Edición 32

Odiar a las mujeres: Un aprendizaje del siglo XXI en el Perú

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Eduardo León Zamora / EDUCACCIÓN

Recordando a Rita

“El género como ordenador social es un componente inherente a cualquier sociedad. Es más. El género como ordenador social se constituye en un sistema de poder que define privilegios, prestigio y ventajas a favor de un grupo humano, en desmedro de otro. El género no es una ideología, no es un enfoque, no es una perspectiva. Es tan real como la clase social, la etnia, la religión o la orientación sexual.
Hay, sí, una(s) perspectiva(s) de género o un enfoque de género que brinda el marco interpretativo, las herramientas de análisis, el lente develador de este organizador social llamado género que establece las relaciones sociales entre seres humanos en función de su sexo, de acuerdo a una normatividad que las prescribe. ¿Tiene un aspecto ideológico este enfoque? Por supuesto. Como todo lo humano. Como las religiones, por ejemplo.
Entonces, ¿qué quieren los de NO TE METAS CON MIS HIJOS?. Simplemente, negar una realidad (el género) para invisibilizar la injusticia existente a fin de mantener el statu quo de opresión y violencia contra las mujeres; desprestigiar una perspectiva de análisis académica potente y emancipadora;  desacreditar el avance del movimiento feminista y del colectivo LGTBI en la lucha por sus derechos porque saben, perfectamente, que todo esto es una amenaza para la existencia de sus organizaciones religiosas y el oscurantismo que profesan y las sostiene. Porque es el odio el que sostiene a estos grupos y es el odio el combustible que alimenta sus creencias y sus arcas.”

(De mi muro de Facebook)

Ayer, un hombre quemó viva a su ex-esposa en Tarapoto, lanzándole un balde con gasolina y prendiéndole fuego. No le importó tampoco matar a otra mujer que trabajaba en la misma peluquería. ¡Total! Eran solamente mujeres.

Estas son las noticias diarias de los periódicos sobre feminicidios que suelen llamarse crímenes de amor o asesinatos pasionales. De esta manera sutil, los medios nos educan, desarrollan una pedagogía de género. Nos comunican que la violencia y el odio son un producto del amor. De esta forma, nos inducen a pensar que el crimen y las agresiones contra las mujeres son parte de la dinámica de los afectos entre un hombre y una mujer.  Así, nos hacen creer que la muerte es un derivado natural del encuentro amoroso, de las pasiones humanas.

La cantidad de asesinatos de mujeres aumenta, peligrosamente, en salvajismo y en cantidad en nuestro país. Y a pesar de ello, la sociedad, en general, y el Estado, en particular, no están haciendo lo suficiente para frenar esta violencia. Los esfuerzos de movimientos y organizaciones feministas y ciudadanas son intensos, valientes y necesarios, pero insuficientes para enfrentar este desborde de violencia. El horror se nos enrostra cada día y aunque creemos que ya hemos llegado al límite, siempre nos sorprendemos con algo peor. El grito de NI UNA MENOS no lo escuchan quienes deben escucharlo.

Quiero plantear aquí en este artículo que la dificultad existente para detener esta violencia tiene que ver, principalmente, con el odio de los hombres hacia las mujeres y con que este odio es un aprendizaje que se enraíza fuertemente en la consciencia de los hombres peruanos. (También… de las mujeres; pero no me ocuparé de ello).

Aprendemos a odiar a las mujeres en nuestras familias, en nuestras escuelas, en nuestras calles, en los medios de comunicación.

Aprendemos a odiar a las mujeres desde el momento en que se nos traza esa línea imaginaria y arbitraria entre lo masculino y lo femenino. Esa línea que no podemos pisar ni por error a riesgo de ser sancionados, como si un bebe o un niño pequeño supiera las diferencias, socialmente, convencionales entre lo que es comportarse como varón o mujer. Somos educados en un tránsito difícil y permanente de atención y cuidado para no portarnos como mujercitas o mariquitas. Los hombres y las mujeres somos forzados a colocarnos frente a frente, en polos opuestos, en extremos que no se juntan, en posiciones de contraste. Todo nos separa. Somos dos sub-especies de lo humano.

Para legitimizar este sistema social, binario y opuesto; la educación de los hombres requiere de un condicionamiento estricto y preciso para adoptar la conducta y el pensamiento de los hombres. Requerimos de este tipo de mensajes que abundan en nuestra infancia temprana:

“No juegues con muñecas.”
“No beses a tu primo.”
“No uses esa ropa.”
“No camines así.”
“Habla como hombre.”
“Los hombres no lloran.”
“Pareces mujercita.”
“No tengas miedo.”
“Juega fútbol.”
“Pelea con tu amiguito.”
“No tengas miedo.”
“Te gusta esa niñita, ¿no?”
“Aguanta. No duele.”

Estos y otros mensajes más, así como los modelos reales que recibimos de nuestros padres, abuelos y tíos van configurando nuestra forma de ser hombres, que siempre es única porque sólo hay una manera de ser hombres. Nos constituímos en hombres en oposición a las mujeres. Nuestra referencia de masculinidad está en oposición a la feminidad. No hay definiciones esencialistas, sino referenciales. No nos enseñan a sostenernos en nosotros mismos. Nuestra identidad masculina se va construyendo en un difícil equilibrio de acróbata. Y aunque nos sintamos, finalmente, más masculinos o menos masculinos de acuerdo a las normas, rutinas, gustos, mandatos y demás condicionamientos; no basta con sentirnos así; se nos exige, además, que lo demostremos, permanentemente (Connell, R.W., 1995).

La posibilidad de que se nos identique con el sexo opuesto es una amenaza. Ser como una mujer o parecerlo, progresiva e inconscientemente, se va convirtiendo en algo repudiable, abyecto, inaceptable. Aparece una sensación de asco frente a esa posibilidad (Silva Santisteban, 2008). Y del asco al odio sólo hay un corto camino. Poco a poco, el peligro, la amenaza y lo malo se va desplazando de una posible forma de comportarnos al referente que es su fuente: las mujeres. Así, lo peligroso lo amenazante y lo malo son las mujeres mismas.

La escuela pondrá una gran cuota de lo suyo para profundizar y reforzar estas diferencias (Fainholc, 1994). Ya no somos solamente niños y niñas. Somos miembros de clubes diferentes. Los niños son así y las niñas son asá. Los niños pueden hacer esto y las niñas, eso. Los niños deben portarse así y las niñas, asá. Y aunque las escuelas han dado algunos pasos en dirección a una educación no sexista, falta aún un largo camino por recorrer. Los mensajes docentes en torno a las diferencias de género son abundantes y continuos. A ellos se suman los propios mensajes de los compañeros.

“¿Ya están cansados? Parecen mujercitas.”
“Juega como una madre.”
“¿Vas a dejar que una chica te gane?”
“Habla como hombre.”
“Sácale la mierda a ese cojudo.”
“¿Quiénes saben más? ¿Las chicas o los chicos?”
“Jueguen fútbol en el patio.”
“¡Para que te dejas robar, pe! Tienes que cuidar tus cosas.

Pero no sólo hay mensajes explícitos de desvaloración alrededor de las mujeres y de fomento de la agresividad. Hay también  mensajes subliminales de preferencias del profesorado por los estudiantes de sexo masculino. Hay mensajes ocultos en las responsabilidades diferenciadas que se les asignan a los hombres y a las mujeres, en las expectativas mayores hacia los varones, en los comportamientos que se esperan de unos y otras, en la permisividad y en la disciplina diferenciada. En todo ello, las ventajas, los roles más valiosos y las oportunidades se inclinan para favorecer a los hombres porque las mujeres no van dar la talla. El currículo oculto actúa eficazmente en el aprendizaje de la discriminación de género.

La escuela juega un importante papel no sólo en el proceso de diferenciación entre hombres y mujeres; sino en el proceso de inferiorización y subalternización de las mujeres. Un currículo antropocéntrico (centrado en los varones) va eliminando la experiencia de las mujeres del conocimiento. Las mujeres y sus aportes a las ciencias, a la tecnología, a la filosofía se invisibilizan. Solo hay héroes varones, líderes varones, científicos varones, sabios varones. Sólo hay un modo de hacer las cosas: como hacen las cosas los varones. Sólo hay un modo de pensar las ideas: como hombres. Sólo hay un modo de actuación que tiene prestigio y reconocimiento en el mundo: el de los varones.

Por otro lado, la incontinencia de la violencia, el descontrol conductual, las conductas temerarias y riesgosas y la represión emocional son parte también de nuestra educación afectiva y es vista como natural en los varones. Los hombres debemos solucionar los problemas pegando. Debemos mostrar nuestro valor haciendo cosas peligrosas. Tenemos derecho a alzar la voz, a gritar, a insultar porque los hombres somos así.  No podemos contenernos.

Tampoco podemos sentir miedo. Y el miedo se nos hace creer que es actuar con tino, con precaución, con responsabilidad, con cuidado. Conforme vamos creciendo, debemos atrevernos siempre a hacer cosas arriesgadas: cruzar las pistas corriendo, caminar por vigas inseguras, consumir sustancias peligrosas, tener conductas de riesgo. Porque a nosotros no nos va a pasar nada. Podemos romper las reglas sin temer a las represalias o las consecuencias. Cuánto más nos enfrentamos a las reglas, más hombrecitos somos.

Los chicos debemos ser fuertes. No somos de ir contando nuestros problemas a otras personas como las chicas. No somos de confidencias ni de abrazos de consolación. Hay que tragarnos nuestras lágrimas. No hay que expresar nuestros sentimientos. Eso nos muestra como personas débiles y sin carácter. Tenemos que saber guardarnos nuestras cosas y salir adelante con la cabeza en alto.

Con la pubertad, llega una nueva etapa de nuestra sexualidad que nos confronta con las mujeres de una forma diferente. En el contacto intergeneracional con otros hombres, con nuestros amigos y compañeros de la calle y de las aulas, aprendemos que nuestra sexualidad masculina es intensa, hiperactiva, incontrolable. Nos ametrallan con el mensaje de que los hombres tenemos que desfogar nuestro deseo sexual en las mujeres. En sus cuerpos o en sus imágenes. Las mujeres se convierten en el combustible de nuestra sexualidad. Por eso, debemos consumirlas, poseerlas, depredarlas. Somos hombres en la medida que tenemos sexo. Y el sexo que nos hace hombres no es el sexo con una parejita. Es un sexo desbordante, insaciable y depredador.

En esta etapa comienzan las historias de amor. Las historias de amor de los hombres con nuestros penes. Porque nos enseñan que el pene es lo que nos hace hombres. Y empieza esa relación de afectos y confidencias. Nos empieza a preocupar su tamaño, su potencia, su performance. Preocupación que no desaparece nunca y que se vuelve permanente en nuestra vida adulta. Dejamos de pensar con la cabeza y pensamos con nuestro falo. Nuestros penes se convierten casi en otro sujeto que convive con nosotros, que tiene agencia propia Nuestras vergas se convierten en nuestro fetiche de masculinidad. Somos machos porque tenemos unas tripas que nos cuelgan. Le hablamos, le hacemos confidencias, lo mimamos, lo satisfacemos. Es nuestro amigo íntimo. Y es nuestra arma. Nuestra arma para poseer a las mujeres, para lograr tenerlas bajo nuestro yugo, para saciar nuestro deseo, nuestra necesidad.

A lo largo de nuestra vida infantil y adolescente, se nos ha mostrado a las mujeres como objetos sexuales en concursos de belleza, programas de televisión, periódicos, avisos publicitarios y películas, las que nos han proyectado una visión de las mujeres como cuerpos, como carne, como objetos para exhibir. Mujeres hermosas y voluptuosas pueblan la pornografía abierta o encubierta. Y en el momento de activar nuestra sexualidad adolescente y juvenil, todas las imágenes y mensajes en torno a las mujeres como cosas, florecen en nuestras mentes. Las mujeres sólo sirven para ser folladas, es decir, para ser usadas sexualmente.

Pero más importante que todo ello, las mujeres sirven ahora para demostrar que somos hombres. Sin ellas, no somos hombres. Ahora las necesitamos a nuestro lado, bajo nuestro control, bajo nuestra autoridad, bajo nuestro poder. Y eso se expresa, fundamentalmente, en nuestro dominio sexual. Tenemos que tenerlas bajo nuestra soberanía sexual: nosotros decidimos a quién penetramos, decidimos cuándo penetramos, decidimos a cuántas penetramos, y durante cuánto tiempo las tenemos a nuestra disposición para penetrarlas. Y decidimos también qué historias y ficciones creamos al respecto para preservar nuestro prestigio sexual.

Y en esta exacerbación del sexo depredador, no importa ni la voluntad ni el deseo de las mujeres. Ellas están ahí para satisfacernos consentida o forzosamente. Aprendemos a “puntearlas” en los micros como palomillada. Les metemos la mano en las amontonaderas porque es divertido y rico. Les decimos las cochinadas que queramos en la calle porque somos galantes y piropeadores. Orinamos o nos masturbamos frente a ellas porque no nos importa herir su sensibilidad. Da lo mismo.

Frente a esto, las escuelas no tienen respuestas. No puede detener ni actuar frente a todo ese proceso de basurización simbólica de la mujer (Silva Santisteban, 2008) La educación sexual que nos brinda nos dice más sobre el carácter reproductor del aparato sexual que de las relaciones humanas, del amor, del placer, de la pareja. No nos enseñan a cuestionar los mensajes que recibimos ni la forma en que estamos experimentando nuestra sexualidad. La escuela hace oídos sordos de nuestras necesidades, temores, dudas y preguntas.

También la sociedad nos enseña y nosotros aprendemos a categorizar nuestro odio, a racionalizarlo, a distribuirlo entre las féminas. A las mujeres más atractivas las queremos en la cama o como pareja para exhibirlas y para aprovecharlas. A las feas aguantadas, a las que se mueren por acostarse con uno, a las gordas angurrientas, a las viejas mañosonas y a las marimachas que dicen que no les gusta; nos las tiramos por piedad o sin piedad. A las exhibicionistas que van por las calles con minifaldas y mostrando sus pechereques, nos las tiramos o las violamos porque se lo buscaron y, porque en el fondo, ya sabemos, querían eso.

Nuestra sexualidad masculina también se organiza por otros vectores discriminatorios que también son objeto de aprendizaje social. No nos gustan las cholas. Las negras son buenas para la cama. Las blanquiñosas, para casarse. Si tiene alguna discapacidad, “ni cagando”. Mejor que sea de un distrito con categoría. “¿Aimara-hablante? ¿Me has visto cara de indio?”. “Y esa tía, ´¿no es muy cocha para él?”.

A las mujeres que se portan bien, es decir, a quienes se ajustan al modelo de feminidad vigente, las tratamos como a una flor. No las tocamos ni con el pétalo de una rosa porque son las madres de nuestros hijos. Nos cumplen bien la tarea. Pero a las que desobedecen, a las que protestan, a las que nos parece que se les va el ojo por alguien, a las que exigen, a las que no se quedan tranquilitas, a las que nos levantan la voz; les damos lo que se merecen. Un puñete bien dado, un patadón donde le duela, una cachetada aleccionadora, un correazo en su pompis o un buen grito; y ya.  A los hombres se nos respeta. ¿Acaso somos pisados?. Uno es el que lleva los pantalones.

Seguramente, muchos hombres pensarán: Pero yo no soy así. Y muchas mujeres dirán: También hay hombres buenos. En realidad, aquí no estamos hablando de la maldad o de la bondad de los hombres. Estamos refiriéndonos al odio que sentimos hacia las mujeres. Ese odio sedimentado, oculto, sublimado. Ese odio que aflora en distintas formas. A veces, en violencia. A veces, en desprecio. A veces, en indiferencia. A veces, en asco. A veces, en pasividad. A veces, en formas diversas y retorcidas de amor.

Muchas veces, el odio emerge a la superficie cuando nos sentimos amenazados. Cuando alguna se atreve a rechazarnos y nos dice que no quiere ser nuestra pareja. Cuando nos dice que nos va a dejar o que nunca más volverá con nosotros, como el caso de Marisella Pizarro Tuanama de Tarapoto.. Peor aún, si nos confiesa que no es feliz o que no disfruta del sexo con nosotros. O cuando consigue un buen trabajo o empieza a trabajar. O cuando la vemos más independiente o gana más que nosotros. O cuando empieza a plantear sus ideas propias o cuando no quiere hacer lo que queremos. En esos momentos, el odio se vuelva hacia ellas de diferentes formas: Les dejamos de hablar. No les damos dinero. Les sacamos la vuelta. Nos alejamos. Las desvaloramos. Las herimos con palabras, las golpeamos o, finalmente, las asesinamos.

El odio también emerge en la insensibilidad frente a tantos feminicidios; con la inacción y misoginia de los poderes del Estado; con la culpabilización de las víctimas de violación; con los comentarios retorcidos de burla frente a violaciones horrorosas; con el fanatismo religioso y sus mensajes de odio; con el lavado de manos del “Y yo, ¿qué puedo hacer?” o del “Eso pasa entre la gente sin educación”; y con la complicidad de los medios de comunicación.

El odio se va extremando en un contexto de cambios y persistencias en la posición de las mujeres, de rebeldías y de luchas feministas, de movimientos oscilantes de ampliación/restricción de sus derechos y de libertades, de visibilización de la comunidad LGTBI que se percibe como un nuevo frente de amenaza a nuestra masculinidad. Pero también vivimos tiempos de exacerbación pornográfica y de hipersexualización generalizada que cosifica aún más a las mujeres y que genera mandatos más exigentes a los hombres y más hostiles hacia las mujeres. No es casual, entonces, que la violencia se incremente en esta coyuntura histórica. Los hombres nos sentimos más interpelados que nunca en nuestra sexualidad y en nuestra posición de poder. Y, por consiguiente, nos sentimos más presionados para actuar más consistentemente con el orden machista, sino corremos el riesgo de ser señalados de maricas, débiles, incompetentes, sacolargos o pisados.

La vida de los hombres es un camino largo de construcción del odio hacia las mujeres. Creemos sentir que ellas nos gustan, que nos atraen, que las amamos, que nos excitan, que nos morimos por ellas; pero en realidad no es eso lo que sentimos. Ellas son simplemente un medio imprescindible para afianzar y validar nuestra masculinidad, es decir, el tipo de masculinidad en el que se nos ha encorsetado. Podemos, incluso, estar convencidos que amamos, por lo menos a una o a algunas (nuestra madre, nuestra pareja, nuestras hermanas o nuestras parientes), pero estos son sólo apegos afectivos que crea la lógica patriarcal para encubrir su misoginia y distraer el sentido opresivo de nuestras relaciones con las mujeres.

No amamos a las mujeres. En el fondo, preferimos a otros hombres, salir con ellos, chupar con ellos, conversar con ellos, trabajar con ellos, juerguear con ellos. Las mujeres nos parecen, en el fondo, aburridas, sensibleras, indecodificables y demandantes. No sabemos comunicarnos con ellas. Y si no sabemos comunicarnos, no podemos amarlas.

Mientras ellas cumplen con nuestras expectativas y se comportan dentro de lo que la sociedad espera de ellas, las amamos. Nuestro amor está condicionado al orden que sostiene una forma de amor que no es amor. Las amamos mientras pueden y quieren sostener nuestra masculinidad. Pero cuando nos quieren dejar, nos dejan de amar o nos abandonan; las quemamos, las acuchillamos, las mutilamos. Porque su ausencia amenaza con hacernos menos hombres. Es una estocada de muerte contra nuestra masculinidad. No sufrimos porque se marchan, sino porque con ello se atreven a exhibir una debilidad profunda de nuestra masculinidad: la de no poder hacer feliz a una mujer. A aquella a la que creíamos propiedad nuestra. Por eso, si no es mía, no será de nadie.

Cambiar todo esto implica un esfuerzo social y político descomunal, pero urgente y necesario, en el que la educación tiene un papel trascendental en la medida que nos enfrentamos a un aprendizaje desarrollado amplia y generalizadamente en distintos escenarios institucionales. En ese sentido, por un lado, es el Estado quien debe impulsar las políticas necesarias para incidir en un cambio cultural profundo que eduque, cuestione, deslegitime, sancione toda forma de violencia contra las mujeres; pero también todo mensaje que la aliente, implícita o explícitamente. Por otro lado, desde las instituciones, llámense familia, escuela, universidad, organizaciones ciudadanas, etc; debemos promover la construcción de identidades sexuales y de género saludables que favorezcan relaciones de equidad de género y de respeto. Y, asimismo, combatir activa y abiertamente el conservadurismo político, el fanatismo religioso, el autoritarismo antidemocrático y el machismo que son un peligro real para la vida de las mujeres.

La incorporación del enfoque de género en el currículo nacional puede representar un avance en la educación de nuestros niños, niñas y adolescentes; siempre y cuando profundicemos en él para hacer visibles las inequidades existentes y las causas que las producen. Un enfoque de género deberá enfocarse en deconstruir las masculinidades (Kimmel, 2005) y las feminidades hegemónicas que dan soporte a la violencia de género, en cuestionar la heternormatividad forzada  y proporcionarles a las futuras generaciones la oportunidad de respetarse y amarse en condiciones nuevas.

Mientras nuestra educación siga amarrada férreamente a ese tipo de masculinidad y permitamos que las familias, las escuelas, los medios de comunicación y la sociedad lo celebren y legitimen; nuestro país estará condenado a vivir cien años más de soledad, de violencia y de odio contra las mujeres.

Lima, 05 de junio de 2017

Referencias

CONNELL, R.W., Masculinities. Sydney: Allen & Unwin, 1995.

FAINHOLC, B. Hacia una escuela no sexist. Ed. Aiqué. Buenos Aires. 1994

KIMMEL, MICHAEL, JEFF HEARN y R.W.CONNELL (eds.), The Handbook of Studies on Men and Masculinities. Thousand Oaks, California: Sage, 2005

LEON, E. y CARRILLO, R. Descubriendo el gémero en mi vida. Colección: De la escuela mixta a la escuela cooeducadora. Fascículo I. Tarea. Lima.2001

LEON, E. y CARRILLO, R. Descubriendo el gémero en la escuela. Colección: De la escuela mixta a la escuela cooeducadora. Fascículo II. Tarea. Lima. 2001.

SILVA SANTISTEBAN, R. El factor asco: basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo. Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú. Fondo Editorial de la PUCP, IEP y Universidad del Pacífico. 2008.

Eduardo Leon Zamora
Licenciado en Educación Primaria y magíster en Investigación Educativa. Trabaja como consultor independiente en diversos temas educativos: Currículo, formación docente, políticas educativas, EIB, Educación Ciudadana, Educación Inclusiva, Afroeducación, Educación para la Diversidad Sexual, Evaluación y Metacognición. Estudió en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano de Chile. Ha trabajado en La Casa de Cartón, en el colegio Madre Admirable de El Agustino, con los Huch´uy Runa del Cusco, KALLPA, TAREA, MINEDU, UNICEF, USAID/PERÚ/SUMA. Actualmente, trabaja en una investigación con el CISE-PUCP sobre el desarrollo de la identidad afroperuana; y con GRADE, sobre los «Efectos de la ECE en las prácticas docentes».