Joaquín Sánchez Mariño / La Nación
Era 2007. La gente que entraba a la sala mayor de la Biblioteca Pública de Nueva York se encontraba con un enorme exhibidor que mostraba, de una punta a otra del salón, un largo rollo de papel mecanografiado. Eran los 36 metros del manuscrito original de On the Road, la novela emblemática de Jack Kerouac y de toda la generación beat.
La forma del manuscrito no era caprichosa. Kerouac había elegido cuidadosamente el método que lo llevó a terminar su novela en tres semanas: decía que, como en el jazz -la música que escuchaba-, él también necesitaba fluir con la escritura, ir por el texto como van lo músicos por las melodías, sin saber cuándo será el final o el comienzo. Necesitaba encontrar un modo material de escritura que no lo obligara a detenerse al término de cada página para sacarla y colocar otra. Entonces inventó lo del rollo, que le permitía largas sesiones de escritura ininterrumpida, capítulos como movimientos, fragmentos de una larga jam de escritura, con jazz sonando en su habitación.
De las relaciones que puede tener la literatura con la música, esta es acaso una de las variantes más interesantes: cuando intenta adoptar su forma, su método, su morfología de composición. Haciendo el razonamiento inverso, si hubiera que comparar al jazz con un estilo de libro, ¿con cuáles sería? Dice Beatriz Sarlo que la mejor literatura es sin compromiso de investigación, que los libros que más te rompen la cabeza son los que no entendés. En ese aspecto, la relación con el jazz podría ser parecida: parte de su encanto radica en que la improvisación nos libra del compromiso de entendimiento, es decir: disfrutarlo no requiere investigación. Sus recursos, además, son siempre variables. En ese aspecto, el jazz sería la música de los libros irrepetibles.
Haruki Murakami parece saber esto. Su escritura nació, de hecho, casi al mismo tiempo en que él se puso un bar de jazz en Tokio: el Peter Cat, que manejó entre 1974 y 1981 junto con su mujer. “Tocábamos jazz todo el tiempo, y los fines de semana teníamos presentaciones de jóvenes bandas locales. Mantuve el club así durante casi siete años. ¿Por qué? Por una simple razón: así podía oír jazz de la mañana a la noche”, cuenta. Muchas de sus canciones favoritas, mencionadas como talismanes en sus obras, se pueden rastrear en las varias playlists que hay con su nombre en Spotify o YouTube.
Pero, ¿logra su obra capturar ese espíritu de lo irrepetible? ¿Puede alguien transpolar los componentes básicos de un arte a otro? Ya Borges, en su poema a Johannes Brahms, imaginaba que no: “(…) Mi servidumbre es la palabra impura,/ vástago de un concepto y de un sonido”, escribía. Murakami en cambio busca otro tipo de sociedad: se nutre del jazz como del alimento, como también lo hace de salir a correr por Hawái; pero no busca replicarlo. El jazz, la música toda, es apenas aquello que viene a despertar a sus personajes.
En Al sur de la frontera, al oeste del sol, Hajime está muchas veces sentado a la barra en su bar de jazz. Es Tokio a fines de la década del 70. Su amor de la infancia volvió a aparecer en su vida y volvió a irse. Él ya no quiere escuchar The Star-Crossed Lovers, de Duke Ellington. “La razón por la cual no quería escuchar más aquella melodía no era porque me recordase a Shimamoto, sino porque ya no me conmovía como antes”, dice. “Aquella sensación especial que había encontrado durante tantos años en esa canción se había desvanecido, se había perdido. Seguía siendo una hermosa melodía. Pero nada más. Y a mí no me apetecía escuchar una vez tras otra una hermosa melodía que era, en sí misma, un cadáver.”
Algo parecido, a la inversa, le pasa a Toru Watanabe, el narrador de Tokio Blues. Apenas su avión empieza a aterrizar sobre Alemania, comienza a sonar Norwegian Wood. Entonces, algo en él se des-cadaveriza, vuelve a sentir una vez más lo que cada vez con la canción de los Beatles, a recordar todo lo que perdió. No se agotan ahí los momentos en los que la música funciona como epifanía de lo que sus personajes deben sentir. Antes aun, en Escucha la canción del viento, la primera novela de Murakami, es un locutor de radio quien le pregunta al personaje si recuerda a una chica a partir de California Girls, de los Beach Boys. La música es siempre un talismán que convoca, cuando no lo fantástico, lo emotivo. Es que en Murakami, las melodías vienen a revelarles algo a sus narradores. Son personajes que operan en la historia. Pero otra vez, son sólo referencias, nunca dadores de ritmo.
“No conocía a nadie que pudiera enseñarme a escribir, ni amigos con quienes charlar sobre literatura -dice Murakami en Jazz Messenger, un ensayo que publicó en The New York Times-. Lo único que pensaba era en que sería formidable que yo pudiera escribir como si estuviera tocando un instrumento. Tocaba el piano desde pequeño, y podía leer bastante música para seleccionar una melodía simple, pero no tenía el tipo de técnica para convertirme en un músico profesional. Sin embargo, dentro de mi cabeza sentía a menudo cómo mi propia música se arremolinaba alrededor de mis ideas, formando ricas y poderosas oleadas. Me preguntaba si era posible transferir esa música a la escritura. Así fue como mi estilo empezó a formarse”. Sus novelas y, sobre todo, sus cuentos, también apelan a este vínculo. Sin embargo, a diferencia de Kerouac o de Cortázar en Rayuela, el encuentro es otro. Morfológicamente hablando, el único libro que responde a los métodos y a la forma del jazz es quizá Sauce ciego, mujer dormida, volumen de cuentos en los que, además de reflexionar sobre el arte de escribir, Murakami ensayó la técnica de la improvisación, dejando que fuera el argumento el que lo guiara a la forma final de cada cuento.
“Tanto en música como en ficción lo más importante es el ritmo”, sigue en Jazz Messenger. “Tu estilo necesita tener buen ritmo, ser natural, constante, o la gente no terminará de leer tu trabajo. He aprendido la importancia del ritmo a través de la música -y principalmente del jazz-. Luego viene la melodía -lo que en literatura significa el orden apropiado de las palabras para mantener dicho ritmo-. Si la manera en que las palabras marcan el ritmo es suave y hermosa, no puedes pedir nada mejor. Después viene la armonía -el sonido mental que sostiene a las palabras-. Y finalmente está la parte que más me gusta: la improvisación. A través de algún conducto especial, la historia viene manando hacia fuera libremente desde adentro. Todo lo que tengo que hacer es conseguir estar dentro de ese flujo.”
Hay novelas que se leen fácil, que van carreteando entre hechos sencillos y observaciones de aparente complejidad. El tratamiento del azar en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera; la soledad en Isabel Allende; el erotismo en las sombras de Grey. Roberto Bolaño atribuía el éxito de este tipo de novelas (y las de algún escritor de aventuras, también), a su legibilidad. Novelas de fácil comprensión que dan la impresión de profundidad. Novelas por las que el lector no trabaja.
Haruki Murakami, aunque a veces se lo confunda, dista de este batallón. Sus novelas son leídas con éxito y su prosa es sencilla, cierto, pero su mecanismo es otro. Es decir, su legibilidad es atributo, no esencia.
Las novelas demasiado legibles son como una lámpara de techo de luz blanca, una lámpara triste, un foquito espiralado de bajo consumo que se enciende y monta luz pero nunca sueño, muestra las cosas como esqueletos, radiografías de lo que hay, pero nunca las pinturas de lo que podría haber. La literatura, en cambio, debiera ser un velador, una luz de pie elegida con cuidado en el mercado más moderno del shopping, una linterna que no alumbra las cosas pero sí, tal vez, los rincones. Murakami representaría más bien la tercera posición, el dímer posible dentro de la literatura. Es decir: luminaria de techo que permite regular la intensidad, que da, en ocasiones, calidez, erotismo.
“Prácticamente, todo lo que sé sobre escribir lo he aprendido de la música. Y aunque suene paradójico decirlo, si no hubiera estado obsesionado con la música, nunca me habría convertido en novelista. Sea como fuera, casi 30 años después, lo mucho que continúo aprendiendo sobre escribir proviene de escuchar buena música. Mi estilo está profundamente influenciado por Charlie Parker; sus repetidos y sincopados acordes a los que F. Scott Fitzgerald se refería como una prosa fluyendo elegantemente“, dice y revela, ahí, uno de sus principales atributos: sabe, en cada instante, cómo la belleza afecta a su propia vida, cómo actúa la música en relación con todas las otras cosas del mundo. Y así, lo que dirige a sus narradores no es la originalidad de los pensamientos, sino la sensibilidad.
El jazz es una música egoísta. Hecha por el músico para el músico, no espera tanto el aplauso como sí la emoción, la sorpresa o el éxtasis. Es un arte antes de recorrido que de resultado. Estructuralmente hablando, en las novelas de Murakami suele suceder igual: sus historias no sostienen la tensión en la intriga del final sino en el tránsito que viven los personajes. En ese aspecto, quizá sea en Crónica del pájaro que dio cuerda al mundo donde más se evidencia esta vocación por avanzar hacia los costados más que para adelante. En un momento, el protagonista entra en un pozo y durante páginas y páginas la novela no avanza más que dentro de ese pozo. No hay tránsito físico, sí emocional y metafísico: el hombre se empieza a adentrar en un mundo de fantasía donde, ahí sí, cualquier cosa puede pasar.
“El ritmo es lo más importante porque es la magia, lo que invita a la audiencia a bailar y lo que yo quiero son lectores que bailen con mis palabras. No quiero que entiendan mis metáforas ni el simbolismo de la obra, quiero que se sientan como en los buenos conciertos de jazz, cuando los pies no pueden parar de moverse bajo las butacas marcando el ritmo”, dijo hace poco en una entrevista con La Nación. Para él, agrega en esa misma entrevista, un buen libro es el que deja transformado a su lector. ¿Cómo hacerlo? Lo ensaya al término de su artículo en The New York Times: “Uno de mis pianistas favoritos de todos los tiempos es Thelonius Monk. Cuando alguien le preguntó cómo había hecho para obtener aquellas certeras melodías que le arrancaba al piano, Monk, apuntando al teclado, dijo: «No puede haber ninguna nueva nota. Cuando miras el teclado, todas las notas ya están allí. Pero si persigues el medio de una nota lo suficiente, la nota sonará diferente. ¡Entonces conseguiste escoger las notas que realmente importan!». Frecuentemente recurro a estas palabras cuando estoy escribiendo, y me digo “Esto es verdad. No hay ninguna palabra nueva. Nuestro trabajo es obtener nuevos significados e insinuaciones especiales de palabras absolutamente ordinarias. Encuentro este pensamiento tranquilizador. Significa que vastos y desconocidos horizontes todavía yacen frente a nosotros, como territorios fértiles esperando que los cultivemos”. Se entiende el tributo: la música es aquello que lo ha transformado a él. Si no fuera por el jazz, Murakami podría haber sido aquel foquito espiralado.
Fuente: La Nación / Buenos Aires, 06 de noviembre de 2016