filmes que se hicieron a partir de su trabajo como guionista en la industria mexicana entre 1961 y 1967, y otra muy distinta las que realizó, ya en pleno uso de su gloria, en colaboración con diversos realizadores hispanoamericanos o a través de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano durante las últimas tres décadas del siglo XX. También caso aparte son las adaptaciones de algunos de sus cuentos o novelas por directores a los que el Nobel colombiano no hizo sino darles su reticente autorización para que ellos hicieran lo que pudieran. Por eso no hay que meterlas todas en la misma bolsa solo porque llevan en algún lugar de los créditos el nombre Gabriel García Márquez.

Tras el bello cine de oro

En la hagiografía latinoamericana reza que Gabriel García Márquez llegó a México en 1961 con “veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fija en la cabeza: hacer cine”. Después de haber sido deslumbrado en su infancia por el irresistible poder de este medio para transmitir una historia, y de haber discutido largamente con su amigo Álvaro Cepeda Samudio sobre los prodigios del séptimo arte como el lenguaje idóneo para contar historias, García Márquez pasó una crucial temporada de su juventud en Italia estudiando cine y conociendo a los ídolos cinematográficos que ya había reseñado en su columna de El Espectador. Por eso, cuando llegó a México tras la “máquina de sueños” no era un neófito con ilusiones, sino un recorrido periodista que se aventuraba sin vergüenza a la conquista del vellocino cinematográfico.

Desde su llegada, se rodeó de amigos cercanos a la industria cinematográfica mexicana y muy pronto llegó a trabajar con productores como Manuel Barbachano y Alfredo Ripstein, que le encomendaron la tarea de escribir guiones o adaptar historias de la literatura para sus compañías. De estas amistades nació su adaptación de la novela de Juan Rulfo, El gallo de oro, coescrita con Carlos Fuentes y dirigida por Roberto Gavaldón en 1964, así como su original historia sofocleana Tiempo de morir, que fue llevada al cine por Arturo Ripstein en 1965, y que fue la primera obra de García Márquez pensada exclusivamente para la gran pantalla. En ella, el protagonista vuelve a su pueblo con la intención de rehacer su vida después de haber pagado una condena por homicidio, solo para encontrarse con que los hijos de su antigua víctima lo esperan para cobrar venganza. Aunque en el papel la historia se centra más en la tragedia que significa para este hombre verse obligado a matar por segunda vez, como si de una condena cíclica se tratara, en la película que finalmente se hizo la instrucción del productor fue fortalecer el aspecto western de la historia, con su consabida dosis de caballos, cantinas y sombreros, porque así podría venderse más fácil al mercado europeo.

Es cierto que Tiempo de morir no fue considerada un fracaso, pero para García Márquez significó darse cuenta de que el cine era una empresa en la que intervenían demasiadas manos e intereses impidiendo que las películas fueran una auténtica expresión de un temperamento particular. Años después, al comentar sobre esta situación, diría: “En algún momento pensé que podría ser director de cine… Pero me di cuenta de que es un trabajo muy duro, sobre todo porque el cine no solo depende de la literatura, sino también de un aparato industrial, del cual no depende tanto la literatura. Entonces me encontré con que era muy difícil y muy complicado expresarse uno personal e individualmente en el cine y me quedé en la modesta soledad de la literatura”.

Esta continua confrontación entre las intenciones del escritor y las expectativas comerciales de la industria fue la constante durante los años mexicanos de García Márquez y acabó por desencantarlo en su primer tanteo profesional con este arte. Tal vez por eso su experiencia más afortunada durante este período fue precisamente su colaboración con el director Alberto Isaac, quien en 1964 llevó al cine su cuento “En este pueblo no hay ladrones”, la historia de un inexperto ladrón que pone en vilo a todo un pueblo cuando se roba las bolas del único billar de la región. El largometraje fue hecho dentro del circuito independiente mexicano y su realizador no tuvo que lidiar con productores avaros ni superproducciones arriesgadas. La película –hoy considerada una pieza de culto por los cameos que en ella realizan Luis Buñuel, Juan Rulfo, Carlos Monsiváis y el propio García Márquez– resultó una cautivante y divertida historia que retrata con buen tino el ambiente provinciano y las tensiones de la vida del desorientado ladrón y su esposa.

En sus años mexicanos, García Márquez participó en la escritura de muchos guiones. Algunos se convirtieron en piezas comercialmente exitosas aunque artísticamente pobres, y otros nunca fueron llevados a la pantalla o solo fueron rodados en la década de los setenta, después de que el escritor ya había publicado Cien años de soledad. Dos de ellos,Presagio, filmado en 1974 por Luis Alcoriza, y El año de la peste, dirigido en 1979 por Felipe Cazals, vuelven sobre una de las obsesiones recurrentes de García Márquez: los dramas colectivos. Presagio narra la historia de un pueblo que entra en pánico después de que una matrona local anuncia que algo grave va a pasar. El pavor colectivo va creciendo a lo largo de la película, hasta que finalmente toda la población huye, dejando el pueblo en ruinas y cumpliendo así la temida profecía. El año de la peste, por su parte, es una adaptación de la novela de Daniel Defoe ambientada en la Ciudad de México, en la que una inexplicable enfermedad acaba con la población mientras el gobierno y los medios locales hacen todo lo posible por esconder la tragedia.

Este tipo de argumentos garciamarquianos, en los que no se cuenta solamente una anécdota sino que se entretejen muchas narraciones para construir el fresco de la vida de un colectivo, ha supuesto un gran reto para los directores. Atraídos por la construcción maestra del tejido social que alcanzó García Márquez en su historia de Macondo, varios quisieron intercalar, muchas veces a la fuerza, múltiples historias y personajes dentro de la trama principal de las películas basadas en sus obras, olvidando que el propio escritor se demoró más de veinte años en encontrar un estilo que hiciera natural la conjunción de todas las pequeñas anécdotas y escenas que constituyen la vida de un pueblo. Por eso, a pesar de los méritos de algunas de estas películas con protagonistas colectivos, muchas de ellas terminan convertidas en narraciones mal conectadas que desconciertan o aburren al espectador.

Si algo se puede rescatar en cuanto a las adaptaciones mexicanas de las historias de García Márquez es que, en ellas, la violencia recurrente en las obras del colombiano aparece con la fuerza y brutalidad que muchas veces se pierde en medio de la prodigiosa prestidigitación verbal de su escritura. Por ejemplo, en algunos fragmentos de Cien años de soledad la violencia aparece en Macondo como una simple consecuencia pintoresca de la feria local:

La Calle de los Turcos, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los viejos bazares de colorines, bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas de suerte y azar, los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera.

Al ser leídos, fragmentos como estos pueden pasar desapercibidos como una manifestación más del colorido propio de las plazas de sus pueblos sin llegar a afectar la sensibilidad de lector. Por el contrario, en la pantalla grande son insoslayables e indelebles las escenas de vejaciones, acuchillamientos, violaciones y demás formas de barbarie que pululan en la obra del Nobel. Y si alguien sabe mostrar en el cine escenas de violencia típicamente latinoamericana, esos son sin duda los mexicanos.

 García Márquez, el padrino

 Después de la publicación de Cien años de soledad, García Márquez pasó de ser un flaco guionista, al que los productores le cambiaban las historias, a convertirse en algo como el “el padrino” de la cultura latinoamericana. Durante las décadas de los setenta y ochenta García Márquez colaboró estrechamente con numerosos realizadores latinoamericanos en adaptaciones de sus obras, pero esta vez trabajando hombro a hombro en la escritura del guion o como consultor narrativo.

De esta manera participó en adaptaciones como las del chileno Miguel Littín (La viuda de Montiel, 1979), el argentino Fernando Birri (Un señor muy viejo con unas alas enormes, 1988) y el brasileño Ruy Guerra (Eréndira, 1983), entre otras. Pero si en la década anterior las historias de García Márquez se habían visto frustradas en su traslado al cine por las dinámicas propias de la industria cinematográfica, en estos nuevos intentos la adaptación se vio entorpecida principalmente por el peso del aura de García Márquez y de Cien años de soledad.

Muchas de las producciones que asumieron la difícil tarea de llevar al cine las historias más inolvidables del llamado “realismo mágico” no contaron con la aprobación del público a pesar de tener el respaldo del propio padre de Macondo. Sus traspiés no se debieron al precario uso de los efectos especiales que no conseguían en la pantalla elevar un cuerpo por los cielos con la soltura y credibilidad con que lo hizo Remedios la Bella en la literatura. La herida fatal de estas adaptaciones es la obstinación de sus directores en tratar de recrear el ambiente de feria ambulante y la enumeración colorida de características caribeñas del universo de García Márquez. En Un señor muy viejo con unas alas enormes, por ejemplo, Birri decide prestarle menos atención a la historia de la conmoción que produce la caída de un ángel en un pueblo de pescadores, que a recrear un ambiente de carnaval en el que no faltan bailes africanos, un concierto de Pablo Milanés y el espectáculo de la Mujer Araña, lo que termina convirtiendo la película en algo más parecido a un musical fallido que a un argumental con fortuna.

Deslumbrados por el fantástico mundo costeño que rodea estas historias, muchos directores cayeron en la tentación de movilizar guacamayas y saltimbanquis o de recrear los contundentes fenómenos naturales, como el viento que atraviesa La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y dejaron de lado la historia y sus implicaciones humanas, que eran el enganche indispensable de la narración. En algunas de estas películas, que sin duda se cuentan como los experimentos a la vez más interesantes y fallidos del cine latinoamericano, el barroquismo le terminó ganando la partida a la naturalidad tan sutilmente alcanzada por el escritor.

Además, la sentenciosa solemnidad con la que muchos de los actores elegidos para interpretar personajes de García Márquez recitan sus parlamentos hace que películas como Eréndira adquieran un aire artificial de obra de teatro que establece de inmediato un distanciamiento con el público. Todo lo contrario sucede con María de mi corazón (1978), una colaboración de Gabo con el mexicano Jaime Hermosillo, en la que el director decidió permitir a los actores María Rojo y Héctor Bonilla improvisar sus parlamentos y el resultado es una de las actuaciones más fluidas del repertorio garciamarquiano.

Pareciera que cuando se trata de películas basadas en García Márquez “menos es más”, y paulatinamente sus adaptadores han aprendido de la sencilla profundidad del cine neorrealista italiano, uno de los primeros amores del propio Gabo, y han adelgazado sus producciones para dejar la rimbombancia a un lado. En las últimas dos décadas del siglo XX, varios directores volvieron a ensayar adaptaciones de García Márquez tratando de hacer sencillamente la cosa más difícil: contar bien una historia. En las afortunadas alianzas de García Márquez con directores colombianos como Lisandro Duque (Milagro en Roma, 1989) y Jorge Alí Triana (Tiempo de morir, 1985, y Edipo alcalde, 1996) se ve, por ejemplo, una saludable distancia del pesado lastre del universo de Macondo o del Caribe, así como el deseo de sus directores no de hacer una buena película basada en la obra de García Márquez, sino de hacer una buena película, a secas.

El propio García Márquez entendió la necesidad de desembrujarse de sí mismo en el trabajo cinematográfico y en las producciones que ensayó a finales de la década de los ochenta. En la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, creada por él en Cuba en 1985, alcanzó la que tal vez sea la época más feliz en su relación con el lenguaje audiovisual, con series pensadas para la televisión como Amores difíciles o Me alquilo para soñar. Estas series fueron realizadas partiendo de una historia pensada por el propio García Márquez pero transformada completamente a lenguaje cinematográfico por un equipo del que hacían parte el propio director y otros guionistas, y eran llevadas a la pantalla sin compromisos con la industria ni para honrar el legado de García Márquez. El trabajo en equipo no solo sirvió para producir valiosas piezas como Cartas del parque (1988), de Tomás Gutiérrez Alea, y Fábula de la bella palomera (1989), de Ruy Guerra (el director que más ha adaptado a García Márquez), sino para formar toda una generación de nuevos realizadores.

 

 Obra de algunos desadaptados

 Paradójicamente, las películas basadas en la obra de García Márquez que han llegado al gran público en Colombia y en el mundo no han sido aquellas en las que él participó directamente, sino algunas adaptaciones realizadas por directores extranjeros sin ninguna injerencia suya, como la Crónica de una muerte anunciada (1986), del italiano Francesco Rosi, o El amor en los tiempos del cólera (2007), del inglés Mike Newell.

Estas dos superproducciones, pensadas para un público europeo y anglosajón, han sido de las más decepcionantes entre todas las adaptaciones realizadas hasta el presente, y tal vez sean la causa de que muchos hayan desahuciado a García Márquez como “autor” de cine. Triste destino para un hombre que trabajó toda la vida por el séptimo arte de su continente el ser asociado entre el público mundial a estas películas que no son más que muestras de un penoso “macondismo” hecho para el consumo internacional; en el que guapos actores intentan disfrazarse de hombres y mujeres del Caribe para encarnar el tipo de pasiones asociadas al amor de los “latinos”, en medio de una escenografía que combina lo colombiano con lo cubano, lo argentino y lo mexicano. En resumen, estas películas, a las que también se les puede sumar Memoria de mis putas tristes (2011), del director danés Henning Carlsen, son la versión cinematográfica de los paquetes turísticos que se les ofrecen a los jubilados primermundistas para que vengan a conocer las “delicias del trópico”.

Pero no todo es motivo de desesperanza dentro del variopinto conjunto de adaptaciones cinematográficas de García Márquez. En la última década, algunas producciones se han destacado como buenas traducciones al cine de novelas cortas de García Márquez. Arturo Ripstein, quien había debutado en la realización con Tiempo de morir en 1965, tuvo que esperar más de treinta años (una espera que García Márquez justificó como el tiempo necesario para que “aprendiera a hacer cine”) y por fin pudo abordar la historia del avejentado coronel que espera inútilmente su pensión, en su digna El coronel no tiene quien le escriba, de 1999. Y en 2010, otra vez una directora neófita, ahora la costarricense Hilda Hidalgo, intentó una adaptación de Del amor y otros demonios que, no obstante sus problemas de actuación y montaje, tuvo el mérito de centrarse fundamentalmente en los personajes después de una larga tradición de adaptaciones que habían privilegiado el ambiente. Lejos de querer reproducir mundos caribes o dramas colectivos, en las películas de Ripstein y de Hidalgo la cámara hace un reposado e intimista zoom sobre los protagonistas y alcanza a transmitir el tamaño de su drama para conseguir la identificación del espectador.

En los últimos sesenta años las películas basadas en las obras de García Márquez han corrido todo tipo de suertes, usualmente infaustas, pero se puede decir que no hay ningún motivo para decir de manera definitiva que su mudanza al cine sea una labor imposible. Todo ha dependido del camino escogido por cada uno de los directores para relacionarse con las historias del Nobel de Aracataca. Los ejemplos exitosos demuestran que hay caminos fértiles por recorrer y que, tal vez, adaptar a García Márquez es un arte que se aprende con el tiempo.

Fuente: El Malpensante / Octubre de 2016