Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
De pronto, el olor a quemado empezó a inundar la casa. La madre corrió a la cocina con sus ojos rojos de ira y cuando estaba por cruzar el umbral, su esposo la atajó. Déjame entrar a mí por favor, le dijo, yo me hago cargo. Los niños asustados vieron entrar a su padre para preguntarles qué fue lo que pasó. Cuéntenme qué hicieron desde el principio hasta el final, les dijo con tranquilidad. Sus tres hijos reconstruyeron el procedimiento que siguieron paso a paso y cuando su papá les preguntó dónde estuvo el error, se lo explicaron con total claridad. ¿Cómo tendrían que hacer las cosas para no volver a cometerlo?, les preguntó finalmente. Y los tres se lo indicaron casi al unísono. Muy bien, les dijo, ahora limpien todo y vuelvan a empezar.
El padre –un profesor de ciencias del Instituto Superior Pedagógico de la provincia– les había venido enseñando a cocinar desde hacía varias semanas y justo ese sábado les tocaba preparar el almuerzo a ellos solos, sin la tutoría de papá. Y si él rogó a la madre no intervenir en ese momento crítico, fue por una simple razón: quería que aprendan del error, algo que no iban a lograr a partir del reproche sino de la reflexión. Sus hijos, ya en la pubertad, habían aprendido con el padre los conocimientos y las técnicas básicas del arte culinario, empleándolos aceptablemente en la preparación de distintos platos. Pero cada receta representa un reto diferente y en la de ese día, algo falló.
David Ausubel, psicólogo y pedagogo estadounidense a quien le debemos la teoría del aprendizaje significativo, tan aludida desde hace 30 años en el campo de las políticas educativas, dijo alguna vez que el factor más importante que influye en el aprendizaje es lo que el alumno ya sabe, por lo que debemos averiguar primero qué sabe y enseñarle en concordancia con ese dato. Dijo algo más fuerte aún: que ese principio era tan importante, que en él podría resumirse toda la Psicología Educativa. Nada menos. Por cierto, Ausubel partía de una premisa: el que aprende necesita tener la mente activa y estar cotejando todo el tiempo lo que ya sabe con lo que desconoce. Es la experiencia reflexionada lo que hace posible el aprendizaje de lo nuevo, no el que se olvida después del examen, sino el que perdura, el que se incorpora como algo propio a las formas de ser, pensar y actuar de las personas.
Recordar esto es necesario ahora que se discute el rol del docente dentro de una estrategia de educación a distancia. No cabe duda que el cierre de las escuelas y la imposibilidad de interactuar cara a cara con los estudiantes plantea los docentes nuevas demandas al ejercicio de su rol. Pero buena parte de la discusión se está enfocando en el uso de las nuevas herramientas, sea que se trate de herramientas digitales o de la televisión, la radio y el celular.
En el primer caso, abundan los intercambios y debates, por ejemplo, sobre plataformas de video chat o videoconferencias que ahora son de uso libre, sobre portales educativos con una gran variedad de recursos virtuales o sobre bibliotecas digitales con infinidad de textos de libre disposición. Esto trae la dificultad de tener que aprender a utilizar estas herramientas, a combinarlas, a relacionarlas con las actividades pedagógicas previstas para aprender lo que toca. Los medios que no permiten interacciones en tiempo real plantean otras necesidades, como la comunicación diferida y en buena medida intermediada con los estudiantes. A esto se agrega la tarea de mantener contacto permanente con los padres de familia, considerando que no todos tienen celular o correo electrónico, ni viven necesariamente en el mismo vecindario. Por supuesto, se suma también la misma necesidad de contacto entre colegas y con los directivos de la institución educativa para coordinar el trabajo de cada día. Las mayores o menores facilidades para hacer todos esto en diferentes contextos, urbanos y rurales, o las distintas maneras de resolver los impases, son temas frecuentes de conversación.
La cuestión de fondo, sin embargo, es por dónde pasa lo esencial del rol docente en un contexto tan atípico como este y si acaso es sustantivamente distinto al que se juega en escenarios presenciales. Y es ahí donde la discusión nuevamente se nos va por la tangente. Por ejemplo, se ha desatado toda una polémica, absurda y agresiva, sobre si las personas que aparecen en los programas de televisión de «Aprendo en casa» deben ser docentes o seguir siendo comunicadores, como es ahora.
Vamos a suponer que deseamos preparar un programa educativo a través de la radio. Luego, el contenido lo tendría que preparar un docente o un equipo de docentes, pero lo lógico sería que para la lectura del guion buscásemos locutores profesionales, que son quienes dominan las técnicas de impostación y modulación de voz. Nos guste o no, son los códigos de la radio. Asimismo, son conocidas revistas especializadas a nivel internacional, por ejemplo, en crianza infantil, creadas exprofeso para llegar a un público muy amplio y que, en efecto, logran índices altísimos de lectoría. Estas revistas están redactadas íntegramente por periodistas profesionales, pero en base a contenidos elaborados por un comité científico donde hay pediatras, nutricionistas, psicólogos y expertos en psicomotricidad. Nos guste o no, son los códigos de la prensa escrita. Por otro lado, quienes prestan la voz a los famosos personajes de Plaza Sésamo, en los programas educativos que ellos producen, no son docentes sino actores profesionales, aunque el alto estándar de calidad que todos le reconocen a su propuesta pedagógica se deba al trabajo especializado de los educadores que producen sus contenidos. Nos guste o no, son los códigos de la televisión. Y a ninguno de los expertos que elaboran los contenidos de estos programas les parece mal.
En el caso de Aprendo en casa TV, ¿por qué tendría que ser diferente? Los contenidos los preparan docentes, especialistas en los diversos niveles y áreas curriculares, pero el guion los presenta ante cámaras un comunicador con dominio escénico. Si alguien piensa que quienes nos dan el pronóstico del tiempo en los noticieros matutinos de la TV son geógrafos o climatólogos, debe desengañarse. La información la aporta el científico, pero la lectura de su reporte la hace un presentador de noticias, es decir, un periodista.
¿De dónde viene esta confusión? Es muy sencillo: de la idea que enseñar es ofrecer una clase magistral. Si seguimos pensando que el rol del docente es transmitir conocimientos, obviamente, imaginamos que los programas de Aprendo en casa TV deben emular las clases que comúnmente se ofrecen en las escuelas. Luego, es lógico que se extrañe la presencia de un profesor dictando cátedra.
Y aquí es donde volvemos a darle la palabra a Ausubel para que nos recuerde que, aun en los casos donde solo se recepciona información, como ocurre con la televisión o la radio, se pueden producir aprendizajes significativos si el estudiante tiene la oportunidad de conectar lo que escucha o lo que ve con lo que ya sabe. Es decir, cuando reflexiona, indaga, compara, analiza, infiere desde su experiencia, saca conclusiones y las somete a discusión. Esas son precisamente las oportunidades que los docentes deben propiciar a partir de los datos, insumos y actividades que el programa les ofrece para despertar el interés de sus estudiantes y es allí donde se pone a prueba su rol como educadores. Si los atiborra de tareas y se limita a supervisar su cumplimiento o a corregir errores y calificar las tareas, no lo estará cumpliendo. Si convierte esta experiencia en una oportunidad para suscitar reflexión crítica, absolutamente sí.
Mucho ayudan las preguntas, aquellas que invitan, por ejemplo, a comprobar los supuestos de los que parten, a profundizar en sus razones, a mirar las cosas desde otras perspectivas, a imaginar las consecuencias lógicas de lo que afirman. De esta manera, el acompañamiento del docente a lo hecho por sus alumnos, servirá para incentivar su capacidad de pensar. Si este rol es hoy lo esencial de la docencia en la educación presencial, no lo puede ser menos en la educación a distancia.
¿Cuán eficaz será todo esto para lograr aprendizajes genuinamente reflexivos en los estudiantes en cada área curricular? Difícil saberlo en las actuales circunstancias, dadas las limitaciones existentes para hacer un monitoreo presencial o una evaluación de entrada y salida para cada modalidad de la estrategia. Pero eso no importa ahora. Ya habrá ocasión el 2021 para averiguar cuánto avanzaron y cuánto camino falta por recorrer en cada caso. Lo que sí importa es que esas oportunidades no les falten. En medio de una pandemia que está cobrando vidas por cientos de miles en el mundo y cuyo origen nos remite al comportamiento irresponsable de las sociedades con la naturaleza y con sus semejantes, aprender a pensar, razonar o discernir la realidad, se vuelve algo de vida o muerte.
Me comentaba hace unos días un acompañante de zona rural acerca de un sencillo proyecto de crianza de lombrices que había sugerido a sus docentes. La secuencia didáctica suponía mucha observación y registro por parte del niño a lo largo de varios días, pero las preguntas propuestas eran todas de concepto: ¿qué clase de animal es una lombriz?, ¿cuántas clases de lombrices hay?, ¿dónde viven las lombrices?, y otras más cuyas respuestas no necesitan reflexión, análisis ni investigación alguna, porque ya están respondidas en los libros y solo invocan el recuerdo.
Aquel profesor de ciencias lo tenía claro. Él sabía que, si quería educar, tenía que crear ante todo oportunidades de reflexión. Por eso no entró a censurar ni a castigar ni a decirles en qué se equivocaron ni a pedirles que recuerden lo que él les había enseñado, sino a hacerlos pensar.
Sé perfectamente que todo esto no basta para desarrollar las competencias del currículo, es apenas su piedra angular, pues no hay posibilidad de aprender a actuar de manera competente sin reflexión crítica. Pero el actual contexto ha sacado a la luz muchos problemas pedagógicos que antes solo podían notarse cuando se entraba a un salón de clases. Ahora se corrió el velo y vemos que la diferencia sustantiva entre recordar y pensar, que ha partido las aguas en los sistemas educativos del mundo desde fines del siglo XX, muy lamentablemente, sigue siendo borrosa para un buen sector de docentes.
Hace varios años, un querido amigo me contó una anécdota fascinante. Max Hernández, reconocido psicoanalista y ex Secretario Ejecutivo del Acuerdo Nacional, dio una conferencia en la Pontificia Universidad Católica donde dijo, entre otras cosas, que en las sociedades contemporáneas, las personas parecían haber perdido el hábito de pensar. Cuando finalizó, un joven se le acercó para felicitarlo y le hizo el siguiente comentario: «Muy interesante doctor Hernández eso de pensar, es lo que hacía Platón, ¿verdad?».
Si para buscar ejemplos de capacidad reflexiva o de razonamiento crítico tenemos que remontarnos a la Antigua Grecia, es que estamos graves como sociedad. Yo prefiero creer que ese joven despistado no nos representa.
Lima, 4 de mayo de 2020