Luis Guerrero Ortiz
«Una gran conquista de la inteligencia sería poder, al fin, deshacerse de la ilusión de predecir el destino humano. Así, el devenir queda abierto e impredecible». Edgar Morin |
La reciente modificación del Diseño Curricular Nacional (DCN) para validar las competencias definidas en las Rutas de Aprendizaje, sumada a la difusión de sesiones de clase, así como al programa denominado Jornada Escolar Completa (JEC), dirigido a un grupo de colegios secundarios, ha hecho surgir en numerosos maestros muchas dudas relacionadas a la planificación de las clases. El problema es que desde hace mucho tiempo, hemos convertido el acto de planificar los procesos de aprendizaje en una rutina burocrática de llenado de formularios repletos de casilleros, perdiendo de vista el sentido profesional que supone el diseño de sucesos futuros destinados a encadenarse para producir un fenómeno trascendente: el aprendizaje. Es por eso que vale la pena colocar la discusión no en los formatos oficiales que se deban llenar, antiguos o nuevos, sino en las cuestiones de fondo implicadas en esta fase del trabajo docente.
El desafío de influir sobre seres vivos inteligentes
Imaginen por un instante un tablero de ajedrez con las piezas negras y blancas perfectamente alineadas en sus respectivos casilleros antes de iniciar la partida. Imaginen ahora que cambiamos las reglas del juego y sólo las blancas pueden mover, las negras no. Empieza la partida y los peones, alfiles y caballos blancos avanzan sobre terreno libre y se mueven en el tablero según sus deseos, sin hallar oposición. Si ese fuera el caso, el que juega con las blancas no requeriría estrategia alguna ni planes de contingencia. Podría limitarse a aplicar un sencillo plan de avance y obtener sin dificultad el éxito que buscaba.
Andrea es una maestra de primaria con quince años de experiencia. Durante todo este tiempo, ella ha estado muy convencida de que planificar la enseñanza es como diseñar un plan para ganar una partida de ajedrez, donde ella juega con las blancas y donde las negras, es decir, sus alumnos, no juegan. En otras palabras, ha creído que la planificación de clases es el simple ejercicio de colocar sus deseos e intenciones en un papel y sobre una línea de tiempo.
Andrea enfoca así la planificación porque cree que enseñar consiste básicamente en aplicar un diseño al pie de la letra sobre un terreno, en principio, limpio de obstáculos. Es por eso que las dificultades que siempre ha encontrado en el camino la han mortifican tanto. En rigor, piensa Andrea, tales tropiezos no deberían existir y si aparecen, es solo porque sus alumnos están transgrediendo las reglas del juego.
Muchos docentes piensan como Andrea, y no les es posible imaginar que planificar la enseñanza es, en realidad, como planificar una partida de ajedrez donde el juego ya está iniciado. Cuando observamos un tablero a mitad de juego, lo que vemos son piezas blancas y negras distribuidas de manera distinta y muy enrevesada, donde cada movida exige detenerse a observar y a pensar. El aula es igual. En el ajedrez de la enseñanza, las negras sí juegan, por lo que las piezas blancas están obligadas a tomar muy en cuenta sus movimientos, su disposición y sus posibilidades antes de mover.
Más aún, las blancas están obligadas a imaginar cómo se observa el juego desde la perspectiva de las negras para poder así prever sus propias movidas, considerando las intenciones del otro. En este escenario, sí se necesita estrategia y planes de contingencia. Los planes iniciales pueden variar y de hecho van a modificarse, pues el desenvolvimiento del juego, a pesar de la racionalidad lógica y matemática que requiere, va a estar atravesado siempre y de manera inevitable por el azar y la incertidumbre.
Estar preparado siempre para lo inesperado
Edgar Morin lo dijo con mucha claridad: «Toda acción es decisión, elección y también apuesta». Podríamos preguntarnos, ¿y por qué apuesta? Porque siempre existirá riesgo e incertidumbre. «Desde que un individuo emprende una acción, ésta empieza a escapar a sus intenciones», dice Morin. La historia está repleta de ejemplos de cómo los planes más serios y minuciosos fueron arruinados por circunstancias no previstas.
Ahí tenemos la derrota de Napoleón Bonaparte –uno de los más grandes estrategas militares- ante las tropas dirigidas por el duque de Wellington y el ejército prusiano en 1815, o el sorprendente y trágico accidente del transbordador espacial Challenger en 1986. Del mismo modo, la historia de la ciencia está plagada de grandes descubrimientos que fueron producto del azar, es decir, de situaciones inesperadas dentro un proceso previamente planificado, como el horno microondas, creado por el ingeniero Percy Spencer en 1946 a resultas de un accidente.
Esto quiere decir que una maestra como Andrea no puede planificar sus clases suponiendo que la secuencia de acciones didácticas que ha previsto, se va a ejecutar sin variación alguna. El aula no representa un entorno quieto y estable, está repleta de seres humanos dotados de libertad para decidir si se involucran o no con las actividades planteadas por su docente, si ponen alma, mente y corazón en las tareas que les demanda o se limitan a realizarlas con desgano. Si su interés se mueve en dirección contraria, ocuparán una posición distinta a la prevista por su maestra, afectando sus planes y comprometiendo sus resultados.
Si Andrea insistiera en seguir adelante con sus planes ignorando la vitalidad y las características de su público, le ocurriría lo mismo que si moviera sus piezas en automático en una partida de ajedrez: podría complicar sus posibilidades de éxito, retroceder lo avanzado o fracasar sencillamente. En un aula, considerando que estamos hablando de estudiantes de carne y hueso, no de objetos de plástico, cualquier de estas tres posibilidades terminarían, además, causando perjuicios sobre todo a ellos.
Los malos hábitos en la planificación de clases
Los hábitos de programación curricular de una gran cantidad de maestros se parecen mucho a los de la profesora Andrea: colocan ritualmente sobre una hoja de papel la secuencia de acciones que desean realizar y punto. Es decir, se limitan a transcribir a un formato determinado los logros de aprendizaje para el grado que se enuncian en el currículo, acompañados de una serie de actividades distribuidas en el tiempo, sea que se trate de horas, días, semanas o meses. Esta forma de planificar parte de varias premisas falsas:
- Andrea cree que el público al que se dirige es un grupo homogéneo y, por lo tanto, requiere lo mismo. Lamentablemente para ella, cualquier grupo de alumnos al que le toque enseñar va a ser siempre heterogéneo. Hoy está más claro que nunca: ser diferente es lo normal. Ciertamente, aceptar ese hecho es asumir mayores exigencias, por eso es que muchos prefieren seguir suponiendo que no es así.
- Andrea cree que sus alumnos son un público inerte, sin voluntad, que se limitará a recibir pasivamente sus indicaciones. Lo cierto es que ningún niño o adolescente normal va a comprometerse con aquello que no le interese y ese rechazo se va a manifestar de una forma u otra. Lo ha dicho Emilio Tenti repetidas veces: en ninguna sociedad del planeta las personas se apropian de un conocimiento cuando no creen necesitarlo.
- Andrea cree que puede controlar todas las fases del proceso y conseguir que todo salga tal como lo previó. Sin embargo, lo que Andrea puede controlar es lo que ella ha pensado hacer, pero no las respuestas de sus estudiantes. Lo que ellos harán o la actitud que adoptarán será siempre impredecible. Quizás la obedezcan y hagan todo lo que les pide, y eso no significará necesariamente que se interesen y aprendan.
- Andrea cree que lo que toca al profesor es cumplir con las actividades previstas y que los aprendizajes ya son problema de cada alumno. Pero si los aprendizajes son su principal objetivo y son la consecuencia lógica esperada de las experiencias e interacciones que ella propicia, no hay forma de eludir su responsabilidad moral y profesional por todos ellos. Acudimos a un médico para que nos cure, no sólo para ser recetados.
Los ingredientes fundamentales de la planificación
Si planificar el aprendizaje supone hacer el diseño de un futuro posible, donde un grupo de personas va a pasar por una serie de experiencias y a adquirir gracias a ellas determinadas competencias, se trata de hacerlo aceptando que el curso de la acción va a sufrir variaciones y que habrá que prepararse para afrontar esas contingencias.
Ahora bien, ¿cómo reduzco –eliminarlo es imposible- el margen de variabilidad de mis planes? La respuesta es muy sencilla: profundizando mi conocimiento de los estudiantes, del tipo de resultados que deben lograr y de la naturaleza de los medios que la pedagogía me ofrece para alcanzarlos. Dicho de otro modo, mientras menos conozca a mis alumnos, mientras más confundido esté respecto de los aprendizajes que el currículo demanda y mientras más reducido sea mi repertorio de alternativas didácticas, las posibilidades de que mis planes tropiecen con numerosas eventualidades y no logren sus propósitos serán mayores.
Tengamos en cuenta que un plan de clases no fracasa necesariamente porque sus actividades no hayan podido realizarse ni sus plazos cumplirse, sino porque su impacto en las capacidades de los alumnos haya sido nulo o mínimo. En ninguna parte del mundo se juzga un plan –cualquiera sea su naturaleza- por lo que hizo, sino por sus resultados. Las actividades son un medio, no un fin, así se hayan ejecutado estupendamente bien.
♦ Estudiantes. Empecemos por lo básico, ¿qué me aporta el conocimiento de mis estudiantes? Cuando menos dos datos fundamentales para la planificación. En primer lugar, saber qué tan cerca o lejos están de las competencias que deben lograr. A estas alturas del desarrollo de la pedagogía ya es un hecho indiscutible que nadie llega al aula con las manos vacías, más allá de su edad, su cultura o su condición social. Si no tomo conocimiento del nivel de los estudiantes respecto a las metas que debo lograr, no sabré qué hacer de diferente para ayudar a unos y a otros a avanzar el trecho que les falta.
En segundo lugar, por dónde van sus experiencias e intereses. Si me informo sobre qué tipo de actividades realizan fuera de la escuela y con cuáles se identifican más, sobre sus hábitos y sus rutinas, las más gratas y las más desagradables, entre otros detalles de su vida cotidiana y de los mundos en los que participan, podré tener un panorama de sus preferencias. Este conocimiento me ayudará a identificar el tipo de situaciones de aprendizaje más afines a sus intereses y a su experiencia de vida. Solo así podré saber qué experiencias aportarán mayores probabilidades de suscitar su compromiso.
♦ Aprendizajes. Ahora bien, ¿qué me aporta el conocimiento cabal de los aprendizajes que demanda el currículo? Dos cosas demasiado importantes. La primera, es la plena consciencia de que el tipo de aprendizaje que hoy se privilegia en la educación escolar del país, son competencias, por lo que estoy en la necesidad de entender cuál es su naturaleza. Una competencia no es un tema ni una habilidad cognitiva, son cualidades de actuación de orden superior, que suponen saber elegir, combinar y poner en práctica saberes de distinta naturaleza para obtener un resultado determinado en una situación concreta. Por lo mismo, llegar a actuar de manera competente en diversos ámbitos supone procesos largos de maduración que necesitan ser acompañados e incentivados todo el tiempo. Si no tengo claro de qué estamos hablando cuando decimos «competencia» ni el tipo de procesos que requiere lograrla, ¿cómo podré planificar mis clases?
La segunda, es poder discernir con claridad las competencias agrupadas en las distintas áreas del currículo. Si busco desarrollar, por ejemplo, la competencia de producción de textos escritos, necesito saber que hay allí tres capacidades implicadas: planificar lo que necesito escribir, redactarlo respetando determinadas reglas y revisarlo para mejorar el texto en base a ciertos criterios. Llegar a escribir de manera competente un texto escrito va a requerir, entonces, ofrecer a los estudiantes oportunidades continuas para crear textos en contextos diversos y en función a propósitos distintos, dejando siempre en claro las intenciones, cuidando las formas y evaluando permanentemente la coherencia de lo escrito. Si, por el contrario, creo que aprender a escribir pasa por aprender primero la gramática para aplicarla después en palabras, frases y oraciones dictadas por el docente, es que no he entendido nada y estoy enseñando otro currículo.
♦ Pedagogía. Finalmente, ¿qué aporta a la planificación un mayor conocimiento de la pedagogía? Son dos los aportes básicos en este campo. En primer lugar, un conjunto de explicaciones sobre la forma en que las personas aprenden, algo muy necesario para saber a ciencia cierta de qué modo debo enfocar la enseñanza, por qué rutas debo transitar y qué puertas no debo abrir. Esa es la función de las teorías, aportar explicaciones a los fenómenos para poder predecirlos. De la segunda mitad del siglo XX hacia aquí, tales explicaciones han evolucionado de manera impresionante gracias a la investigación en diversos campos del conocimiento humano, por lo que hoy sabemos que aprender no es repetir sino comprender y que comprender es actuar, producir y transformar. Sabemos también que, en consecuencia, sin la participación activa, consciente y crítica de los estudiantes en cada fase del proceso, no es posible el aprendizaje. Entender esto es sustantivo para poder diseñar un proceso pedagógico.
En segundo lugar, un repertorio muy amplio de estrategias didácticas, tanto generales como específicas, para facilitar toda clase de aprendizajes. Así, cuando el desarrollo de una competencia exige manejar conceptos, podemos recurrir, por ejemplo, al debate, al diálogo socrático, al coloquio en pequeños grupos, a los gabinetes de aprendizaje, a las bibliotecas, etc. Cuando requiere el desarrollo de habilidades, se puede utilizar, por ejemplo, el contrato de tareas, la exploración de campo, el método de casos, la práctica especializada, el proyecto educativo o el taller, entre muchas otras opciones.
En general, para el desarrollo de competencias, estrategias como el Aprendizaje Basada en Problemas o la Pedagogía de Proyectos son muy convenientes, pero al interior de los procesos que ambas desencadenan pueden tener cabida una variedad de actividades o técnicas específicas para facilitar aprendizajes más acotados. Si no dispongo de este conocimiento pedagógico, con todas las opciones que me ofrece, o no sé ponerlo en diálogo con las características de mis alumnos y con la clase de competencias que quiero enseñar, ¿cómo puedo planificar el aprendizaje con alguna pretensión de éxito?
La ciencia y el arte de diseñar futuros
Hay más temas implicados en la planificación, pero los que he abordado ahora pueden ser suficientes para comprender que existe un ABC de la programación curricular que no pasa por la discusión de los formularios y su número de casillas o los instructivos de llenado de una metodología tipo T o V.
Los formatos son útiles, pero como punto de llegada de un proceso de planificación que presupone un enfoque pedagógico del proceso de aprendizaje, que no es mecánico ni rutinario sino 100% creativo, y que exige del docente el despliegue de todas sus cualidades profesionales. El formato, en consecuencia, no debiera ser la primera preocupación que acuda a nuestra mente. La otra cuestión que debe quedar clara es que la reciente Resolución Ministerial 199 nos dice que las competencias y capacidades que figuran en las Rutas de Aprendizaje son oficiales y reemplazan a las del DCN en lo que corresponde, por lo tanto, esas y no otras deben ser el referente de la planificación de clases, de corto, mediano y largo plazo, para los tres niveles educativos. No debe haber dudas al respecto.
En el ajedrez, saber anticipar los dos, tres, cuatro o cinco movimientos probables del otro jugador, como reacción a una movida nuestra, puede hacer la diferencia entre el éxito o el fracaso, pues es lo que nos abre el panorama de nuestras posibilidades. No obstante, el azar también está presente, pues una jugada inesperada puede desbaratar nuestro plan y obligarnos a reformularlo sobre la marcha. Para hacer eso se necesita no sólo una mente flexible, sino lógica y creativa a la vez.
Eso es exactamente lo que vuelve el acto del diseño y la preparación de clases una actividad retadora y fascinante. Diseñar futuros posibles en el salón de clases es, entonces, una ciencia y también un arte, que los maestros tenemos que llegar a dominar, tanto como la habilidad de ponerlos en práctica en una sala repleta de seres humanos, todos diferentes y siempre dispuestos a dejarse cautivar por quien demuestre habilidad para entender sus intereses y conectarse con ellos.
Lima, 24 de mayo de 2015