Magallanes

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Johann Page

Después de ver Magallanes, la incisiva y turbadora película de Salvador del Solar, es imposible equilibrar las ganas de comprender y cuestionarnos (a las ganas de apretar los dientes y temblar me rendí a los pocos minutos). Comprender (intentarlo) cómo un proceso de violencia continúa instalado en nosotros, circula por nuestro torrente sanguíneo con soltura e impunidad, y sin embargo se camufla y disfraza de una tibia nostalgia, evocación de lo anecdótico y pintoresco (luz de velas, detonaciones lejanas, pañuelos blancos en la noche motorizada al buscar una farmacia). Ha pasado el tiempo y el miedo se ha entibiado, pero no hemos dejado de temblar. Se oculta con nuestra complicidad, con nuestro silencio (o con la risa nerviosa de los espectadores que en el cine eluden, como un mecanismo de defensa, las escenas más desafiantes, como aquella donde Meier es violentado o Celina acude al quechua).

¿Y cuestionarnos? También, porque ese antiguo miedo debería en cambio revolver nuestra sangre, inflamarnos para comprender que, en una sociedad como la nuestra, después de ese periodo de violencia, nuestro principal aprendizaje tendría que ser el necio ejercicio de nuestra civilidad y la preocupación por el otro, sin miramientos. Películas como Magallanes (obras como esta) son importantes porque lejos de lo pintoresco retratan con solvencia cómo se petrifica la memoria: sus personajes grises de pronto reaccionan ante el clamor del pasado. Celina, como Magallanes, aletargan su dolor para aliviarlo, hasta que este se actualiza buscando una paz insoluble. Esta película explora las consecuencias en nuestra actualidad, no en la turbiedad de la memoria. Y su principal virtud radica en no dar respuestas, solo activar gestos (sin maniqueísmos). En proponer las preguntas correctas, una tras otra, sin solución.

Pocas escenas como aquella final donde Magaly Solier impreca a sus observadores con la rabia de su propio idioma me han conmovido tanto. ¿De qué vale un grito como ese, cuando los oídos no escuchan, cuando no estamos preparados para comprender (ni siquiera nos interesa)? ¿Dónde empieza la herida, dónde la cicatriz? Al verla, sentí algo similar a cuando asistimos a “Sin título”, de Yuyachkani: esa bandera izada, blanca y roja, hecha de sangre y del suero del olvido. O en la voz de “La Cautiva”: sus quebrantos en aquel español quechuizado, rogando por no ser, en muerte, nuevamente ultrajada.

Si el arte tiene un valor, debería radicar en aquellos segundos de despojo y transparencia ante el espejo de nuestros defectos (donde uno se siente de pronto identificado con quien tiene al lado: el atisbo de la fraternidad o reconocimiento de su lugar en el mundo). Magallanes consigue este efecto, y más. La semilla radica en la estupenda obra de Alonso Cueto, pero el fruto reverdece en manos de un agudo director y un equipo impecable.

Vayan a verla. Apreciemos el valor de nuestra herida. Démosle un oficio. Que nos ayude a entender.

FUENTE: Post de Facebook/ Lima, 31 de agosto de 2015