La movilización masiva de la sociedad peruana consiguió sacar a un gobierno sin legitimidad ciudadana. Pero durante las protestas se cometieron abusos de fuerza que amenazan una herramienta crucial de nuestra democracia: manifestarnos para pedir un país mejor.
Gabriela Wiener | The New York Times
La movilización masiva de la sociedad peruana a mediados de noviembre, con miles de jóvenes en la primera línea de las manifestaciones, consiguió derrocar en unos días a Manuel Merino, quien después de imponer una moción de vacancia al presidente Martín Vizcarra asumió el poder sin legitimidad ciudadana.
El gobierno de facto ordenó a la policía que saliera a aplastar a la multitud como en los más cruentos días de la dictadura de Alberto Fujimori, en la década de los noventa. Hacía años que en la capital no se vivía una represión policial tan desproporcionada y letal. El día de la marcha nacional, el 14 de noviembre, dos jóvenes, Jordan Inti Sotelo y Bryan Pintado, fueron asesinados, el primero por al menos cuatro disparos de perdigones de plomo y el segundo por once impactos. La conmoción por sus muertes desencadenó la caída de Merino.
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La repentina nueva consciencia de que la protesta funciona inaugura para muchos una nueva era denominada como el “despertar peruano”. Esa reciente articulación surgida de la intentona autoritaria descansa, sin embargo, sobre décadas de protesta en distintos lugares del Perú, pero ese importante eslabón de la defensa democrática está cada vez más coartado y amenazado.
La demanda de un órgano policial que no esté tomado por los vaivenes de la caótica política peruana ni por la violencia se ha vuelto un clamor urgente.
Hoy la gente exige que se garantice su seguridad y el respeto por los derechos humanos para poder ejercer la lucha libremente y refundar el país.
El gobierno de transición de Francisco Sagasti —quien asumió el poder tras las protestas callejeras y una serie de negociaciones con el desacreditado Congreso— comenzó con señales preocupantes: la nueva primera ministra, Violeta Bermudez, dio un sorprendente respaldo al trabajo de la policía al asegurar que la violencia se trataba de casos aislados. Horas después, el presidente asumió ese mismo discurso. Solo ante la creciente presión social y la amenaza de nuevas protestas, Sagasti anunció el cese del comandante general de la policía peruana así como la creación de una Comisión de Bases que recomiende acciones para “modernizar y fortalecer” la institución y el pase a retiro de más de una decena de generales.
El presidente parecería tender hacia una incipiente reforma, pero hay razones para estar inquietos. Por eso la nueva presidenta del Congreso, Mirtha Vásquez, y la congresista Rocío Silva Santisteban han reaccionado proponiendo una modificación de la ley de Protección Policial para que se pueda imputar policías, ahora mismo blindados por esa legislación, en caso de uso abusivo de la fuerza. Parece obvio decirlo, pero un ciudadano que se expresa no puede ser tratado como un criminal.
Tras el asesinato de George Floyd, varias ciudades de Estados Unidos están revisando sus sistemas policiales. En Chile la reforma policial también es un tema central en la agenda política. En Perú, la brutal represión de las pasadas semanas ha dejado más que en claro que la reforma no solo es imprescindible sino urgente. Y no solo eso: también ha revelado que necesitamos un nuevo pacto social que encamine al país hacia una democracia real.
En los datos que maneja la Defensoría del Pueblo se constata el uso excesivo de la fuerza. Según indican los reportes, la policía disparó perdigones directamente sobre el cuerpo y a distancias cortas, lo que provocó, además de las dos muertes, decenas de heridos. Para los operativos más agresivos se usó a los ternas, grupos de tres policías infiltrados sin uniforme ni identificación que trabajan desde 2012 en las calles. Se les imputa detenciones arbitrarias, incitación a la violencia y hasta sembrado de pruebas. Y aunque tras su cuestionado papel en la jornada cívica el gobierno ha dispuesto que no vuelvan por ahora a las manifestaciones, aún funcionan pese a que la sociedad civil lleva días pidiendo su desactivación.
Pero quizás lo más siniestro fueron las denuncias de jóvenes que no retornaban a su domicilio. Así, la Defensoría y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos emprendieron la búsqueda conjunta de cerca de 40 personas, para lo que fue imprescindible la colaboración de grupos autónomos de estudiantes que llevaban sus propios registros. Los jóvenes desaparecidos regresaron a sus casas pero se registraron casos que revelan un comportamiento sistemático en los agentes. Dos ejemplos: Luis Fernando Araujo asegura haber sido torturado y retenido en un lugar no oficial, lo que podría constituir delito de secuestro; y una mujer denunció haber sido abusada sexualmente por la policía durante su detención.
De momento, existen investigaciones abiertas por la fiscalía después de que diversas organizaciones de derechos humanos denunciaran los delitos de homicidio agravado, lesiones graves y abusos de autoridad en el contexto de graves violaciones a los derechos humanos contra el propio Merino y otros de sus funcionarios. Debemos permanecer atentos a que se investiguen y esclarezcan los asesinatos y estos casos de abuso. Pero hay más por hacer. La protección contra quienes disienten debe ser una prioridad en Perú.
La violencia policial y el asesinato de los dos jóvenes, sin embargo, no puede explicase solo por el levantamiento de unos golpistas, es más bien la culminación de un plan de Estado que viene de muy atrás para acallar cualquier tipo de protesta que amenace el “proyecto de país”, es decir, el del relato del crecimiento económico a toda costa, y para el que la policía ha sido una herramienta primordial.
Ciudades, pueblos y comunidades del interior del país se han resistido durante años a la imposición de proyectos mineros no consultados en conflictos medioambientales que han evidenciado a una policía habituada a la brutalidad. Cuando los muertos por represión policial no son de Lima sino de Cotabambas, Espinar o Islay, no solo suele haber silencio, también criminalización de la protesta. Este gobierno de transición ya tiene planes, por ejemplo, para acelerar los plazos y en última instancia reemplazar la consulta previa con los pueblos originarios para facilitar la agenda de la industria extractivista.
El Perú no acaba de despertar, como se piensa, en realidad una buena parte de este país lleva tiempo despierto, movilizándose, defendiéndose de la violencia de Estado durante gobiernos democráticamente elegidos y pidiendo ser escuchados. Sagasti debe saber que este no es momento de hacer política de “gestos” solo para aplacar el descontento popular.
Ahora que hay más voces que se unen al pedido del cese de la represión y de una reestructuración policial integral también es tiempo de propiciar un nuevo pacto social.
La crisis política ha instalado ya el debate sobre la necesidad de iniciar el camino hacia una nueva constitución, que reemplace a la que surgió del gobierno autoritario de Fujimori, para soñar con otro país, uno inclusivo, menos desigual, respetuoso con el medioambiente y libre de violencia. Para lograrlo hay que poder salir a la calle sin miedo a reclamar ese Perú.