Año 2009. Son las 2 de la madrugada. Toda la casa se encuentra en silencio y a oscuras. Mi familia y yo nos encontramos durmiendo hasta que se escuchan los ruidos de reclamos en la casa de al lado. Son tan fuertes, que a mí – que no me despiertan así me echen un balde de agua fría – me hacen abrir los ojos. Los ruidos de los platos se quiebran unos tras otros mientras las cucharas titilan en la mesa. La guerra duró media hora.
Por la tarde voy directo a la casa de mi tía. Sus dos hijos juegan con los carritos viejos del corral, mientras su hija mayor se encuentra en su cuarto escuchando música. Imprudentemente pregunto ¿cómo está mi tío? La interrogante fue ignorada. Se siente un silencio profundo en la sala oscura por el atardecer. Siento que mi cuerpo escarapelado y mi piel de gallina me dice “ya vete a casa”, pero ignorando todo ello aún me quedo hasta que despertase mi tío Roberto. Después de ello me voy a mi casa y le digo a mi mamá que hable con su hermano, temía que sucediera lo peor, ya antes había presenciado peleas entre ellos.
Mi tía Marta trabaja por las mañanas y en las tardes se dedica a sus hijos. Los fines de semana son atroces porque nuevamente se escuchan los gritos de mi tío que llega borracho, con un huaico de insultos que arrasa con palabras minimizadoras. ¡ÁBREME LA PUERTA C**!, dice mientras toca la puerta como si fuera un bombo. “¡Cállate negra!” Los platos vuelan de la mesa y nuevamente las cucharas hacen su rol.
Me encontraba echada en mi cama sintiendo frío y pensando en cómo se sentirían mi tía Marta y su hija. Cada vez que llegaba mi tío en su mototaxi ellas corrían a hacer algún quehacer del hogar y cuando mi tío se sentaba a descansar en la silla mi tía corría a quitarle los zapatos y le colocaba sus sandalias en sus pies. Después de su gran siesta que se daba, él decía “¡tengo hambre!”, y su comida tenía que estar ya calentada. En el almuerzo familiar todos debíamos estar a la hora exacta para almorzar. Antes de la hora solo las mujeres de la familia teníamos que estar en la cocina preparando los alimentos. Nos pasábamos pensando en el plato a preparar. Mi abuela corría a la tienda a comprar el mínimo ingrediente que faltaba. 1: 05 y 1: 10 pm ya comenzaban a llegar los esposos de mis tías y mi papá a sentarse a la mesa. “¡Karina!”, llamaba a mi abuelita para que colocara los platos en la mesa. Mientras los colocaba siempre uno de ellos tenía que decir “¡Que! ¡Eso han preparado!”, con su cara de peor es nada, para luego agarrar la cuchara. Al terminar el almuerzo ellos se levantaban de la mesa dejando sus platos desordenados. Entonces la que no había ayudado mucho se encargaba de lavar todos los platos.
Me encuentro en mi cama sentada pensando en cómo es posible que en nuestro hogar vivamos estos tratos machistas y los dejemos pasar como si fuera natural. Mi abuelita dice “¡Ahí viene tu tío Ernesto!,” como diciéndome apresúrate, atiéndelo.
Confundimos el respeto con ser sumisas ante un hombre. Los valores que nos inculcaron en nuestro hogar desde la mamá de mi abuelita, y seguro desde mucho más atrás, produjo un sistema donde si es hombre no le respondas, quédate callada, agacha la cabeza, obedece sus órdenes “Sé su esclava”.
Mi hermana mayor, Aurelia, rechazó todo tipo de órdenes que debía seguir ante la presencia de un hombre. Ella debía servirle el almuerzo a mi tío Dalex, pero cansada de hacerlo siempre, empuñando el cucharón, dijo “¡SÍRVETE TÚ!”, hecho que generó muchas críticas por parte de toda la familia. Quién imaginaría que alguien le respondería al tío Dalex. Hijo favorito de mi abuelita, familiar que cuando pasaba tenías que demostrar respeto y temor a la vez, ello sin excluir a los otros hombres de la familia.
En aquellos tiempos vivíamos toda la familia en una sola casa, hasta qué mamá decidió que nos mudaríamos a una casa nueva. Mi papá lo tomó mal y exigió que nos quedáramos en la casa familiar. Mamá enfurecida le dijo que se quedase él solo, ya que ella se mudaría con o sin él. El primer domingo de octubre papá, mamá, mis dos hermanas y yo nos encontramos en la casa nueva; todo era silencio. Por la noche mi abuelita materna trajo en sus manos una olla de sopa caliente envuelta en telas. Mi primer pensamiento fue que le traía comida a su hija. Todo lo contrario. Ella venía a la casa nueva preocupada por la cena de papá, su yerno. Dentro de mí decía, ¿es posible que prefieras más a tu yerno que a tu hija?
En nuestro nuevo hogar las cosas cambiaron mucho. Cuando mamá salía a trabajar, mi papá tenía que cocinar. Yo lo observaba. Mi mamá nos enseñó a mis hermanas y a mí a hacer los quehaceres del hogar. En aquel tiempo mi papá le ayudaba a mi mamá a hacer la limpieza de la casa. Lo que dijo papá me hizo reflexionar mucho y nunca lo olvidaré: “Tenemos los mismos sentidos y el ser hombre o mujer no nos hace subir de nivel o es razón de hacer menos a alguien” ¿Será posible que mi papá se haya dejado influenciar – sólo momentáneamente – por el machismo que se vivía en la familia de mamá, por ello el fastidio de mudarse de casa?
Comprendí que mamá quería cambiar el estilo de vida al que nos estábamos acostumbrando, dejar de ser sumisas o pensar que no valemos como persona por ser mujer. El cambio de casa me hizo sentir que debía mostrarme fuerte, empoderada y con valentía para no agachar la cabeza ante un hombre. Después de ver el gran cambio y el apoyo de papá, es cuando uno se da cuenta de que si se puede hacer el cambio en las personas como mamá lo hizo con él, y con nosotras.
Chiclayo, 06 de enero de 2023
*Todos los nombres usados son ficticios, pero el texto se basa en vivencias reales.