Luis Guerrero Ortiz/ EDUCACCIÓN
Hace algunos años, una alumna de posgrado, interesada en que opine sobre el marco teórico de su tesis, me entregó un voluminoso documento impreso y anillado. Su estudio se enfocaba en los mecanismos de evaluación de estudiantes utilizados por su universidad de origen. Como ya me había contado los antecedentes que explicaban la peculiaridad del tema, leí el texto con mucha expectativa. Lo que me encontré, sin embargo, a lo largo de sus casi 200 páginas escritas a doble espacio, fueron minuciosas sinopsis de las ideas principales de numerosos autores. Pensé, naturalmente, que se trataba de un error y le dije después que me había entregado sus fichas resumen y no su marco teórico. No profesor, me dijo sorprendida, ese es mi marco teórico.
Esta dificultad la había notado ya antes en varios de mis alumnos de un diplomado en el que enseñé por años. Acostumbraba analizar con ellos en clase una serie de hechos y enfoques especialmente importantes en el campo de la gestión, las políticas y la pedagogía, explorando sus conexiones. Luego les pedía un trabajo escrito en el que debían formular una opinión argumentada sobre un texto que contenía las ideas principales presentadas en clase, y que se basaran en ellas para analizar una situación vivida en su institución educativa que las confirmara o las contradijera. Lo común, sin embargo, era encontrarme con trabajos que se limitaban, por un lado, a resumir el texto y, por otro, a relatar una anécdota de su escuela. Muy pocos eran los que conectaban las ideas del texto con los hechos relatados. Recuerdo la expresión de extrañeza de un alumno después de explicarles que estaban haciendo exactamente lo contrario de lo que les pedía: ¿entonces qué es lo que usted quiere que hagamos profesor?, me dijo desconcertado.
Sé perfectamente que la escuela nos educa la mente para repetir las ideas de otros, no para que podamos conectarlas unas con otras de manera lógica, para asociarlas en función de sus semejanzas o diferencias, de su oposición o su complementariedad, menos aún para reflexionarlas y relacionarlas con hechos. Lo que nunca ha dejado de sorprenderme es la manera como hemos naturalizado esta visión fragmentada y disociada de las cosas, al punto que nos puede llegar a parecer estrafalario, absurdo e innecesario cualquier intento de articularlas.
Con el mismo problema me tropecé también cuando asesoré durante buen tiempo y de manera voluntaria algunas tesis de pregrado de alumnos de Institutos Superiores Pedagógicos. Los asesores oficiales solían indicar a sus estudiantes que construyan su marco teórico transcribiendo citas textuales de los autores seleccionados, y que en las conclusiones solo consignaran los resultados de la aplicación de sus instrumentos. Todo intento de conectar reflexivamente la teoría con los datos recogidos era rápidamente desaconsejado. Como transgredir esa indicación era poner en riesgo la posibilidad de graduarse, sus tesis terminaban no solo disociando teoría y práctica, ideas y realidades, sino validando esta disociación como la manera correcta de producir conocimiento.
La raíz del mal
La madre del cordero parece estar más atrás. Si examinamos, por ejemplo, los currículos de formación docente, no va a ser difícil darse cuenta que los cursos de teoría de la educación y los de didácticas de las áreas curriculares son universos paralelos, y que en general, la formación académica ofrecida, más allá de la buena o mala calidad de la enseñanza misma, camina por carriles separados de la práctica pre-profesional de los alumnos. De ese modo, independientemente de los hallazgos o interrogantes que los cursos teóricos hubieran podido despertar en los futuros docentes, su práctica en las escuelas estará siempre dirigida a la aplicación de esquemas y procedimientos didácticos prescritos en otros cursos por formadores distintos, guarden o no una relación visible y congruente con sus nuevas certezas y descubrimientos en el ámbito del saber pedagógico.
Más aún, admitamos que nuestra propia tradición en materia de formación a docentes en ejercicio ha sido la de ofertar cursos sobre contenidos teóricos de las disciplinas que sustentan el currículo escolar, por un lado, y cursos o talleres enfocados en una oferta de actividades didácticas muy estructuradas sobre determinadas áreas curriculares, listas para ser aplicadas literalmente en las aulas, por el otro. Y aquí es donde los problemas de disociación, acarrean consecuencias graves –quizás imperceptibles al ojo común- como la sistemática desprofesionalización de la docencia.
En primer lugar, porque las teorías que explican y fundamentan las didácticas suelen permanecer oscuras, condenándolas a la irrelevancia. Los compendios de secuencias didácticas prediseñadas para lograr aprendizajes muy específicos, presuponen marcos teóricos que nunca se explicitan, dejando en la sombra sus fundamentos, sus sentidos, sus implicancias y hasta las posibles incongruencias respecto del propósito que se les asigna. Esta terca disociación entre la teoría, la práctica y sus herramientas, nos ha habituado durante años como sociedad, por ejemplo, a usar sartenes de teflón debido a sus cualidades antiadherentes, sin preocuparnos por saber qué explicaba esa magia. Así, tardamos mucho en descubrir que el material podía desprender gases nocivos a altas temperaturas y un ácido peligroso para la salud asociado al cáncer y a trastornos inmunológicos. A los educadores nos ha habituado también a emplear sesiones estandarizadas de clases para obtener resultados que, de acuerdo con la teoría del aprendizaje significativo, solo pueden lograrse diferenciando los niveles previos de habilidad de los aprendices y actuando de modo consecuente con esa información, es decir, enseñando de un modo pertinente a las diferencias.
En segundo lugar, porque ni los conocimientos disciplinares ni los didácticos equivalen al saber pedagógico, tan esencial como ausente en las capacitaciones. Una cosa son los conocimientos, digamos, sobre las relaciones entre el campo eléctrico y la estructura del átomo, la energía y el movimiento, las funciones de la célula y sus requerimientos de energía y materia, o los fenómenos meteorológicos y el funcionamiento de la biosfera; y otra muy distinta son los conocimientos, por ejemplo, sobre las ventajas en términos de impacto en los aprendizajes de determinadas habilidades como la de contextualizar preguntas a distintos niveles de complejidad, dar tiempo para pensar después de una pregunta, conectar con las experiencias previas del alumno, verificar si los alumnos están comprendiendo, y proporcionar modelos o representaciones gráficas o visuales, desde una perspectiva metodológica básicamente inductiva y orientada al desarrollo del pensamiento crítico (Bennett, 2012). Los conocimientos disciplinares son tan distintos a los pedagógicos como éstos últimos lo son respecto de las actividades didácticas. Pero el saber pedagógico –del cual la didáctica es solo su lado instrumental- no suele formar parte de los programas de capacitación docente.
En tercer lugar, porque lo que se requiere son didácticas para desarrollar competencias, no solo conocimientos disciplinares. Un currículo escolar orientado al desarrollo de competencias no se estaciona en el conocimiento de las proposiciones de las ciencias naturales, la lingüística o la matemática, sino avanza hacia la capacidad de hacer uso de ese conocimiento para afrontar, explicar y resolver situaciones del mundo real. Por lo tanto, necesitamos ir más allá de las didácticas para enseñar y aprender contenidos disciplinares, necesitamos didácticas para desarrollar competencias de manera efectiva a distintos grupos de edad y en los contextos más significativos a las diversas realidades en las que se mueven a lo largo y ancho del país. Es decir, didácticas para aprender a hacer uso crítico y creativo de saberes diversos, para crear respuestas pertinentes a situaciones de la realidad. Es más trascendente aprender a responder la pregunta ¿por qué se desbordan los ríos?, indagando y empleando información científica, que limitarse a registrar datos sobre el ciclo hidrológico y la geomorfología fluvial. Si insistimos en que el problema de inefectividad de nuestro sistema escolar se resuelve con actividades didácticas para enseñar conocimientos disciplinares, estamos retrocediendo 20 años y caminando en dirección contraria al sentido de la historia de la educación mundial desde fines del siglo XX.
El cielo luce nublado
Ciertamente, son males de la época. El racionalismo de la modernidad ha supuesto siempre una voluntad de dominación instrumental, nos recuerda Edgar Morin. Su énfasis en la aplicación de técnicas con supuesto poder para obtener el mejor resultado al menor tiempo y costo posible, no conoce límites a la justificación ciega de la acción práctica, destruyendo los conjuntos y las totalidades, aislando los objetos de sus ambientes, ignorando el lazo inseparable entre el observador y lo observado, separando las disciplinas y desintegrando las realidades (Morin, 1997).
Peter Senge piensa lo mismo: «Desde muy temprana edad nos enseñan a analizar los problemas, a fragmentar el mundo. Al parecer esto facilita las tareas complejas, pero sin saberlo pagamos un precio enorme. Ya no vemos las consecuencias de nuestros actos: perdemos nuestra sensación intrínseca de conexión con una totalidad más vasta. Cuando intentamos ver la “imagen general”, tratamos de ensamblar nuevamente los fragmentos, enumerar y organizar todas las piezas. Pero, como dice el físico David Bohm, esta tarea es fútil: es como ensamblar los fragmentos de un espejo roto para ver un reflejo fiel» (Senge, 2011).
Esta dificultad nos afecta a todos, aunque a veces nos topamos con excepciones inesperadas. Le ocurrió una vez a la psicóloga de un jardín infantil privado, que tenía a su hijo de 5 años en el mismo nido y que se hallaba sumamente confundida por el reiterado mal comportamiento del niño. Se había habituado a molestar a diario a sus compañeritos y a desoír las advertencias de su maestra, a consecuencia de lo cual terminaba enviado a la dirección para que la madre se acercara a llamarle la atención. Como la mamá solía estar ocupada, una manera de evitar que la impaciencia de la espera ocasionara incidentes, entretenían al niño con un paquete de galletas. Pero era inútil. La escena se empezó a repetir cada día y este itinerario se fue convirtiendo en un rito invariable. Cuando me hicieron la consulta, no pude dejar de expresar mi admiración por el niño. A diferencia de su maestra y de su propia madre, que aislaban su conducta del contexto y de las demás intervenciones concurrentes sin hallar respuestas, el hijito de la psicóloga había percibido con gran lucidez la conexión de los hechos y a utilizarla para obtener su propósito. Si quería exonerarse de una clase aburrida, gozar del privilegio de ver a su madre y disfrutar además de unas galletas extras, solo tenía que molestar a un amiguito. El efecto dominó era instantáneo y el éxito estaba asegurado.
La ceguera del conocimiento, sin embargo, la sufrimos los adultos, y sus efectos en el mundo de la educación no pueden ser peores. Es el caso de una formación docente en servicio que repite la misma disociación de la formación inicial entre teoría y práctica, entre conceptos y hechos o experiencias, así como entre distintos tipos de conocimiento, pues sus consecuencias van a contradecir frontalmente las intenciones de la Carrera Pública y la política docente en general, de hacer progresar la docencia hacia el estatus de una profesión moderna.
Me explico. Si definimos a un profesional como un sujeto capaz de realizar actividades especializadas que requieren de una educación previa; si asumimos que esta educación necesita desarrollar su capacidad de poner en práctica reflexivamente un conjunto de conocimientos; y si aceptamos que este ejercicio se hace sobre la base de un diagnóstico que aporte explicaciones razonables a la situación que se busca resolver (Hualde, 2000), podremos comprobar sin dificultad que nuestras tradiciones formativas apuntan en una dirección distinta.
Porque una cosa es entregar conocimientos al docente para que los transmita a otros, y otra muy diferentes es enseñarle a emplearlos para construir respuestas a los retos de un aprendizaje que ahora se basa en la capacidad de pensar. Es también distinto entregarle conocimientos pedagógicos, desarrollando al mismo tiempo su capacidad de utilizarlos para diseñar y decidir soluciones didácticas pertinentes a las diversas necesidades de aprendizaje que diagnostique en cada situación; que enseñarle secuencias didácticas prediseñadas para aplicar sin necesidad de diagnóstico ni reflexión sobre cada caso que le toque enfrentar. Para hacer lo segundo no necesita estudiar cinco años. En mucho menos tiempo puede aprender las técnicas y procedimientos que le solicitarán aplicar sin mayor análisis y de manera indiscriminada.
El telescopio de Galileo
Un viejo proverbio hebreo dice que el hábito es al principio ligero como una telaraña y muy pronto sólido como un cable. Será por eso que, como reza un conocido aforismo jurídico, la costumbre es siempre más fuerte que la ley. Lo que explica el desconcierto de mi alumna cuando le digo que su colección de resúmenes no es un marco teórico; o el de mis estudiantes del diplomado, cuando les digo que relatar una anécdota no es lo mismo que analizarla empleando determinados conceptos; o el de los asesores de tesis de pregrado, cuando sus alumnos le preguntan si les es permitido interpretar los datos utilizando las citas de los autores que inspiraron su estudio; o el de la psicóloga del nido, cuando se le hace ver la sencilla cadena de hechos que explican el comportamiento de su perspicaz hijo.
Pensar la realidad de manera inconexa, relacionarse con fragmentos aislados del conocimiento humano, asumir que teoría y práctica son mundos separados cuya relación no tiene por qué perjudicarnos el sueño, se ha vuelto tan habitual en nuestras vidas y hemos construido tantas estructuras en base a estas certezas, que quien diga lo contrario puede ser rápidamente convertido en objeto de compasión, de burla o de rabia. Recordemos que en el siglo XVI, el filósofo Cesare Cremonini se negó a mirar por el telescopio de Galileo aduciendo dolor de cabeza, para disimular el miedo de ver algo que contradijera sus creencias previas; como muchos filósofos y teólogos de la época, que decían no necesitar mirar para saber que lo que Galileo afirmaba era falso. Ese telescopio, sin embargo, el mismo que mostraba innumerables estrellas en el cielo hasta entonces invisibles al ojo humano, es el que necesitaríamos ahora para volver a mirar la manera como estamos habituados a diseñar formación docente.
Lima, 11 de diciembre de 2017