¿Tienen nuestros estudiantes la capacidad de producir ideas que aporten soluciones efectivas y originales a los problemas? Quizás esta no sea la pregunta correcta. A la luz de las cifras recientemente divulgadas, debiéramos preguntarnos más bien: ¿Tienen en las escuelas oportunidades para cultivar y demostrar esta habilidad?
Entre el 29 de agosto y el 7 de octubre de 2022, el Perú participó de la prueba internacional sobre Pensamiento Creativo organizada por PISA. Se trataba de evaluar cuán capaces demostraban ser para generar ideas apropiadas que solucionen problemas, ideas o soluciones originales, así como para evaluarlas y mejorarlas apelando al conocimiento y la imaginación.
Participaron adolescentes de 64 países. En nuestro caso, lo hicieron cerca de 7,000 estudiantes de primero a quinto de secundaria, de más de 300 colegios públicos y privados. Singapur obtuvo el puntaje más alto, 41 puntos, Perú obtuvo 23.5 puntos, una medida que no presenta diferencias estadísticamente significativas con los resultados de Moldavia, Kazajistán, Brunéi, Chipre o El Salvador, entre otros; y que nos sitúa por debajo de Chile, México, Uruguay, Costa Rica y Colombia.
Si examinamos estos resultados con lupa nos daremos cuenta de la gravedad de estos resultados. El 53,1 % de nuestros estudiantes está por debajo del nivel más básico de la escala, la que corresponde al inicio del desarrollo de la competencia de Pensamiento Creativo. En ese nivel de inicio se ubica el 21.9% de nuestros adolescentes. En los niveles más altos se sitúa solo el 24.9%
La pregunta es por qué
El informe indagó los factores, por lo que tenemos pistas importantes para responder esa pregunta. Por ejemplo, los estudiantes con mayores niveles de curiosidad, cuyos docentes mostraron mayor apertura a la creatividad y cuyos directores reportaron un mayor ambiente creativo en sus instituciones, obtuvieron mayores puntajes en Pensamiento Creativo.
Por el contrario, allí donde lo anterior no ocurría y donde se creía más bien que la creatividad es un rasgo que solo tiene que ver con el arte o que es una característica de personalidad que no se puede propiciar ni modificar, los estudiante obtuvieron menores puntajes en la prueba.
La prueba relacionó la creatividad con diversas áreas curriculares, como Comunicación, Matemática, Ciencias Sociales, Ciencia y Tecnología, partiendo de la premisa que se puede y se debe saber poner en práctica de manera creativa los conocimientos propios de esos ámbitos. Lo interesante es que la gran mayoría de estudiantes que participaron de la prueba se mostraron convencidos de que es posible ser creativo en casi todas las áreas y no solo ni principalmente en arte.
No obstante, el informe 2023 del Programa de Monitoreo de Prácticas Escolares, que registra la manera de enseñar de una muestra nacional de más de 5,000 docentes, nos revela que 9 de cada 10 profesores no formula preguntas a sus estudiantes ni tampoco las demanda y cuando lo hace, se trata de preguntas cerradas que tienen una sola respuesta correcta posible, que se responde apelando a la memoria; en general, la gran mayoría traza una ruta de trabajo que los estudiantes deben obedecer y seguir al pie de la letra. Las cifras son idénticas cuando se observa el nivel de participación de los estudiantes en las decisiones sobre su aprendizaje, 9 de cada 10 docentes no les permiten tomar ninguna decisión de manera autónoma. ¿Es este un escenario propicio para que los estudiantes puedan pensar por sí mismos?
¿Se necesita usar la cabeza para aprender?
A lo largo del siglo XIX se asumía que aprender consistía en adoptar sin más las ideas que se recibían de los profesores en las aulas. El modelo de enseñanza que predominaba era el de la instrucción directa, una herencia del siglo anterior, y que partía de la premisa de que todo menor de edad carecía de racionalidad, lo que justificaba plenamente que se le impongan ideas y creencias. Durante la primera mitad del siglo XX surge la teoría del estímulo-respuesta, que consideraba la imitación y la repetición como expresión de aprendizaje, desestimando cualquier participación del cerebro en esa operación por ser un órgano hasta entonces desconocido.
Ha sido en la segunda mitad del siglo XX en la que se reconoce la actividad mental como el factor principal del aprendizaje, pero no la función de almacenamiento sino la de análisis, asociación, comparación, clasificación e inferencia, entre otras, por ser las que hacen posible procesar la información recibida o la experiencia vivida de una manera racional. En efecto, la capacidad de las personas para discernir racionalmente lo que viven desde cualquier edad empieza a ser acreditada por numerosas investigaciones y es la que explicará el surgimiento de la ciencia cognitiva. Ahí nacieron gigantes como Piaget, Brunner y Ausubel. Es la que valida también las indagaciones e ideas de Vygotsky e incluso los posteriores estudios de Gardner sobre la innata diversidad de la inteligencia y su florecimiento desde edades tempranas.
En este contexto surgen inventos extraordinarios como las computadoras, creadas para procesar información como lo hace el cerebro humano. Por fin se reconocía la capacidad de las personas para pensar y para decidir sobre sus aprendizajes, dejando atrás las creencias que marcaron a fuego el surgimiento de los sistemas educativos.
Luego vendría Goleman, Salovey, Csikszentmihalyi y una diversidad de investigadores que hicieron contribuciones notables al estudio de la inteligencia en su conexión con las emociones, así como en la conexión de éstas con el comportamiento y el aprendizaje. Humberto Maturana, desde la biología, va a enfatizar la conexión profunda con el otro y la calidad de los vínculos entre educadores y aprendices como un factor decisivo para generar apertura mental y hacer viable el aprendizaje.
Estos hallazgos, entre otros, nos han dado suficientes evidencias para aceptar que no es posible aprender sin activar la mente y que pensar no es sinónimos de recordar; que hacer preguntas a los estudiantes sobre temas que luego van a ser explicados no crea una oportunidad para razonar sino para adivinar; que sermonearlos o pontificar sobre la importancia de algún tema dista mucho de una estrategia útil para hacerles pensar por sí mismos.
Aprender resolviendo problemas
Los matemáticos conocen bien a George Polya, quien aportó un enfoque para la resolución de problemas matemáticos que partía, como no podía ser de otro modo, de comprender fehacientemente el problema, para luego diseñar y ejecutar un plan, cuya solución sea revisable.
Pero más allá de las matemáticas, aprender a partir de la resolución de problemas de toda índole ha sido un enfoque que ha recorrido el mundo de la pedagogía desde inicios el siglo XX con la teoría del aprendizaje experiencial de John Dewey y ha recibido el aporte de destacados investigadores.
Herbert Simon, por ejemplo, Premio Nobel de Economía, desarrolló la teoría de la racionalidad limitada, que explica cómo las personas tienden a tomar decisiones basadas solo en la información disponible y en su propia capacidad cognitiva sin discernir sus límites; es decir, tienden a evitar la búsqueda de la mejor solución. Karl Duncker, por su parte, psicólogo de la Gestalt, estudió la fijación funcional, es decir, la tendencia de las personas a ver e interpretar las cosas solo en términos de su función habitual, sin considerarlas en todos sus aspectos y conexiones, lo que limita la posibilidad de encontrar soluciones eficaces y creativas.
Daniel Kahneman y Amos Tversky identificaron una serie de errores a la hora de pensar que denominaros sesgos cognitivos, atajos mentales que utiliza nuestro cerebro para procesar información de manera rápida y eficiente, pero que pueden llevarnos a errores de interpretación y de decisión, induciéndonos a caer en estereotipos o prejuicios. Edgar Morin, por su parte, también nos habla de las «cegueras del conocimiento», aludiendo a nuestra incapacidad de reconocer los límites y errores en nuestra forma de conocer la realidad, permitiendo que nuestras perspectivas y creencias distorsionen nuestra comprensión.
Eso quiere decir que aprender a partir de la resolución de problemas representa todo un desafío para la capacidad de pensar de los estudiantes y para la capacidad de los docentes de propiciar un abordaje reflexivo, tanto como de diseñar y acompañar un proceso de resolución donde los estudiantes tengan la oportunidad de razonar y discernir con autonomía cada uno de sus pasos.
Todas las reformas curriculares que hemos tenido en el país desde fines del siglo XX han coincidido en una cosa: las competencias suponen un tipo de aprendizaje que exige partir de situaciones retadoras. El concepto de «situación significativa» ha estado siempre presente, porque aprender a actuar de forma competente supone aprender a afrontar y resolver problemas, pero no cualquier problema sino aquellos que representen un genuino reto cognitivo para los estudiantes. Esta idea se ha distorsionado tanto, que el concepto de «problema» quedó completamente diluido con el paso de los años.
Frank Lester define el concepto de problema como una situación portadora de una dificultad cuya resolución representa una necesidad para nosotros y para la cual, sin embargo, carecemos de un camino rápido y directo que nos lleve a la solución. En la tradición escolar, este planteamiento resulta incomprensible, pues lo común es proponer situaciones que ya tienen una respuesta conocida, a la cual deben llegar todos los estudiantes así no sientan necesidad de hacerlo, sea porque el docente se las proporciona, sea porque los manda a transcribirla de una fuente que la contiene. Nunca se trató de que el estudiante piense, sino de que se apropie de las «ideas correctas» y las retenga en la memoria. Por esta razón, nunca se entendió la idea de una situación retadora como inicio de un proceso autónomo de resolución que demande pensar, indagar y tomar decisiones propias.
Aprender a través de experiencias de resolución de problemas supone pensar, activar la mente, poner en juego diversas operaciones mentales. El análisis reflexivo de la situación es el inicio de una ruta en la que los estudiantes deban investigar, compartir y someter a discusión sus hallazgos, extraer y concertar conclusiones, para finalmente emplearlas en la construcción de una solución al problema. A esto se le llama aprendizaje inductivo, una manera de llegar al conocimiento a partir del análisis racional de hechos reales y no a partir de una exposición o del copiado de información.
Una experiencia de esta naturaleza permite a los estudiantes tres ganancias particularmente trascendentes: en primer lugar, aprender a discernir el conocimiento críticamente, no solo a recordarlo para repetirlo; aprender a producir conocimiento nuevo mediante la investigación; y aprender a emplear reflexivamente el conocimiento para construir soluciones a problemas reales. El conocimiento no desaparece del horizonte, lo que cambia es la tradicional relación que la escuela ha propiciado con el conocimiento, que se limitaba al consumo acrítico de información y su acumulación en la memoria.
Pensar rápido, pensar despacio
Todo esto supone pensar, pero, como diría Kahneman, pensar despacio. Pensar rápido, nos dice, es pensar de manera automática, veloz, intuitiva y emocional, haciendo asociaciones sin conciencia plena. Es como solemos pensar en situaciones cotidianas poco trascendentes o en contextos familiares. Pensar despacio, en cambio, es pensar de manera deliberada, lógica y analítica, haciendo un esfuerzo consciente y con mayor nivel de concentración. Es como se necesita pensar para resolver problemas complejos, analizar información y tomar decisiones importantes. Pensar rápido nos lleva a caer en sesgos cognitivos, pensar despacio es más preciso y con menor probabilidad de error.
Es fácil darse cuenta que pensar despacio es lo que menos permiten las rutinas escolares, caracterizadas por la prisa. En una hora pedagógica hay que correr para iniciar y cerrar una actividad, porque después viene otra y otra más.
Dice Kahneman que la voz de la razón puede ser menos audible que la voz de una intuición equivocada; que no resulta fácil discutirles a nuestras intuiciones cuando estamos inmersos en acciones vertiginosas que demandan decisiones rápidas; y que a nadie le gusta ser prisionero de las dudas cuando afronta un problema álgido. Sin embargo, todo proceso de toma de decisiones implica analizar el problema que hay que resolver, buscar y conseguir la información que esa decisión necesita; y someterla a reflexión. No hay forma de evitar seguir estas etapas si buscamos una solución efectiva. Y son precisamente las etapas que forman parte de toda metodología activa y de toda experiencia de resolución de una situación significativa en el aula.
La ansiedad por los plazos en que deben cumplirse las actividades programadas y reportar calificaciones de manera recurrente en periodos breves vuelve imposible este circuito de pensamiento, induce a la premura y pone los medios (las actividades) por delante de los fines (los aprendizajes). En ese escenario, lo práctico y expeditivo, lo menudo y específico, lo que es viable en el cortísimo plazo, es lo que gana prioridad
Regresemos al principio. La prueba PISA sobre pensamiento creativo se propuso evaluar la capacidad de nuestros adolescentes para generar ideas apropiadas que solucionen problemas, aportando soluciones originales, así como para evaluarlas y mejorarlas apelando al conocimiento y la imaginación. Si nos parece que eso es imposible en nuestra realidad, preguntemos no a Singapur ni a Finlandia sino a Chile, México, Uruguay, Costa Rica y Colombia cómo lo están haciendo, porque lo están haciendo mejor que nosotros. Hacerlo posible, sin embargo, supone francas rupturas con modelos anacrónicos de enseñanza, de escuela y de supervisión que se sostienen en las costumbres más que en las normas. Se necesita decisión para empezar a hacerlo, no será fácil, lo venimos intentando desde hace treinta años, pero jamás daremos el primer paso si no lo creemos posible.
Lima, julio de 2024