Gustavo Schujman
Consultor internacional, especialista en temas de ética y ciudadanía,
contratado por Naciones Unidas para apoyar en el diseño del Marco Curricular Nacional
Hay muchos modos de definir qué se entiende por “currículo” y diversos puntos de vista acerca de su función. Considero que el currículum es un documento público que expresa una propuesta cultural formulada en términos educativos. El currículum es productor de una autoridad cultural que reconoce y valora ciertas prácticas, a la par que no reconoce otras. Es decir, el currículum visibiliza qué conocimientos, prácticas, capacidades, se van a considerar relevantes, así como qué metodologías y qué discursos se jerarquizarán como legítimos en las escuelas. Es un documento vinculado con los procesos de selección, organización, distribución, transmisión y evaluación del saber escolar. Desde ese punto de vista, un auténtico currículo ofrece un marco, delimita un espacio de juego; no habilita cualquier contenido ni cualquier práctica.
Sin embargo, la capacidad del currículo para prescribir y para impactar en las prácticas docentes es más limitada de lo que se suele admitir. Y no se admiten las limitaciones del currículo porque quienes diseñan las políticas públicas caen frecuentemente en una falacia. Esta falacia consiste en creer que la escuela es un lugar vaciado de contenido y tradiciones y que se debe lograr, a través de reformas curriculares y de capacitaciones docentes, prescribir contenidos actualizados a la vez que garantizar su presencia. Según esta visión, los contenidos son una transposición de lo que se produce en los círculos académicos y la tarea del docente se limita a transmitir y aplicar el “saber” producido en otro lugar y transpuesto por otros especialistas. Así, el docente sería sólo una herramienta del currículum y si hay contradicciones entre la formulación curricular y la enseñanza real, esa falta es adjudicada a su incapacidad e incomprensión.
Esta concepción verticalista es falaz e irreal, porque los docentes son profesionales que no hacen sólo lo que dice el documento curricular sino que se basan en la formación que portan, en sus propias experiencias, en la experiencia de otros y en las tradiciones implícitas. Lo que efectivamente se enseña coincide más bien con un “currículo sedimental” en el que coexisten los sedimentos curriculares de otros tiempos junto con los materiales didácticos, las revistas educativas, los recursos con los que cuenta la escuela, etcétera. Además, lo que enseña el docente está influenciado por su propia historia como estudiante y está basado en su propia cosmovisión y en su modo de concebir la docencia.
Quienes sostienen que lo que se debe enseñar en la educación básica es un recorte y una transposición de lo que produce el mundo académico y científico (conformado por universidades, equipos de investigadores, etcétera) suelen proponer diseños curriculares basados en contenidos “actualizados”. Es lo que se intentó hacer en la Argentina cuando en la década de 1990 se llevó a cabo una reforma curricular y se instituyeron “contenidos básicos comunes”. En verdad, los contenidos que se propusieron no tuvieron nada de “básicos” y difícilmente podrían haberse convertido en “comunes”. La brecha que se produjo entre los expertos y los docentes fue insalvable. Y me arriesgo a afirmar que esa brecha entre quienes prescribieron ese currículo y quienes debían transformarlo en propuestas didácticas concretas en las escuelas, fue y es una de las causas de la debacle en los resultados de las evaluaciones que miden los rendimientos a nivel nacional.
Porque lo único que logran esos diseños curriculares tan bien pergeñados por los que “saben” es hacer sentir a los docentes realmente existentes que son incompetentes para transmitir conocimientos tan importantes. Y la verdad es que los docentes no son incompetentes sino que tienen competencias que los expertos no tienen. Los docentes están al servicio de la transmisión cultural pero también conocen el modo en que los niños, las niñas y los/as adolescentes pueden adquirir ciertas capacidades. Los contenidos a enseñar se ponen en juego para hacer posible el ejercicio de esas capacidades.
Los buenos docentes de las escuelas pertenecientes a la educación básica no están obsesionados por la actualización de los contenidos ni están mirando a ver cuál es el último grito de la moda de la academia. Los buenos docentes saben que niños/as y adolescentes tienen que aprender a leer en las distintas disciplinas, tienen que aprender a producir diversos tipos de textos, tienen que aprender a trabajar en equipo, a resolver problemas, a pensar críticamente, a leer e interpretar diversos fenómenos (sociales, naturales, artísticos). Y eso se logra abordando temáticas significativas e interesantes que generen habilidades extrapolables en otras áreas y en contextos diversos.
Los docentes que enseñamos en las escuelas de la educación básica no estamos ahí para formar futuros historiadores, o futuros biólogos, o futuros filósofos, o futuros matemáticos, o futuros artistas. Estamos para formar ciudadanos y ciudadanas capaces de afrontar las realidades que les tocan vivir aquí y ahora, preparados para elegir sus proyectos de vida, para entrar en las universidades, en el mundo del trabajo, en la arena política.
El saber que circula en las escuelas no es el saber académico. Es un saber “sui generis” que no se reduce a ser un recorte del saber científico. El saber escolar no es meramente una traducción para los que aún no son adultos del saber especializado de los adultos. El saber escolar es otra cosa, difícil de asir, de definir. No es un poquito del saber de los especialistas. Es, tal vez, una ficción (como lo es cualquier producto humano) que se relaciona con el saber legitimado socialmente (el de las ciencias, las artes, los derechos) pero que no se reduce a ser una transposición para los legos. El saber escolar es un saber de otro cuño, que toma en cuenta lo que hoy se sabe, pero que es un instrumento para que los chicos aprendan. Lo importante es que aprendan, lo importante es que piensen, lo importante es que dialoguen. Los contenidos pueden variar. Lo que no varía es la experiencia de aprender.
Además, una actualización de contenidos o de enfoque no garantiza un cambio en la adquisición de capacidades o competencias. Por ejemplo, en Historia se ha pasado del estudio de los próceres y de las fechas patrias, a un estudio de los procesos históricos de los pueblos o de distintos sectores de la sociedad. Ese cambio es importante y elogiable. Pero si la metodología de enseñanza no cambia, es poco lo que se logra. Si antes los chicos tenían que estudiar de memoria las fechas patrias y los nombres de los próceres y ahora tienen que estudiar de memoria los procesos históricos, los contenidos han cambiado pero las competencias a desarrollar siguen siendo las mismas.
Por eso es importante insistir en la adquisición de competencias.
El Marco Curricular que se propone actualmente en Perú pone el énfasis en las competencias que se esperan desarrollar en los/as alumnos/as. Ese énfasis no desconoce la importancia de los contenidos a enseñar. Es claro que no pueden desarrollarse competencias en el vacío. Pero el énfasis en las competencias tiene como mensaje que los contenidos a enseñar deben aportar al desarrollo de las competencias prescriptas y que no da igual cualquier abordaje didáctico para el aprendizaje de esos contenidos (por ejemplo, no se valora positivamente el aprendizaje memorístico).
Se trata de un marco curricular y no de un currículo. En efecto, esta propuesta es la base para que las regiones hagan sus especificaciones y definan contenidos determinados según los diversos contextos. Por eso, es aceptable el grado de generalidad que tiene este marco. Su función es enmarcar pero también habilitar el trabajo curricular que hagan las regiones.
Tuve la oportunidad de participar de este proceso de elaboración del Marco Curricular en mi condición de “especialista” extranjero. Mi primera grata sorpresa fue ver que los equipos curriculares divididos por competencias estaban conformados por personas de diversas extracciones. Había especialistas de las áreas en cuestión, pero también había docentes que daban muestras de sus vastas experiencias como tales. De ese modo quedó garantizado el toque de realidad, la justa medida entre lo ideal y lo posible, y estuvo en todo momento presente la realidad actual de las escuelas peruanas. Mi segunda grata sorpresa fue ver que los integrantes de los equipos que conocí estaban abiertos a las críticas, a las objeciones, a las sugerencias. No he presenciado intervenciones dogmáticas, cerradas, sordas a las observaciones. Más bien, pude advertir la buena disposición para reescribir, reelaborar lo ya trabajado.
Toda propuesta curricular es mejorable y es siempre una incógnita cuál será su impacto en las escuelas y en los docentes. Lo importante es el desafío que este marco curricular provoca y lo esperable es que los docentes recojan el guante y acepten el desafío de mejorar la enseñanza a partir de la interpretación que hagan de este marco curricular.
En definitiva, siempre tenemos en claro que el otro (el/a estudiante) no será nunca un mero producto de nuestros designios sino que tomará lo mejor de lo que le ofrecemos como adultos para hacer con ese material una nueva obra, distinta de la que pudimos imaginar. Como nos cuenta Galeano en Las palabras andantes:
“A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla.”
Autor: Gustavo Schujman
Fotografía (c) Cultura de Red/ www.flickr.com
Buenos Aires, 24 de noviembre de 2014