Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Son numerosas las voces que reclaman con urgencia la necesidad de organizar de otra manera al Ministerio de Educación. Se argumenta que su estructura actual -diseñada a fines del siglo XX- ya no le permite cumplir bien sus funciones ni afrontar los nuevos desafíos. No les falta razón. El exministro Martín Benavides elaboró una propuesta para una nueva Ley de Organización y Funciones, no sabemos si el actual ministro Ricardo Cuenca la retomará o reformulará, pero ya antes la exministra Patricia Salas en el 2012 llegó a presentar una al congreso que no pasó al pleno. Es decir, conciencia de la necesidad y voluntad de reorganización, ha habido.
Si hablamos de la educación básica, ¿cuánto aporta un proyecto como este a la preocupación por los aprendizajes, tan acentuada hoy por el cierre de las escuelas? En principio, su aporte debería ser crucial, si acaso allana el camino a un rol más coherente y cohesionado entre sus distintas áreas. En los hechos, sin embargo, va a depender mucho de la correspondencia entre los cambios propuestos y los nudos más críticos que han venido amarrando la posibilidad de políticas más articuladas y efectivas en ese terreno.
Esa es, precisamente, la cuestión: desde que visión de los resultados finales y de los problemas que obstaculizan la posibilidad de que el sistema gane mayor eficacia en su misión de producir aprendizajes para el siglo XXI se proponen los cambios. Pongamos a un lado la necesidad de un viceministerio de educación superior, un ámbito tan importante como el de la educación básica cuya dimensión lo amerita desde hace tiempo, así como la de poner fin a esa absurda distinción entre gestión pedagógica e institucional, que ha separado con alambre de púas dos mundos que nunca debieron divorciarse ni pensarse como procesos divergentes. Ambas cosas son necesarias, pero largamente insuficientes.
Rectoría: ¿Qué debemos entender por eso?
Desde mi punto de vista, la clave de una reestructuración pasa por discutir el significado que estamos atribuyendo a su rol rector. Se discute el obstinado afán de diversas gestiones ministeriales por intervenir directamente en la ejecución de políticas, reemplazando a las instancias y agentes que están en el territorio, y desplazando a los gobiernos regionales de esa responsabilidad. No obstante, lo que percibo es que la opción opuesta, que le propone no salirse del rol de diseñar, regular, conducir, supervisar y evaluar políticas educativas, sin intervenir en la implementación, tiene un dudoso impacto en la realidad. Hemos sido testigos de lo primero y también de lo segundo. Las prácticas centradas en regular, supervisar y evaluar han tenido en los hechos un impacto escaso, relativo, tenue, cuando menos en el ámbito de los aprendizajes que -aunque suene ocioso recordarlo- es la razón de ser de esta institucionalidad.
Pero el dilema no consiste en ser ejecutor directo o limitarse a normar y supervisar. Tampoco se reduce al hecho de confiar o no confiar en las capacidades regionales para asumir protagonismo en la implementación. La cuestión es bastante más compleja y tiene como punto de partida una pregunta elemental: ¿tenemos una visión compartida sobre los resultados que constituyen hoy la nueva misión del sistema, así como sobre los problemas y desafíos que comprometen su efectividad para lograrlos? Si no hay acuerdo en la respuesta, no importa quién norme o ejecute, la pelota no entrará al arco.
Y no hay acuerdo en la respuesta. Más allá de lo que dicen los papeles, no lo hay al interior del Ministerio de Educación ni entre las instancias nacionales, regionales y locales de gestión, lo que significa que no hay forma de obtener los resultados esperados, pues cada agente -formuladores, planificadores, decisores, gestores, operadores, administradores y los propios docentes- actúa en los hechos en función de sus propias expectativas.
En efecto, para algunos, la efectividad que se necesita ganar se remite al objetivo de mejorar los resultados de las evaluaciones censales en comprensión lectora y matemática; otros la remiten a la mejora de la infraestructura y los servicios; otros concentran su expectativa en una mayor descentralización; y otros la colocan en la posibilidad de asignar mayores recursos materiales, humanos y financieros a servicios prioritarios. Sin duda, son objetivos importantes, pero ¿qué consecuencia se espera que todo eso tenga en la posibilidad real de formar una generación capaz de moverse reflexiva y proactivamente en los escenarios actuales y futuros? Como esa pregunta pertenece a la supuesta «caja negra» del aula, ya no la respondemos y la derivamos a los especialistas en esos temas menudos. En otras palabras, si no todos tenemos la misma consciencia de los supuestos ni de la cadena lógica de acciones que conducen a un mismo resultado, es porque no tenemos una visión compartida de ese resultado.
El sentido organizador de la misión
Ocurre que el concepto de misión para un sistema es extremadamente importante, porque todo, absolutamente todo, se organiza necesariamente en función de ella. Hace algunos años, un alto oficial de la Marina de Guerra contó en una rueda de amigos lo que le sucedió cuando lo designaron capitán de un submarino. Nunca había estado al frente de un submarino y el nombramiento lo dejó desconcertado. El día que lo presentaron a toda la tripulación, la expectativa por escucharlo era evidente, necesitaban saber cuál iba a ser su encuadre y su estilo de conducción. El problema, nos confesó, es que no sabía en ese momento por dónde empezar. Entonces se le ocurrió algo: les pidió que anoten en un pedazo de papel cuál era la misión del submarino. Así lo hicieron. Cuando empezó a leer uno a uno y en voz alta los papelitos que le entregaron, comprobaron con asombro que no había dos misiones iguales. Todas las formulaciones eran distintas. Y así fue como su primera medida consistió en ponerse de acuerdo en lo más elemental: el sentido último de su presencia y su rol en esa nave.
Ocurre que la misión articula las partes de un sistema del modo más coherente posible para garantizar su cumplimiento en cualquier circunstancia, siendo que todas las funciones que cumplen cada una de ellas resulten estrictamente complementarias. Es lo que hace todo sistema vivo. Luego, necesitamos preguntarnos: ¿cuál es la misión del sistema educativo peruano y en particular del Ministerio de Educación?, ¿cómo se ajusta a la visión de sus resultados finales?, ¿tienen todos los directamente implicados en la gestión del sector un acuerdo básico al respecto?, ¿está la institución organizada internamente en función de ella?
Naturalmente, las generalidades no ayudan y solo sirven para esconder los desacuerdos. Decir, por ejemplo, que la misión es asegurar la calidad y la equidad de la educación o el desarrollo integral de todos los peruanos, es casi tan preciso como decir que su propósito es contribuir a la paz mundial. Pero decir que eso ya está resuelto en la Ley General de Educación y no vale la pena ocuparse nuevamente de eso, tampoco ayuda, pues es una manera de decir que la misión es solo una cuestión declarativa, no un referente que cohesiona, subordina y delimita cada una de nuestras acciones y decisiones.
El nuevo horizonte de los sistemas se trazó hace veinte años
No es cuestión de opinión. El Perú y la mayor parte de países del sistema de Naciones Unidas replanteó sus objetivos educacionales en el umbral del nuevo siglo, convencidos de que seguir difundiendo conocimientos -ahora disponibles para todos por múltiples medios- era inútil e improductivo. Se consensuó la necesidad de dar a las nuevas generaciones la oportunidad de aprender ya no a repetirlos sino a utilizarlos con inteligencia para afrontar los desafíos que traían los nuevos escenarios.
Pero había un detalle. Ese viraje en los propósitos no equivalía a repintar la casa ni a cambiar los muebles de lugar, ni siquiera a construir una habitación nueva o a suprimir la reja del jardín. Suponía mudarse. Se necesitaba una arquitectura diferente del sistema. Es decir, constituía una ruptura frontal de una tradición de más de dos siglos y replanteaba absolutamente todo: perspectivas, roles, procedimientos, organización, procesos. Sin embargo, como las mudanzas son onerosas, para no hacerse cargo de cambios de esa envergadura, muchos países simplificaron el desafío. Redujeron el objetivo a la mejora de la alfabetización lectora y matemática de los estudiantes; y circunscribieron la demanda de cambio a un tema metodológico. Luego, ya no era todo el sistema el que debía sentirse interpelado, sino solo el área encargada de los temas pedagógicos y, claro, de la «caja negra» del aula.
En ese grupo ha estado el Perú. La consecuencia es muy grave, porque ahora muchos creen que la efectividad del sistema se mide básicamente por el progreso en esas dos áreas y, peor aún, que los desempeños docentes e institucionales que se consideran necesarios para progresar en ellas o en otras más no implican mayores sobresaltos al sistema, pues se resuelven fácilmente con regulaciones, supervisión, incentivos y sanciones.
Linda Darling-Hammond (2001) sostiene que «aunque aspectos como los estándares, la financiación y la gestión son soportes esenciales, el sine qua non de la educación es si los profesores son capaces de conseguir que todos y cada uno de los diferentes alumnos accedan a aprendizajes relevantes». Y esos aprendizajes, justamente, tienen que ver con la capacidad de las personas para emplear conocimientos diversos de manera reflexiva para afrontar y resolver problemas con autonomía. Saber leer y calcular, como advertía Tedesco (2000), hoy no aseguran a nadie su ingreso en el ciclo productivo, pues las tareas que solo requieren alfabetización básica ya se están automatizando y son además las que peor se remuneran.
El problema es que las dos características básicas de los nuevos aprendizajes, reflexión crítica y autonomía en el afrontamiento de retos, han encontrado barreras formidables en la cultura escolar hegemónica, que desconfía de las capacidades de razonamiento de los estudiantes y que percibe la autonomía como un riesgo y un factor de desestabilización. Cuando se toman decisiones de política educativa desde la creencia de que el aula es una caja negra y que lo fundamental de la mejora pasa, precisamente, por donde Linda Darling-Hammond dice que no pasa –gestión, estándares, supervisión, financiación– esas barreras pasan desapercibidas y se asume que, en todo caso, se resuelven con medidas de presión y control.
Lo que hay que derribar para poder reconstruir
Michael Barber y Mona Mourshed (2008) nos presentaron abundante evidencia de que los sistemas educativos con más alto desempeño en el mundo emprendieron reformas exitosas mejorando su efectividad, no desde la percepción del aula como una indescifrable caja negra, sino todo lo contrario. Ellos reconocen que «la única manera de mejorar los resultados es mejorando la enseñanza: el aprendizaje ocurre cuando alumnos y docentes interactúan entre sí. Es por ello que mejorar el aprendizaje implica mejorar la calidad de esta interacción».
Pero las nuevas interacciones suponen desaprendizajes costosos que son su condición de viabilidad. Desaprendizajes que, desde una mirada prescriptiva del cambio, no suelen percibirse como un problema. Por mencionar solo tres: dejar de percibir el aula como una entidad homogénea para reconocer su diversidad y adecuarse a ella; dejar de percibir a niños, niñas y adolescentes como sujetos deficitarios para confiar en sus posibilidades de aprender reflexivamente; dejar de percibir el error como señal de fracaso para permitir a los alumnos aprender con autonomía desde una lógica de ensayo error.
Una revisión de los resultados del Monitoreo de Prácticas Escolares de la Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica (OSEE) del Minedu, para no mencionar otras fuentes, nos revela que hay dos realidades que conviven: la que dibujan las normas y se prescriben en cada taller o visita de supervisión, y la que se observa en las aulas o detrás de las pantallas de la educación remota. La cultura normativa que impregna el sector, en general, hace que los ojos estén puestos sobre todo en la idealidad del comportamiento deseable para docentes, directivos y gestores; antes que en la acentuada heterogeneidad de visiones, comprensiones y enfoques que animan las prácticas de estos actores. Varias de las premisas básicas que sustentan la apuesta por los nuevos aprendizajes aún no forman parte de las certezas en la que basan su rol y siguen siendo traducidas de forma libre y arbitraria en todas las instancias del sistema.
Barber y Mourshed (2008) afirman que una condición necesaria para que ese cambio se produzca en las aulas es un currículo que plantee altas expectativas de logro y procedimientos que hagan posible que eso sea lo que en verdad se enseñe y se aprenda en todas las escuelas. Lo primero lo tenemos. Lo segundo pasa por asegurar a todas las instituciones educativas del país los recursos, el personal y las oportunidades que necesitan para lograr ese resultado. Solo que hacer esto último se vuelve difícil cuando la organización rectora quiere hacer todo por sí misma o cuando cree que se debe limitar a normar, financiar y supervisar. Y ambas cosas no funcionan porque se hacen desde visiones sumamente diversas respecto del resultado final que se necesita obtener y de los medios que lo garantizan.
Las preguntas que deberían guiar el cambio
En efecto, ¿cuál es, de arriba abajo, el encadenamiento de procesos que hace posible el genuino desarrollo de las competencias del siglo XXI y cuáles son los cambios organizacionales que lo hacen posible? ¿Cómo unificamos la feria de visiones diversas que anida el sistema sobre los resultados más importantes que constituyen su misión? ¿Cómo revertir el reduccionismo de su misión principal a la misión particular de cada área y oficina que lo constituye, desde lo nacional hasta lo local? ¿Cómo tendría que reorganizarse el sistema educativo y su instancia nacional para hacer posible que las interacciones en las aulas tomen distancia del esquema legado por el siglo XIX? ¿Cómo deben articularse para hacer que esas interacciones evolucionen y alcancen los estándares que exige la formación de ciudadanos pensantes y resolutivos?
La clave de la rectoría, a mi juicio, está en la tarea de construir acuerdos básicos sobre las respuestas a estas preguntas, primero, al interior de las diversas áreas del Ministerio de Educación, segundo, con las instancias regionales y locales del sistema. Estos acuerdos sobre la visión, la misión y los procesos básicos que se requieren para cumplirla, son los que van a permitir una real articulación y complementariedad de esfuerzos e iniciativas, porque tendrán un norte común y bastante más preciso que el enunciado de un concepto o de un principio. Luego, además de diseñar, regular, financiar, supervisar y evaluar, la rectoría debería suponer también la función de concertar, informar, articular y, sobre todo, liderar, es decir, la de representar, influir y cohesionar.
Esto supone, naturalmente, no desentenderse sino acompañar los procesos de implementación de las políticas, así como empoderar a los actores locales y regionales alrededor de una visión realmente compartida de medios y fines. Si se va a replantear la organización, hagamos que esa función sea viable.
Hacer una reforma como esta a escasos meses de las elecciones generales es arriesgado, pero si creemos que hay condiciones para una reforma profunda de sus estructuras y de su cultura organizacional, entonces vamos por más.
Lima, 9 de diciembre de 2020
REFERENCIAS
Barber, Michael y Mourshed, Mona (2008). Cómo hicieron los sistemas educativos con mejor desempeño del mundo para alcanzar sus objetivos. Mckinsey &Company. PREAL.
Darling-Hammond, Linda (2001), El derecho de aprender: crear buenas escuelas para todos. Barcelona, Editorial Ariel SA.
Ministerio de Educación (2017), Monitoreo de prácticas escolares. Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica. Unidad de Seguimiento y Evaluación.
Tedesco, Juan Carlos (2000), Educar en la sociedad del conocimiento. México, Fondo de Cultura Económica.