La inteligencia artificial (IA) crece a una velocidad vertiginosa y muchos temen que reemplace a los humanos en muchas actividades, haciendo peligrar millones de puestos de trabajo. Y aquí incluimos desde ocupaciones repetitivas, como redactar escritos legales según formatos preestablecidos, hasta aspectos más asociados con la creatividad, como la escritura o el mismo arte. Sistemas como el GPT-4 y similares han activado recientemente las alarmas que suenan cada vez que la tecnología amenaza la forma en la que hacemos las cosas. Esto ha generado distintas reacciones.
Por un lado, algunos expertos advierten la necesidad de que se suspenda todo avance hasta que se comprenda sus potencialidades y se sepa cómo manejar sus riesgos. Por otro lado, también se toma nota de las inmensas posibilidades de la inteligencia aumentada, donde los humanos podremos multiplicar nuestras capacidades exponencialmente gracias al auxilio de la IA. En todo caso, la carrera de las máquinas, alentada por la investigación y la innovación constante, parece irrefrenable. Cada vez son más sofisticadas y aterradoramente humanas. Hoy existen robots que, incluso, pueden responder emocionalmente a las necesidades de las personas.
Hasta aquí la discusión gira en torno a una de las caras de la moneda: máquinas que se parecen cada vez más a nosotros y al temor que existe a que nos superen en capacidades. La otra cara de la moneda tiene que ver con nosotros, los seres humanos de carne y hueso. ¿Estamos manteniendo nuestra propia humanidad? ¿Estamos promoviendo las condiciones para que florezca lo mejor de nosotros? ¿Qué rol tiene la tecnología en esto? Mi propósito ahora es plantear algunas situaciones para la reflexión o toma de acción desde nuestra esfera más personal.
La tecnología llega con muchas promesas. Por ejemplo, las redes sociales nos conectan. Pero, a la par de esta opción, existe la de desconectar y esto abarca a todo lo que no nos gusta. De pronto no nos vemos en la necesidad de dialogar, algo que sí hacíamos cuando queríamos jugar pelota de niños y teníamos que ponernos de acuerdo o el partido no seguía. Ahora existen burbujas de filtro que nos colocan en micromundos donde todos piensan como nosotros, pero la diferencia existe así sea más cómodo negarla. Caemos así en la polarización, en el discurso de nosotros versus ellos y creemos que las diferencias son irreconciliables.
Las redes tienen otros impactos, como la ansiedad que generan en los niños, niñas y adolescentes por perderse alguna novedad de sus pares o, peor aún, por sentirse dejados de lado; el deterioro de la capacidad de atención que se origina cuando la información suele llegar en formatos pequeños e inconexos; la viralización de fake news (problema que apunta a agravarse con los deep fake); los problemas de autoestima que generan las imágenes distorsionadas del cuerpo que proponen aplicaciones como Instagram.
Las múltiples opciones que nos prometen la libertad de elegir nos involucran en una rutina de consumo que nos distrae de aspectos importantes de la vida. Por ejemplo, Netflix tiene una estructura en sus guiones que alienta a embutirse series que no son necesariamente buenas producciones, sino que están hechas para engancharnos.
El fin último de muchas empresas de base tecnológica parece ser generar adicciones y captar ojos para poder sostener el negocio, a pesar de las implicancias que ello puede tener en el bienestar físico y mental de las personas y en su capacidad de generar vínculos con los demás. Siendo los humanos una especie ultrasocial, esto suena a una calamidad.
También me pregunto qué pasa si empezamos a ceder nuestra creatividad a programas como Chat GPT. He visto demasiados artículos que proponen formas de aprovechar sus posibilidades y esto incluye que generen u ordenen las ideas y nos liberen de los bloqueos de inspiración o, incluso, que redacten nuestros textos. Si nuestro cerebro pierde las capacidades que no utiliza ¿qué pasaría si cedemos nuestra creatividad en aras de producir más?
Otro ejemplo interesante es el uso de software para la gestión del trabajo. Las estructuras productivas apuntan a ser más eficientes. Esto implica que, gracias a los algoritmos, se puedan ubicar los picos donde se necesita más personal y asignar los turnos en función a ello. Hasta aquí todo bien. El problema surge cuando las personas pierden control de sus horarios y, por lo tanto, de su vida. Hace casi una década un artículo sobre una trabajadora de Starbucks, Jannette Navarro, alertó sobre esta situación: sus turnos no eran predecibles, por ej, una noche cerraba tarde y al día siguiente le tocaba abrir temprano (algo conocido como “clopening”). Esto, sumado a los traslados, tenía muchas consecuencias en su vida personal: horarios de sueño reducidos, imposibilidad de estudiar algo o de cuidar a su hijo, etc.
A veces me pregunto cómo se fomenta que los trabajadores desarrollen su pensamiento crítico si todo el tiempo está dedicado a la producción, si tienen métricas y formas preestablecidas de hacer todo. Es cierto que para la empresa este esquema es muy conveniente, pero ¿las personas?
Si bien la situación que describo puede parecerse a lo que pasa hoy en el Perú -donde tenemos que 8 de cada 10 puestos corresponden a un nivel informal de baja productividad donde no hay un terreno fértil para la mejora de competencias y, ergo, para el desarrollo personal-, es importante que el diseño de lo nuevo, con apoyo de la tecnología tenga límites, para mejorar las condiciones que, estructuralmente, afectan la vida de las personas y no para mantener los problemas actuales.
Y, de regreso a la pregunta que hice líneas arriba sobre nuestra especie, qué implica para nosotros una sociedad que no se encuentra, que no concilia, permanentemente distraída, con rutinas de trabajo -y traslados- absorbentes. Hoy, más que preocuparnos porque las máquinas se parezcan a nosotros, creo que es importante, desde una actitud consciente, recuperar nuestra propia humanidad y poner a la tecnología al servicio de ella, y no a la inversa.
Lima, 12 de junio de 2023