EDITORIAL
No cabe duda, el tema del coronavirus ha llenado la agenda de estos días. Si la postergación del inicio de clases va a permitir concentrar energías en crear las condiciones que prevengan el contagio y atiendan con prontitud cualquier situación de riesgo, en buena hora. Pero, más allá de la inmensa cobertura mediática que este tema está teniendo a nivel global, lo cierto es que existen numerosas amenazas que se ciernen sobre los niños y las escuelas, varias tanto o más graves que el coronavirus, que se han normalizado en el país sin que merezcan tantos titulares.
Es el caso, por ejemplo, del dengue, que hasta febrero de este año ya causó la muerte de 12 personas y afectó a cerca de seis mil ciudadanos en Madre de Dios, San Martín y Loreto. O de los tres mil niños contaminados con plomo en Cerro de Pasco a consecuencia de la actividad minera, un problema que se arrastra por años y al que recién se está volviendo los ojos a causa de la presión social.
También se han normalizado otras amenazas, menos visibles que el COVID-19, pero con efectos no menos trágicos a largo plazo y a gran escala. Son las amenazas que afectan las oportunidades de niños y jóvenes para aprender a afrontar los desafíos de la época actual. Desafíos que incluyen las epidemias, por supuesto, pero también el abuso sexual, los feminicidios, el autoritarismo, la pobreza, la desigualdad, el calentamiento global o los crímenes de odio, y sobre todo la posibilidad de aprender a pensar, a transformar realidades, a construir soluciones creativas a estos y otros problemas que nos afectan como país.
Estas amenazas, que no nos mandan al hospital pero que ponen en riesgo nuestro futuro, tienen que ver con la tenaz resistencia a abandonar un tipo de educación que resulta fácil de impartir y que cumplió una función trascendente desde fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX, pero que hoy no les sirve a las generaciones actuales para moverse en el mundo que les ha tocado vivir.
Debería ser motivo de escándalo seguir obligando a los niños, a estas alturas de la historia, a llenar los cuadernos de dictados, a copiar pizarras enteras cada mañana, a repetir irreflexivamente las palabras de un profesor a la hora del examen, a realizar cientos de ejercicios de suma, resta, multiplicación y división, a repetir textos de memoria, como si recordar equivaliera a comprender. Pero no lo es. A muchos les sigue pareciendo natural que en las escuelas se siga practicando la misma educación que en los tiempos de Manuel Prado.
Naturalmente, así como el coronavirus no afecta a todos, existen numerosas escuelas y docentes que, contra viento y marea, ya cruzaron la puerta del tiempo y han puesto un pie en el siglo XXI. Son nuestra esperanza. Tenemos la suerte de que estén por todas partes, aunque la mayoría trabaja casi en el anonimato y necesitan urgentemente los reflectores de la política educativa. Solo así el resto del país los conocerá y comprobará que otra educación es posible.
Mucho le toca hacer al Estado en ese sentido, sin duda alguna. Pero, así como los virus se combaten con la participación responsable de todos los ciudadanos, hacer viable un currículo que apuesta por niñas, niños y jóvenes reflexivos, seguros de sí mismos, solidarios, inclusivos, capaces de resolver problemas y de colaborar en el logro de metas compartidas, necesita ser un compromiso de todos.
¡Por un buen comienzo del año escolar!
Lima, 9 de marzo de 2020
Comité Editorial