En la Grecia de los primeros años de era cristiana, matar a una persona estaba absolutamente justificado si se trataba de un judío que se había convertido al cristianismo, si la sorprendían ingresando a un templo pagano, si practicaba la adivinación, si les vendía hierros a los bárbaros, si hacía uso indebido del agua de los acueductos o si se trataba de un recaudador que estaba cobrando impuestos indebidos, entre otras causas.
En la edad Media europea, también era lícito matar a una persona si se trataba de un hereje, un pecador o un delincuente, por ejemplo, si falsificaba monedas, si daba falso testimonio en un juicio, si era un asaltante o un ladrón de Iglesias o si cometía adulterio. A fines del siglo XIII la autoridad estaba autorizada a matar a una persona decapitándola si se trataba de un aristócrata; quemándola viva si se le acusaba de alguna vileza; ahorcándola o echándola a las fieras.
En la cultura azteca, también era legal matar a una persona si había asesinado a alguien, si se le acusaba de traición, si robaba, si practicaba el aborto, si cometía adulterio, incesto o violación, etc. Se le quitaba la vida quemándola en la hoguera, ahorcándola, ahogándola, apedreándola, azotándola hasta morir, a golpes de palos, por degollamiento, empalamiento o desgarramiento del cuerpo.
Eran tiempos donde la autoridad podía matar a la gente por cualquiera de esos y varios otros motivos porque eso estaba avalado legalmente, pero, además, porque tenía aprobación social. Si se trataba de personas «malas», la gente aplaudía que se le degüelle, se le queme o se le reviente la cabeza a palazos. El propio Tomás de Aquino escribió que «si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común» [1].
La insoportable levedad del crimen
Diez siglos después, en un mundo donde los países no están gobernados por monarquías tiránicas como la de Gengis Kan o Iván el Terrible, sino, en su mayoría, por democracias, existen países, como el Perú, donde se mata a la gente por invadir un aeropuerto, bloquear una carretera, apedrear un auto, saquear una tienda o, simplemente, por desfilar en la vía pública gritando frases incómodas para los gobernantes. Claro, los tiempos son otros, ya no se practican métodos bárbaros como la decapitación o el ahogamiento. Ahora basta una bala en la cabeza o en el corazón.
Hay, sí, una diferencia importante. En la edad media y antigua, el asesinato de personas a manos de la autoridad estaba avalado por la ley. Hoy no, no aquí, donde la pena de muerte no existe. Sin embargo, hay sectores de nuestra sociedad que parecen ignorarlo y creen que es lícito, creen que cualquier hecho que se perciba como peligroso o amenazante justifica que se asesina a sangre fría a los infractores o a quienes suponemos que lo son. Igual que en el viejo oeste americano. Nadie puede alegar ignorancia ante la ley, dice uno de los principios jurídicos más elementales que nos legó el derecho romano. Bueno, en el Perú sí se puede.
Bloquear carreteras, invadir locales, vandalizarlos o saquearlos no tiene ninguna justificación política ni moral, la indignación del ciudadano por el comportamiento de sus autoridades no tiene por qué derivar en violencia, y por muy justas que sean sus demandas, esa forma de protestar solo sirve para invocar al demonio. La violencia solo engendra más violencia, la historia lo ha probado una y mil veces.
No obstante, esos actos son delitos que se sancionan con cárcel, no con pena de muerte y menos aún en la vía pública, extrajudicialmente. Esa manera bárbara de responder al delito tampoco tiene justificación alguna. El uso de la fuerza y de las armas está reglamentado, ni aún en estado de emergencia la policía tiene licencia para matar. Muchos no entienden que lo que está ocurriendo en el país es la vida real, no una película de Arnold Schwarzenegger donde la platea aplaude cada vez que se elimina a un cuatrero. Hay medio centenar de peruanos que han muerto a balazos en las últimas seis semanas, muchos de ellos ajenos a las protestas.
Una convivencia incivilizada
¿Cómo hemos llegado a esto? El problema viene de atrás y ha ido creciendo como bola de nieve. Desde el 2016 en particular, ha sido visible la progresiva radicalización de los antagonismos políticos, pero bajo una modalidad dogmática en la que se reemplazaron los argumentos por los insultos y las mentiras o las medias verdades, con el único propósito de ganar la discusión, ridiculizando y desacreditando tanto posturas como personas. Un fenómeno nefasto que ha tenido entre sus protagonistas en la política y en las redes sociales, incluso a personajes ilustrados, cuyos elevados niveles de educación no les ha impedido sostener en el espacio público una discusión sectaria, agresiva, ofensiva y calumniadora.
También ha tenido como actores, por supuesto, a personal expresamente contratado para desempeñar un nuevo oficio: desprestigiar honras. La producción de noticias falsas hoy no es solo un trabajo pagado y con horario, es toda una industria. Eso, sin duda, ha ensuciado el debate y ha vuelto cada vez más difícil la posibilidad de un diálogo genuino.
No es fácil de percibir, además, que detrás de ciertas posturas no hay la expresión sincera de un punto de vista, sino la defensa de intereses. En el tema de la contrarreforma universitaria, por ejemplo, hay actores que han entrado al debate público y a hacer incidencia en las decisiones como lo podría hacer un abogado de parte, es decir, con argumentos efectistas o falaces en defensa de su causa. Pero no es el único caso. Diversos grupos de interés económico, formal e informal, e incluso mafias organizadas, han entrado directamente a hacer política para acceder por sí mismos, sin intermediarios, a posiciones de poder. Esto no es una especulación, es un dato, en unos casos absolutamente explícito y en otros disimulado, pero que la investigación periodística ha sacada a la luz.
Alberto Vergara dijo alguna vez que en el Perú somos ciudadanos sin república, porque tenemos un marco legal que nos reconoce derechos políticos y civiles con amplitud y precisión, pero no tenemos un Estado cuyas instituciones funcionen como se debe para garantizarlos a todos. Sin embargo, a la luz de los acontecimientos, pareciera se trata apenas de una ciudadanía de papel. En los hechos no se hace visible un sentido de bien común, un sentido de país, que haga viable una república genuinamente democrática. La discriminación, la búsqueda de privilegios, la prevalencia de intereses de grupo sobre el interés general, el embuste, la manipulación, el chantaje, hasta la homofobia y la misoginia, parecen características que atraviesan a todo el espectro político, de derecha a izquierda, sin excepción.
La piedra angular está rajada
Cada vez que observamos estos comportamientos, el lado que más le duele al país es su educación. ¿Qué nos toca hacer para evitar que doce años de educación formal, sin contabilizar los años de la superior, sigan siendo un tiempo perdido para la formación de ciudadanos?
Se ha dicho hasta el cansancio que la ciudadanía no es un concepto sino una experiencia y que no basta para aprenderla el manejar información sobre normas e instituciones, sino que se requiere desarrollar actitudes y habilidades de enorme importancia para la convivencia entre personas diferentes. Eso no se aprende copiando la pizarra sino ejerciéndola desde la escuela, viviendo en carne propia lo que significa opinar y ser escuchado, manejar discrepancias con respeto, construir acuerdos, respetar y hacer respetar derechos, propios y ajenos, sin que las diferencias de edad sean pretexto para subestimar, discriminar y excluir.
Lamentablemente, eso pareciera mucho pedir. Las escuelas que tenemos no fueron diseñadas como organizaciones democráticas, todo lo contrario, su estructura es vertical, rígida y estamental, hasta su arquitectura fue pensada para facilitar la vigilancia y el control. Una institución así no puede ser crisol de ciudadanía.
A inicios del siglo XIX, el presidente de la Royal Society de Londres, Sir Joseph Banks, se opuso a la idea de crear más escuelas en el país con el siguiente argumento:
«En teoría, el proyecto de dar una educación a las clases trabajadoras es ya bastante equívoco, y, en la práctica, sería perjudicial para su moral y su felicidad. Enseñaría a las gentes del pueblo a despreciar su posición en la vida en vez de hacer de ellos buenos servidores en agricultura y en los otros empleos a los que les ha destinado su posición. En vez de enseñarles subordinación, les haría facciosos y rebeldes, como se ha visto en algunos condados industrializados… Les haría insolentes ante sus superiores; en pocos años, el resultado sería que el gobierno tendría que utilizar la fuerza contra ellos» (1807).
Desde entonces se ha vuelto tan natural que en las aulas niños y jóvenes se limiten simplemente a obedecer, a hacer lo se les dice y a pensar como se les ordena, todo en buena onda y sin mala fe, porque esa forma de entender su papel se normalizó con el tiempo, sin recordar cuál fue su origen y su propósito. La docencia hoy podría hacer la diferencia y transformar la experiencia escolar en una promesa de república y ciudadanía democrática, solo si logra desmarcarse de la cultura escolar. El sistema de creencias que sostiene esa clase de educación encasilla el rol del docente en un esquema completamente autocentrado, vertical y formalista de actuación. El propio sistema de gestión también empuja a los profesores en esa dirección.
Ese rol no sirve para formar ciudadanos sino, por el contrario, personas dependientes, irreflexivas, sin identidad propia. Dado que la violencia escolar también existe, tampoco sirve para enseñar a manejar controversias de manera pacífica y racional, pues todas las habilidades que ese aprendizaje supone creemos que no pertenecen a la agenda del profesor sino del psicólogo; en el mejor de los casos las marginalizamos a una esquina reducida, minúscula, del horario escolar, cuando no las abordamos solo discursivamente.
Hacer que la educación aporte de manera significativa a revertir a mediano y largo plazo esta manera obtusa, sectaria y agresiva de participar en la vida pública y de ejercer posiciones de autoridad, requiere otro tipo de escuela, otro tipo de docencia y, ciertamente, otra clase de liderazgo en la educación pública. Seamos conscientes de las graves consecuencias que está teniendo y que tendrá la ausencia de este desafío en la agenda de nuestras prioridades.
Lima, 12 de enero de 2023
[1] Suma Teológica: Cuestión 64, artículo 2.