Cuando Cristóbal Colón llegó a la isla de Guanahaní, en las Bahamas, el 12 de octubre de 1492, estaba convencido de que había llegado al continente asiático, al que Marco Polo llamaba Indias, y de inmediato la declaró territorio español. Lo mismo haría después con Cuba y Santo Domingo. Como lo atestigua la historia, no fue consciente de que había cruzado una frontera nueva ni que estaba cambiando el curso de la historia. Hasta el día de su muerte creyó que sus hallazgos podían formar parte del mundo conocido.
Eso es exactamente lo que nos viene ocurriendo a los docentes y a buena parte de los que forman parte del mundo de la educación formal. Desde fines del siglo XX, cuando menos, hemos cruzado una frontera que nos ha trasladado a un territorio absolutamente insospechado por los creadores de los sistemas educativos en el siglo XVIII. Una zona realmente nueva donde las certezas, costumbres y recursos que nos eran habituales no tienen aplicación. Sin embargo, como le ocurrió a Colón, hemos entrado a ella asumiéndola rápidamente como parte de nuestro mundo conocido, sin darnos cuenta hasta hoy que la historia lo cambió todo. Me explico a continuación.
La tenaz ilusión en la posibilidad de enseñarle todo a todos
Juan Amós Comenius, en su «Didáctica Magna» escrita en 1657, sostenía firmemente la necesidad y la posibilidad de masificar el conocimiento, es decir, que todo el conocimiento producido por la humanidad pueda ser compartido y asumido por todos los miembros de la sociedad, pobre y ricos, hombre y mujeres. Los sistemas educativos que hoy tenemos son producto de ese ideal y se diseñaron, en efecto, para distribuir el conocimiento a gran escala de manera universal. Quinientos años después, ¿es eso realmente posible?
El año 2000, José Joaquín Brunner aportó un dato al que no le hemos prestado la debida atención: «El conocimiento de base disciplinaria y registrado internacionalmente demoró 1,750 años en duplicarse por primera vez, contado desde el inicio de la era cristiana; luego, duplicó su volumen cada 150 y después cada 50. Ahora lo hace cada cinco años y se estima que para el año 2020 se duplicará cada 73 días. Se estima que cada cuatro años se duplica la información disponible en el mundo» [1].
En otras palabras, todo el conocimiento hoy disponible ya no cabría ni remotamente en la famosa enciclopedia elaborada durante la Ilustración y ni siquiera en el disco duro de una computadora de escritorio. Luego, la ilusión de contar con un mecanismo que distribuya dosificadamente ese conocimiento a todos los miembros de una sociedad se volvió un imposible; y no solo por esa razón, sino porque, además, en los tiempos actuales, el saber ya no está guardado bajo siete llaves en una biblioteca con acceso restringido al clero y a la monarquía, como hace 300 años. Si no, veamos.
A inicios del 2019, más de 4.300 millones de personas conectadas a internet hicieron 3 millones 877,140 búsquedas en Google en tan solo un minuto o vieron 4 millones 333,560 vídeos en YouTube[2] en ese mismo lapso. Según cifras del INEI, en los primeros tres meses del 2022, llegó a 73% la proporción de personas de 6 y más años con acceso a Internet en todo el país. Más del 90% de estas mismas personas, además, hicieron uso diario de Internet, fundamentalmente desde un teléfono móvil. En general, cerca del 70% de la población en América Latina y el Caribe ya es usuaria de Internet, y el crecimiento promedio anual de acceso a la conectividad fue del 8% hasta antes de la pandemia. A pesar de las innegables brechas subsistentes, esto cambia radicalmente el panorama.
No obstante, tercamente, insistimos en diseñar clases enfocadas en la entrega de información sobre la lluvia, el agua, la contaminación, la energía eléctrica, la salud, la cultura, la tecnología, los alimentos, la biodiversidad, los fenómenos naturales y un enorme etcétera. Peor aún, en diseñarlas para que esa información se consuma sin discutirse, porque todas están explícitamente formuladas para que los estudiantes la asuman y reproduzcan «de la forma correcta». Solo basta revisar los diseños que circulan profusamente en las redes y la frase que se elige a manera de título para comprobarlo.
En otras palabras, seguimos convencidos de que, al igual que en el siglo XVIII, la educación todavía consiste en distribuir conocimientos, como si la sociedad actual y la juventud de hoy siguiera sin acceso a la información y como si el desafío actual no estuviera, más bien, en la posibilidad de discernirlo y de utilizarlo inteligentemente para construir una realidad distinta.
Recordar y repetir el conocimiento o aprender a emplearlo
A propósito, Juan Carlos Tedesco, otro visionario, dijo también a inicios del presente siglo: «Crecimiento económico y desigualdad han comenzado a ser concomitantes, siendo uno de los factores fundamentales la transformación de la organización del trabajo en relación a la incorporación de nuevas tecnologías, lo que acarrea la eliminación de numerosos puestos de trabajo» [3]. ¿Cómo puede la tecnologización de la producción afectar el empleo? Es muy sencillo. Tedesco recogió la tendencia, por entonces aún incipiente, a una automatización creciente de procesos que antes estaban a cargo de personas con bajo nivelo educativo. Es decir, de personas básicamente alfabetizadas, educadas para repetir lo que les dicen sin discutirlo y para obedecer instrucciones. Esas personas, producto de una escuela que se resiste a entender que está situada hoy en un mundo distinto al que le dio origen, son las que se quedarán sin trabajo.
Ejemplos ya sobran. Un proyecto liderado un profesor de la Universidad del Sur de California construye casas de dos plantas con una impresora 3D gigante en un solo día. Una empresa en Texas está construyendo cien casas de hasta 278 metros cuadrados con tejados cubiertos de celdas solares, bajo el mismo procedimiento. No cabe duda, esta tecnología reducirá el tiempo de construcción de manera significativa y la contaminación que producen los procedimientos convencionales, obteniendo a la vez viviendas más resistentes, sostenibles y autosuficientes energéticamente. Claro, reducirá también costos de mano de obra. No hará falta albañiles.
Por otro lado, ya se han inventado máquinas expendedoras de pizzas recién horneadas. En tiempo récord, la máquina, ligeramente más grande que las surtidoras de café o galletas que existen en los aeropuertos u hospitales, hace la masa, mezcla los ingredientes elegidos por el cliente y la hornea en menos de tres minutos. También se han inventado máquinas que preparan hamburguesas del tipo que uno elija, con las combinaciones y las salsas de nuestra preferencia en solo seis minutos. Ambas máquinas lo hacen solas, en el instante, sin intervención humana.
Eso no es todo. Una multinacional china ya viene probando desde 2020 vehículos autónomos, es decir, sin conductor. En California, Estados Unidos, ya circula una flota de «robotaxis», automóviles eléctricos inteligentes que ofrecen sus servicios al público sin chofer y cuyo motor no produce emisiones de carbono. No es ciencia ficción. Es real. Taxis sin taxistas.
En otro rubro, la empresa Amazon recibió autorización para operar su flota de drones diseñados para transportar mercadería. Es la tercera empresa norteamericana que se certifica para operar bajo el mismo sistema: el uso de vehículos aéreos no tripulados para entregar productos a sus compradores. En otras palabras, surge una manera de transportar mercadería sin aviones ni autos ni motocicletas, por lo tanto, sin choferes ni repartidores.
Más aún. Bajo el nombre de «agricultura vertical» ya existen granjas de 100,000 pies cuadrados en Washington, donde las frutas y verduras crecen en torres de 20 pies de alto, al interior de instalaciones cerradas con clima controlado y sin uso de pesticidas, herbicidas ni transgénicos. Esta manera de cultivar puede rendir hasta 350 veces más que la agricultura tradicional, empleando solo el 1% de agua y muy poca tierra. Además, reduce el espacio de producción, produce todo el año, independientemente del clima, reduce el gasto en transporte y reduce las emisiones de CO2.
Todas estas innovaciones van a ir ganando espacio hasta desplazar o subordinar a los medios convencionales en términos de calidad, velocidad, seguridad y costos, gracias a la automatización de sus procesos. Pero significará también una progresiva reducción del empleo para personas cuya educación solo les enseñó a repetir y a obedecer. En el siglo XIX, las fábricas demandaban eso de las escuelas: personas que lean, escriban, hagan cálculos básicos y sigan instrucciones al pie de la letra. Para trabajar en esas fábricas no se necesitaba más [4]. Al ciclo productivo de hoy, eso ya no le basta. Para operar las nuevas tecnologías se necesitan personas que sepan razonar, que sean autónomas, que resuelvan problemas, que puedan trabajar en equipo, que sepan aprender por sí mismas y se muevan con flexibilidad en distintos roles. Y esas serán, precisamente, las características de los nuevos empleos.
No es la única razón. En los tiempos que nos está tocando vivir y en el ejercicio de la ciudadanía, aprender a distinguir la verdad del embuste resulta decisivo para la vida, la seguridad y la salud de las personas o de sociedades enteras. Desde el fin del último ciclo militar en 1979, hemos sido testigos de eso. Pero si seguimos tomando decisiones en la vida pública motivados por la emoción y no por la razón, es porque venimos de una educación que nos enseñó a aceptar lo que nos dicen por principio de autoridad. No cotejamos, no verificamos, no analizamos, no discutimos, cualquier cosa que nos suene bien y se conecte con un sentimiento la damos por válida. O, por el contrario, cualquier cosa que contradiga nuestras creencias o afecte nuestras costumbres la damos por no válida, sin mayor discernimiento. No se examinan argumentos. Si algo nos contradice, no lo discutimos, le echamos lodo.
Nuevo ensayo sobre la ceguera
José Saramago, el destacado escritor portugués, publicó «Ensayo sobre la ceguera» en 1995, una novela en la que cuenta la historia de un virus muy contagioso que provocó una pandemia de ceguera colectiva en todo el planeta. Allí se destaca, entre muchas otras cosas, la responsabilidad que representa conservar la visión cuando otros la han perdido. Esa es precisamente la situación en la que nos hallamos hoy.
Como dijimos al inicio, Colón y mucha gente de su tiempo no supieron que habían cruzado una frontera crucial y permanecieron ciegos al inmenso significado que eso tenía no solo para los navegantes o para la monarquía española, sino para el mundo entero. Pero hubo otra gente que sí lo vio. A partir de 1507 los mapas empezaron a incluir a América como un nuevo continente, basándose en los trabajos de Américo Vespucio, Juan de la Cosa y Martín Waldseemüller.
Es por eso una lástima que sigamos con los ojos cerrados a un hecho incontrovertible: estamos situados ya en otro tiempo histórico, dejamos atrás un mundo que se empezó a agotar desde la segunda mitad del siglo XX, que carece de futuro, pero que sigue vivo en nuestras cabezas y que nos induce a ofrecer, en esencia, la misma educación que recibieron nuestros padres y abuelos. En nombre de ese mundo seguimos diseñando sesiones enfocadas en el consumo de información y en el acatamiento ritual de instrucciones detalladas, es decir, seguimos bailando la misma melodía que le tocaban a las escuelas en el siglo XIX, en especial a las que educaban a los más pobres. Porque a las élites, eso sí, se les educaba de otro modo, se les preparaba para gobernar.
También hoy tenemos dentro y fuera del sistema educativo maestros, directivos, gestores y decisores que están con los ojos abierto a su tiempo, que hace rato notaron que el mundo de ahora no es el mismo en el que ellos se educaron y que las generaciones actuales tienen la necesidad y el derecho de formarse de otro modo para insertarse allí sin ser condenados a la irrelevancia y con capacidad para hacer de él un mejor lugar para vivir.
En la novela de Saramago, los ciegos empezaron siendo una minoría. En nuestro caso, los que han logrado ver más lejos todavía son minoría. Son docentes convencidos de que no basta hacer clases activas y participativas pero subordinadas a un guion impuesto desde afuera, sacrificando la autonomía de los estudiantes. Docentes que ya tomaron nota de la necesidad de educar creando oportunidades que reten su capacidad de pensar y los entrenen en el arte de tomar decisiones por sí mismos. Nos toca encontrarlos, reunirlos y apoyarlos. También protegerlos de los embates regresivos de un sistema al que le está costando demasiado trabajo romper con el hábito secular de uniformizar y controlar las maneras de enseñar e incluso de pensar en todas las escuelas. Un sistema al que estos docentes aún no han hallado la fuerza necesaria para responderle, discutirle o, cuando menos, para negociar con sus demandas más absurdas.
Michael Fullan decía que no es fácil cambiar un sistema, pero que una buena manera de empezar a hacerlo es cambiando las rutinas que lo sostienen [5]. Ahí radica su fuerza y también su debilidad. Hay que prestar más atención a esos esfuerzos y darles el soporte necesario, no solo cuando la marea esté en reflujo sino, sobre todo, cuando nos empieza a llegar al cuello. Como ahora.
Lima, 18 de agosto de 2022
NOTAS
[1] Brunner, José Joaquín, “Peligro y promesa: la Educación Superior en América Latina” (2000).
[2] CEPAL (2021), Datos y hechos sobre la transformación digital, Documentos de proyectos (LC/TS.2021/20), Santiago, Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
[3] Tedesco, J.C. (2000), Educar en la sociedad del conocimiento. México, Fondo de Cultura Económica.
[4] Senge, P. (2002). Escuelas que aprenden. La fuente de la quinta disciplina. Caracas: Grupo Editorial Norma.
[5] Fullan, M. (2006), System thinking, system thinkers and sustainability. In: OECD (2006), Schooling for Tomorrow: Think Scenarios, Rethink Education. Cap. II