El término «sociedad del cansancio» propuesto por el filósofo coreano Byung-Chul Han (2012), alude al estado de autoexigencia constante que caracteriza a la sociedad contemporánea y que lleva a las personas, en su constante afán por producir y cumplir sus metas contra el reloj, al agotamiento, el estrés e incluso a la depresión. Se supone que, en el pasado, este mismo efecto obedecía no a la autoexigencia, sino a las presiones ejercidas desde afuera, como en las fábricas, en base a estrategias disciplinarias.
El caso de nuestro sistema educativo público parece una combinación de ambos factores. Las demandas constantes y abundantes que se generan de arriba abajo obliga a todos los operadores del sistema, desde funcionarios de alto nivel hasta el maestro en el aula, a hacer su trabajo a toda prisa, bajo penalidad. El cumplimiento apresurado de demandas continuas, muchas de ellas de carácter formal, tiene dos efectos perversos particularmente en el trabajo docente.
En primer lugar, refuerza la creencia de que el referente principal de la enseñanza no son los estudiantes sino la autoridad, es decir, que la atención del profesor debe estar puesta no en lo que los estudiantes necesitan en cada tramo del proceso, sino en las continuas exigencias de sus supervisores. En segundo lugar, no permite que se genere en el aula dinámicas reflexivas, porque la misma presión que el docente recibe se traslada a los alumnos. Eso supone priorizar la velocidad y no el diálogo, la indagación, el intercambio de opiniones, el ensayo de propuestas, la experimentación, porque son acciones que exigen pensar y, por lo tanto, demandan tiempo.
Es aquí donde se genera una doble obligación, en la perspectiva que señala Byung-Chul Han: la que llega del sistema y con una explícita connotación punitiva, y la que se genera en la conciencia del docente, pues, aunque nadie se lo pida, ya se habituó a presionarse a sí mismo para hacer las cosas de la forma más expeditiva posible, lo que le induce a simplificar. De este modo, la velocidad y el cumplimiento se convierten en el bien mayor, por encima del aprendizaje.
Las metodologías activas con el viento en contra
La pedagogía que empieza a tomar forma en la edad contemporánea, distanciándose de la que se gestó en la modernidad y que imprimió un sello de fuego a los nacientes sistemas educativos a fines del siglo XVIII, hizo posible el surgimiento de las metodologías activas. Eso suponía otra manera de entender el aprendizaje y, por lo mismo, el carácter de la enseñanza y de la docencia. Nacieron de un paradigma distinto, que redefinía el escenario del aula, tanto como los roles de maestros y estudiantes. No buscaban reducir la función de los sistemas educativos a la simple entrega ritual de información, sino a la educación de la mente, a la ejercitación del arte de pensar, más aún, a resituar el eje de la experiencia educativa, trasladándolo del docente al estudiante, fomentando su autonomía.
En ese contexto es que se empieza a valorar más el desarrollo del pensamiento crítico y la resolución de problemas reales que desafíen la mente de los estudiantes. En ese contexto es que empieza a rescatarse, por ejemplo, la mayéutica socrática, que no estaba dirigida a ofrecer respuestas correctas a las interrogantes de las personas, sino a hacerlas pensar por sí mismas. El actual currículo nacional ha planteado de manera clara y explícita la necesidad de desarrollar competencias a través de metodologías activas, algo que ya estaba en la agenda desde las reformas curriculares de fines del siglo XX. Metodologías que han hecho un recorrido fecundo a lo largo del siglo XX, que han demostrado no solo la solidez de sus fundamentos pedagógicos, sino que han demostrado su eficacia a través de numerosas investigaciones.
Sin embargo, ¿cómo hacerles lugar a este tipo de métodos en el contexto de un sistema que ha automatizado sus funciones bajo un paradigma distinto, uno que no otorga valor al desarrollo del pensamiento ni al fortalecimiento de la autonomía y con el cual se siente muy cómodo?
¿Qué son las Metodologías Activas?
Las metodologías activas se caracterizan por transferir la responsabilidad del aprendizaje directamente al estudiante, en la medida que le permite razonar e investigar por sí mismo. En este enfoque, la actividad del estudiante deriva no de una orden sino de su interés y su compromiso, lo que trasciende la vieja dinámica de recepción y reproducción de información o de acatamiento ciego a secuencias instruccionales. De esta forma se logra un aprendizaje más profundo —porque moviliza diversos procesos mentales y no solo la memoria, más significativo —porque nace de su interés; y también más duradero —porque lo aprendido se conserva en la memoria de largo plazo, posibilitando mayor facilidad para su transferencia a contextos diferentes. Por estas razones, estas metodologías son especialmente apropiadas para el desarrollo de competencias, métodos que la investigación ha demostrado ser altamente valoradas por estudiantes y profesores (Pinedo, 2016).
Algunas de estas metodologías son, por ejemplo, el Aprendizaje Basado en Proyectos, que se enfocan en la solución de problemas reales mediante la creación de un producto de efectividad demostrable. También está el Aprendizaje Basado en Problemas, que aborda problemas de mayor complejidad, reales o hipotéticos, que requieren el diseño no de un producto sino de una alternativa de solución. Asimismo, el Aprendizaje Basado en Indagación se centra más bien en la investigación de problemas reales para su explicación y esclarecimiento. El Aprendizaje Basado en Retos tiene un inicio diferente, porque plantea un tema de debate e involucra a los estudiantes una discusión abierta que va planteando diversas problemáticas asociadas y que deriva en la selección de una de ellas para su resolución. El método de Estudio de Casos, más bien, demanda a los estudiantes una toma de posición respecto de problemas reales que ha sido objeto de una gran controversia, es decir, la adopción de una postura informada.
Pese a sus diferencias, estas metodologías comparten características clave, tales como la puesta en práctica de conocimientos en situaciones reales, el desarrollo de actividades que demandan razonamiento crítico, la gestión autónoma del aprendizaje, la automotivación a partir del interés por resolver el problema y también el trabajo colaborativo entre pares. Como puede apreciarse, sus características no calzan en absoluto con el ritmo ni estilo convencional de enseñanza, porque demandan tiempos más extensos, paciencia y flexibilidad, así como un docente que no dirige a sus alumnos en la manera de afrontar el problema, sino más bien que acompaña y asesora sin decidir por ellos.
En general, las actividades que demandan las metodologías activas pueden clasificarse de tres maneras (Cañal, 1999): en primer lugar, actividades para obtener información (investigar por diversos medios: observar, escuchar, preguntar, leer, recolectar, etc.); en segundo lugar, actividades para trabajar con la información (analizar, organizar, explicar, asociar, inferir, decidir sobre la información recogida); y en tercer lugar, actividades para comunicar información (por diversos canales: orales, escritos, gráficos, audiovisuales). Ocurre que las actividades de segundo tipo son las que exigen una mayor demanda cognitiva al estudiante y suelen ser las que suelen obviarse por dos razones: primero, porque demandan más tiempo; segundo porque aun cuando los docentes hacen el esfuerzo de usar un método activo de manera instintiva, el único objetivo que tienen fijado de manera espontánea en la mente es un contenido de información. Luego, el hecho de que sus alumnos puedan analizar, comparar, discutir o reinterpretar críticamente un contenido está fuera de sus expectativas.
La Importancia de partir de problemas
Un principio fundamental de las metodologías activas es que deben partir de problemas. No obstante, ¿cómo se redacta un problema con intención pedagógica? En verdad no es difícil, pero como toda nuestra tradición pedagógica ha sido fundamentalmente deductiva, no ha formado parte de los hábitos partir de problemas para ejercer la docencia. Luego, redactarlos no resulta fácil de primera intención. Aquí hay una clave: Lester (2012) define un problema como una situación que presenta una dificultad que necesitamos resolver, sin que exista un camino rápido y directo que lleve a la solución. En otras palabras, cuando formulamos un problema describimos una situación difícil que despierta en los estudiantes la necesidad de resolverla y cuya solución debe ser construida por ellos, porque todavía no existe alguna.
En este contexto, la pedagogía introduce el concepto de “situación significativa,” que el Currículo Nacional define en sintonía con la conceptualización de Lester: un problema o desafío capaz de despertar inquietud, curiosidad e interés en los estudiantes. Aclara, asimismo, que se adjetiva como significativa no porque el docente la perciba importante, sino porque los estudiantes puedan percibirla como reveladora o impactante en función a sus intereses y necesidades. ¿Cómo se logra esto? El propio currículo da la pista: porque tiene que ver con los contextos, experiencias y circunstancias del mundo en el que ellos se mueven. Esto hubiera sonado arbitrario y caprichoso hace 40 años, pero hoy tenemos evidencias objetivas suficientes para afirmar algo que el sentido común dejó en claro desde siempre: que la motivación es la fuerza que sostiene el esfuerzo hasta el logro de una meta.
Una situación significativa, entonces, tiene tres características clave: describe con precisión un problema real con las características que describe Lester; un problema que además sea significativo para los estudiantes, capaz de generar un impacto emocional en ellos, estimulando su curiosidad, su interés y su motivación para investigar en diversas fuentes, produciendo el conocimiento que necesitan; un problema, además, abierto, es decir, cuya solución puede adoptar diferentes formas válidas y no una sola.
Cuando los docentes dicen recibir las indicaciones que una situación significativa debe tener sujeto, verbo, contexto, condición, tema, producto, actividad, etc. y que además debe incluir el nombre de la institución educativa y del grado, se entiende por qué les resulta aun más difícil entender qué significa iniciar una experiencia de aprendizaje a partir de un problema, más allá de las formalidades, que parecieran ser lo central.
Partir de problemas para generar aprendizajes profundos, esos que solo se logran movilizando todas las capacidades cognitivas de una persona y no solo el recuerdo, se alinea con la Teoría del Aprendizaje Experiencial, planteada por John Dewey (1997) a inicios del siglo XX. Su teoría postulaba la creación de conocimientos nuevos a partir de experiencias que reten a los estudiantes a pensar e investigar siguiendo la lógica de la ciencia. Experiencias que se afronten reflexivamente, sin temor a la incertidumbre ni al fracaso, que transformen la experiencia en conocimiento mediante la observación reflexiva y la experimentación activa. Esas eran las palabras de Dewey y sus ideas dieron partida nacimiento al método de proyectos.
Los problemas son la piedra angular de la ciencia porque son los que inician una investigación, es decir, experiencias de producción de conocimientos. El propio Albert Einstein afirmaba que “la formulación de un problema es más importante que su solución” subrayando la relevancia de un buen planteamiento para poder llegar a soluciones efectivas. Ahora, notemos algo importante. En la tradición escolar, que el estudiante construya soluciones ha sido siempre algo impensable. Se suponía que las soluciones y explicaciones ya estaban los libros y que se trataba simplemente de que se las aprendan. Eso hace que el concepto mismo de situación significativa resulte difícil de entender por corresponder a otro enfoque pedagógico y a un propósito diferente; y es por eso, además, que se traduce simplemente como la contextualización del tema que toca enseñar, del contenido que toca aprender.
Eficacia de los métodos activos: Evidencias desde la Investigación
La investigación ha demostrado a lo largo del siglo XX la eficacia de las metodologías activas en diversos aspectos del aprendizaje y el desarrollo de los estudiantes (Thomas, 2019). Por ejemplo, está probado que les permiten aprender a construir soluciones a problemas complejos, formulando y refinando preguntas, debatiendo ideas, haciendo predicciones, diseñando planes y experimentos, recolectando y analizando datos, estableciendo conclusiones, comunicando sus hallazgos, generando nuevas preguntas y creando artefactos.
Se fortalecen así sus habilidades para la solución de problemas, permitiéndoles generar sus propias estrategias para la definición del problema, la recopilación de información, el análisis de datos, la construcción de hipótesis y la evaluación. Es por eso que los estudiantes se sienten orgullosos de lograr algo valioso fuera del aula y de contribuir a la escuela o la comunidad. Además, encuentran la experiencia divertida, motivadora y desafiante, asumiendo un papel activo en su selección y en todo el proceso de planificación.
En ese contexto, estas metodologías permiten integrar teoría y práctica, pues tienen la oportunidad de aplicar los conocimientos que investigan para generar soluciones viables a problemas específicos. Asimismo, se fortalecen sus capacidades de aprendizaje colaborativo intercambiando ideas, expresando opiniones, negociando soluciones, complementándose con sus compañeros, aprendiendo a comunicarse eficazmente entre sí, tomando decisiones y gestionando el tiempo de manera autónoma.
No se trata entonces de teorías descabelladas producto de la especulación, de una ocurrencia reciente o de una explosión de entusiasmo sin fundamento en la realidad. Son producto de una maduración de cien años, tiempo suficiente para que su vigencia se sustente en una efectividad demostrada, en evidencias suficientes para ganar un estatus destacado en la pedagogía y para ser recomendadas por las políticas públicas.
Métodos activos y aprendizaje inductivo
Es muy importante tener en cuenta que, en el contexto de las metodologías activas, la resolución de problemas supone la activación de diversos procesos cognitivos, característicos del aprendizaje inductivo, los mismos que hacen posible el aprendizaje profundo. Estos procesos incluyen, por ejemplo, activar la capacidad de recuperar información aprendida previamente de la memoria de largo plazo, allí donde se guarda solo lo significativo; luego, emplearla para entender el significado de los hechos que se están afrontando y descifrar la información que fluye de su análisis, distinguiendo sus aspectos más importantes y conectándolos después de la manera más coherente posible; emplear, además, el conocimiento que se posee y la información que se recoge para encontrarle nuevas posibilidades a la situación; para hacer, finalmente, una evaluación global, emitir un juicio y generar a partir de allí nuevas ideas o soluciones.
John Dewey (1997) propuso, justamente, aprender a partir de problemas, porque es el reto lo que activa la mente; en esa perspectiva afirmaba la necesidad de proponer a los alumnos algo que hacer, no algo que aprender, pues si se trataba de un hacer que exigía pensar, el aprender surgirá de forma natural en ellos. Confucio (551 a.C.-479 a.C.) lo intuyó tres mil años atrás cuando sostenía que se olvida lo que se escucha, se recuerda lo que se ve, pero solo se aprende lo que se hace. Pero se trata entonces de un hacer reflexivo, un hacer que se realiza pensando, no acatando de manera ciega una serie de instrucciones, por eso se propone un hacer que parta de un problema y del reto de crearle una solución.
En síntesis, el aprendizaje inductivo se caracteriza por un proceso en el que los estudiantes investigan, comparten sus hallazgos, discuten intercambiando puntos de vista y llegan a acuerdos, para finalmente utilizar lo aprendido en la elaboración de una respuesta al problema. En este proceso, el estudiante es autónomo, mientras que el docente actúa como mediador entre las posibilidades de los estudiantes y las oportunidades de aprendizaje, es decir, como un tutor que acompaña y da soporte, pero sin reemplazarlos. Los aprendizajes resultantes derivan de una relación cualitativamente distinta con el conocimiento, porque desarrollan la capacidad de analizarlo críticamente, de producirlos y de utilizarlos reflexivamente. Esas tres operaciones son garantía de que el conocimiento adquirido no se olvidará.
Como mencionamos anteriormente, hay una diferencia sustantiva entre el aprendizaje superficial y el aprendizaje profundo. El primero se caracteriza por la memorización mecánica, la repetición de información sin comprensión y el uso de estrategias pasivas. El segundo implica la comprensión, el discernimiento y la conexión de conceptos, la aplicación de la información y el uso de estrategias activas de aprendizaje. Es el que se logra inductivamente.
Entendamos entonces por qué el uso de métodos activos supone caminar despacio, requiere periodos largos, además de paciencia y perseverancia. El aprendizaje superficial, dadas las características del sistema educativo y los parámetros de la cultura escolar, ofrece la ventaja de la rapidez y, si acaso ese es nuestro bien mayor, a las metodologías activas no se le abrirán jamás las puertas del aula. A menos que se les distorsionen y se les reduzcan –como se observa usualmente— a secuencias instruccionales que terminen en un resultado común y en un plazo muy acotado, conservando apenas su nombre.
Daniel Kahneman (2011) describe dos sistemas de pensamiento que influyen en el modo de procesar la información característicos del cerebro humano: el sistema 1 (Intuitivo), es rápido, automático, emocional, opera sin esfuerzo y se basa en asociaciones y experiencias pasadas; y el sistema 2 (Racional), que es deliberado, lógico, analítico, requiere esfuerzo y concentración consciente. El Sistema 1 es útil en situaciones cotidianas o sumamente críticas, pero puede llevar a errores y sesgos, mientras que el Sistema 2 es más preciso y adecuado para resolver problemas complejos y tomar decisiones importantes. El uso de metodologías activas requiere que los estudiantes activen el sistema 2, es decir, que piensen despacio. Lo común, sin embargo, es proponer tareas a los estudiantes que les demanden rapidez, anteponiendo el plazo al aprendizaje.
Etapas de los métodos activos
La implementación de metodologías activas implica una serie de etapas clave en el proceso, donde los estudiantes actúan de forma autónoma con el acompañamiento del docente, quien jugará un rol activo pero no protagónico; y donde diversas competencias concurrirán por resultar indispensables a las acciones de cada momento:
- Plantear y analizar el problema: Los estudiantes analizan el problema o desafío desde sus saberes previos, considerando causas, consecuencias y posibles soluciones, y contrastando diferentes puntos de vista. Para hacer esto, las competencias que permitirían hacerlo bien son, por ejemplo, la comunicación oral, la comprensión lectora, la convivencia, la indagación con métodos científicos y, naturalmente, la gestión autónoma del aprendizaje. El rol del docente en esta etapa puede ser aportar un método de discusión, facilitar la conversación, formular preguntas socráticas para estimular la reflexión profunda, además de observar el progreso de los estudiantes.
- Planificar la acción y organizarse: Los estudiantes acuerdan un plan de trabajo, definiendo etapas, roles, tareas, recursos y tiempos para la recolección de información e indagación. En esta etapa pueden ser necesarias, nuevamente, las competencias de comunicación oral, de comprensión lectora, de convivencia, de indagación con métodos científicos y de gestión autónoma del aprendizaje. El docente puede apoyar esta fase aportando un método de planificación, facilitando la conversación, formulando preguntas socráticas y observando el progreso de los estudiantes.
- Ejecutar la investigación: Los estudiantes buscan, seleccionan, verifican y analizan información de diversas fuentes para elaborar y validar el producto o la propuesta final. Las competencias implicadas pueden ser, nuevamente, son las comunicativas, la de convivencia, la de indagación con métodos científicos e incluso la de resolución de problemas cantidad y de gestión de datos. El docente puede contribuir aquí aportando técnicas de investigación, facilitando técnicas de recolección y organización de datos, formulando preguntas socráticas y, siempre, observando el progreso de los estudiantes.
- Elaborar la propuesta: Los estudiantes utilizan la información recopilada y los acuerdos alcanzados para elaborar el producto o las conclusiones y propuestas, según la metodología activa empleada. Esta etapa demanda otra vez las competencias comunicativas, indispensables a lo largo del proceso, al igual que la de convivencia, la de indagación con métodos científicos y la de gestión autónoma del aprendizaje. El docente puede apoyar este proceso aportando un método de análisis, facilitando la discusión, formulando preguntas socráticas y observando el progreso de los estudiantes.
- Presentar informe y evaluar: Se presenta un informe que explica el resultado y el sustento de la indagación, incluyendo un balance del proceso y la autoevaluación y coevaluación del desempeño. Las competencias necesarias ahora serán nuevamente las comunicativas, la de convivencia, la de indagación con métodos científicos y la de gestión autónoma del aprendizaje. El docente puede aportar procedimientos, por ejemplo, para la elaboración de informes, facilitar la autoevaluación, formular preguntas socráticas e, infaltablemente, observar y anotar el progreso de los estudiantes.
Es importante destacar dos cosas. En primer lugar, el tipo de problema que se plantee para iniciar el proceso puede hacer necesarias otras competencias, además de las mencionadas; y, en segundo lugar, el empleo de estas metodologías puede ser gradual, comenzando con problemas estructurados que proporcionan toda la información necesaria y guían al estudiante paso a paso, avanzando en una siguiente ocasión hacia problemas semiestructurados donde se comparte la responsabilidad de la búsqueda de información; para, finalmente, llegar a problemas abiertos que exigen al máximo la capacidad de investigación y elaboración autónoma del estudiante.
Modelos pedagógicos y metodologías activas
En la práctica docente, no es común distinguir los tipos de metodologías que se emplean ni los enfoques de los que se desprenden, porque la tradición ha normalizado un tipo de procedimiento para la enseñanza que parece haber existido siempre, como parte natural del paisaje del aula, tal como la conocemos hasta hoy: un tema y una secuencia de actividades que conducen ineluctablemente a una idea, una información o un concepto considerado correcto e indiscutible, además de un profesor que vigila y controla que todos hagan las cosas tal como se les indicó. Obviamente, hay una teoría implícita allí, es decir, que no está en el plano de la consciencia, pero que es fácilmente reconocible si recordamos los parámetros conceptuales del conductismo: el método de instrucción programada (Sibaja, 2002).
Las preguntas que surgen inevitablemente son: ¿es acaso el único método posible para generar aprendizajes?, ¿ese método en particular sirve para lograr toda clase de aprendizajes? En ambos casos, la respuesta es un rotundo no.
Este método, al igual que el de instrucción directa, muy conocido por todos nosotros, derivan de modelos llamados hetero-estructurantes (De Zubiría, 2006), que se caracterizan por diseñar absolutamente todo el proceso de aprendizaje por fuera de los estudiantes, es decir por el docente, sin intervención de los alumnos. A ellos solo les toca acatar la secuencia establecida por el profesor. El modelo instruccional hegemonizó en los sistemas desde el inicio y el conductista durante la primera mitad del siglo XX.
Las llamadas metodologías activas, en cambio, derivan de modelos pedagógicos muy distintos, llamados auto estructurantes, como el modelo humanista de Carl Rogers (García, 2014) y el modelo constructivista, que emergen en la segunda mitad del siglo XX y que, por el contrario, se centran en los sujetos que aprenden, quienes son los que diseñan autónomamente del proceso de aprendizaje desde su propia reflexión y discernimiento (Gardner, 1985).
Se entenderá que se trata de modelos contrapuestos que no pueden conciliarse. Es por eso que llevar un método activo al modelo hetero-estructurante significa quitarles la autonomía a los estudiantes y devolverle el protagonismo al docente. En otras palabras, destruir el método y anular su efectividad para el propósito que fueron creados.
¿Esto significa que la instrucción directa o la instrucción programada deberían ser descartadas? No, de ninguna manera. Son métodos útiles para lograr objetivos puntuales desde una lógica de reforzamiento o soporte durante el proceso de aprendizaje, pero no son útiles para desarrollar competencias, que son aprendizajes más complejos que no se logran en el corto plazo ni por los mismos procedimientos. Puede haber complementariedad, pero no pueden confundirse ni creer que uno solo es suficiente para lograr cualquier clase de objetivo.
Conclusiones
Como hemos venido insistiendo, las metodologías activas representan un cambio paradigmático en la educación. Durante siglos la enseñanza ha estado centrada en el docente, considerado el protagonista natural del proceso de aprender. El desarrollo de competencias supone una enseñanza centrada en el estudiante, concediéndole un papel mentalmente más activo y protagónico en la construcción del conocimiento. Es por eso que estas metodologías fomentan la autonomía, el pensamiento crítico, la colaboración y la capacidad de resolver problemas en contextos reales. Estamos en siglo XXI, el mundo es otro, pero el sistema parece estar ciegos y tanto las escuelas como la antigua cultura escolar en la que se sostiene tienden a funcionar en automático dando continuidad a la tradición, de espaldas al tiempo histórico, a pesar de los esfuerzos de reforma de los últimos 30 años.
Hemos insistido en cómo la investigación respalda la eficacia de estos enfoques, para salir al paso de quienes pueden objetarlas despectivamente como teorías ajenas a la realidad. Su impacto positivo en el desarrollo de competencias y habilidades cognitivas de orden superior está ampliamente demostrado. No obstante, enfrentan barreras formidables en la sociedad del cansancio en la que se han convertido los sistemas, dominados por la prisa y el cumplimiento, por la presión y la uniformización de los procedimientos. El propio sistema prescribe los métodos activos, están en el currículo y en las normas posteriores, se lanzan programas oficiales de formación docente en el uso de estos métodos, pero la dinámica cotidiana de gestión de las escuelas es apabullante y camina en dirección contraria.
Esta es la contradicción que debemos enfrentar, con vigor y perseverancia, en nombre de las generaciones que actualmente se educan en las aulas. Niñas, niños y jóvenes que, a 24 años de iniciado el presente siglo, siguen esperando oportunidades para aprender lo que requieren para moverse en las complejidades y riesgos de la sociedad actual, no para repetir nuestros los errores de nuestra generación, sino para superarlos.
Lima, marzo de 2025
REFERENCIAS
Cañal de León, P. (1999). Investigación escolar y estrategias de enseñanza por investigación. Investigación en la Escuela, (38), 15-36.
Dewey, J., Llavador, J. B., & Llavador, F. B. (1997). Mi credo pedagógico. León: Universidad de León.
De Zubiría Samper, J. (2006). Los modelos pedagógicos: hacia una pedagogía dialogante. Coop. Editorial Magisterio.
García, M. (2014). Desarrollo humano y el enfoque centrado en la persona. Boletín Científico de la Escuela Superior Atotonilco de Tula, 1(2).
Gardner, H. (1985). La nueva ciencia de la mente: Historia de la revolución. Buenos Aires: Editorial Paidós.
Han, B. C., Arregi, A. S., & Ciria, A. (2012). La sociedad del cansancio (Vol. 13). Barcelona: Herder.
Kahneman, D. (2012). Pensar rápido, pensar despacio. Debate.
Lester, F., Bastos, A. & Allevato, N. (2012). Por que o ensino com resolução de problemas é importante para a aprendizagem do aluno? Why is teaching with problem solving important to student learning? 2.
Pinedo González, R., Caballero San José, C., & Fernández Rodríguez, A. M. (2016). Metodologías activas y aprendizaje por competencias en las enseñanzas de grado.
Sibaja, E. L. (2002). De la instrucción programada a las simulaciones: del aprendiz como receptor pasivo al aprendiz como constructor de sus conocimientos.
Thomas, M., Thatcher, N., Goldschmidt, J., Ohe, Y., McBride, H. J., & Hanes, V. (2019). Totality of evidence in the development of ABP 215, an approved bevacizumab biosimilar. Immunotherapy, 11(15), 1337-1351.