Luis Guerrero Ortiz / Revista Ideele
Michael Barber y Mona Mourshed publicaron en setiembre de 2007 un impactante estudio llamado «Cómo hicieron los sistemas educativos con mejor desempeño del mundo para alcanzar sus objetivos»[1]. Lo hicieron por encargo de McKinsey & Company, una de las empresas de consultoría más prestigiosas a nivel internacional. Se estudiaron más de dos docenas de sistemas educativos de Asia, Europa, América del Norte y Medio Oriente, con la finalidad de saber por qué algunos de ellos lograban resultados mucho mejores que los demás y por qué ciertas reformas educativas tenían más éxito que otras.
No es propósito de este artículo abundar en los resultados de este estudio, pero sí subrayar su principal hallazgo. Pese a la notable diversidad entre los países y contextos socioculturales estudiados, los sistemas más exitosos mostraron una coincidencia de fondo: todos se enfocaban consistentemente en mejorar la calidad de la enseñanza, convencidos de su impacto directo en los aprendizajes.
Hablar de calidad de la enseñanza es algo muy específico. No se alude a la ‘calidad de la educación’ en abstracto, lo cual supondría una lista sumamente larga de elementos. Barber y Mourshed lo dicen con claridad: «Podría definirse la tarea de un sistema educativo de la siguiente manera: garantizar que cuando un docente ingrese a un aula cuente con los materiales, los conocimientos, la capacidad y la ambición de llevar a un niño a superar lo hecho el día anterior. Y nuevamente el día siguiente»
El informe dice que el currículo escolar debe trazar el horizonte, bajo la premisa de que elevar el estándar de aprendizaje de todos los estudiantes es la razón de ser del sistema y de cualquier esfuerzo de mejora. Pero que una vez dibujado este horizonte, la tarea mayor consiste en crear las condiciones para que todos sin excepción –no solo los ‘mejores’- sean capaces de llegar a él.
Parto de estas premisas para poder discernir con más nitidez, a escasas semanas de cumplirse el primer año del gobierno del presidente Kuczynski, cuáles han sido y cuáles debieran ser las prioridades de la agenda educativa nacional. La ex ministra Patricia Salas estableció tres: la mejora de los aprendizajes, de la docencia y de la gestión educativa, tres de los cinco objetivos estratégicos del Proyecto Educativo Nacional. El ex ministro Jaime Saavedra recoge esas tres prioridades y agrega una más: la mejora de la infraestructura educativa. La ministra Marilú Martens ha declarado su adhesión a todas ellas.
Podríamos hacer el recuento de lo invertido en estos campos en los últimos seis años, reconociendo sin reserva los avances logrados, marcando claras diferencias con etapas precedentes. El problema, sin embargo, no está ni en el presupuesto asignado ni en las prioridades mismas, sino en la manera de entenderlas y de gestionarlas.
Detrás de cada uno de estos ámbitos hay un universo de temas y detrás de cada tema hay una agenda específica, inevitablemente compleja, cuyos aspectos más críticos suelen ganar la escena en determinadas coyunturas y convocar la atención de la opinión pública. Puede ser el caso de los locales escolares afectados por el desborde de los ríos, las anunciadas evaluaciones del desempeño docente en el marco de la carrera pública, algunos casos graves de acoso escolar, el mal uso del material educativo distribuido por el ministerio de educación que nunca llega a su destino, el enfoque de género de la educación sexual en las escuelas, casos de corrupción de funcionarios en alguna dependencia de gestión o los mismos resultados de la Evaluación Censal de Estudiantes, entre muchas otras cosas que suelen ser percibidas como prioritarias cuando ganan portadas en los diarios.
Es cierto que todos los ejemplos mencionados, cada uno de los cuales forma parte de alguna de las cuatro prioridades señaladas, tiene una importancia indiscutible y deben ser atendidos. La cuestión de fondo es cuáles son los ejes de cada prioridad y cómo se articulan entre sí para avanzar a un determinado horizonte en particular, a un horizonte o resultado que no sea la borrosa ‘mejora de la calidad educativa’.
Como señala Inés Aguerrondo, las explicaciones al viejo problema del fracaso escolar han ido evolucionando a lo largo del siglo XX[2]. Al principio se señalaba que los estudiantes no aprendían por causa de la pobreza, colocando el factor explicativo en la sociedad. Décadas después, con el desarrollo de la psicología, la explicación se trasladó a la mente de los alumnos y a sus llamados «problemas de aprendizaje». En el último tercio del siglo las razones del fracaso se fueron colocando sucesivamente en los docentes, después en las escuelas, para finalmente, llegar a la evidencia de que la causa de los aprendizajes deficientes estaba en el sistema mismo.
Es así como los dos informes de McKinsey & Company, el de Barber y Mourshed, y el que escribieron después, el 2012, con Chinezi Chijioke[3], señalan que toda política de mejora de los aprendizajes debe encarar necesariamente la reforma del sistema educativo. En otras palabras, medidas aisladas, por muy importantes y necesarias que fuesen, no tienen poder para modificar un sistema, hecho para administrar y asegurar una educación radicalmente distinta a la que necesita ofrecerse hoy. No importa si esas medidas, de alguna manera, forman parte de un conjunto considerado prioritario.
Desde esta perspectiva, la mejora de los aprendizajes es la que necesita ser el eje vertebrador que subordina otros ámbitos críticos del sector, como la política docente y la política de gestión, no una prioridad equivalente a otras. Esto suena lógico y algunos podrían decir que ya se hace. Sin embargo, hablar de mejora de resultados puede entenderse de muchas maneras distintas y no puede dejarse en el terreno de lo implícito. Se requiere acuerdos claros respecto a los aprendizajes que necesitamos mejorar hoy como país. ¿Qué colocamos como horizonte de la agenda de prioridades? Este es un punto central.
Hay quienes siguen creyendo que los aprendizajes a enfatizar son los que miden las evaluaciones nacionales, es decir, comprensión lectora y matemática básica. Hay quienes creemos que deben ser los que plantea el currículo nacional, es decir, además de los anteriores, competencias en el campo de las ciencias, la ciudadanía y el desarrollo personal. La respuesta a esta pregunta no es meramente técnica, pues supone tener claro qué clase de ciudadanos son los que necesitamos formar para construir qué país.
Si nuestra opción es llegar a tener una Población Económicamente Activa mejor alfabetizada que contribuya a elevar nuestro PBI y a sostener el crecimiento económico, lo primero podría ser suficiente. Aunque Juan Carlos Tedesco advirtió hace 10 años que, tal como se configura hoy el sistema productivo, el tipo de tareas ejecutadas por personas que solo leen y escriben tienden a ser realizadas por máquinas[4]. Si nuestra opción, en cambio, es llegar a tener un país de ciudadanos capaces de vivir en democracia, convivir entre diferentes e impulsar un modelo de desarrollo que distribuya equitativamente la riqueza sin destruir el ambiente, la apuesta curricular es indispensable. La cuestión es que hacerla posible, exige reformas de fondo.
Para empezar, supone que el Currículo Nacional, por primera vez en la historia de las reformas curriculares en el país, identifique sus condiciones de viabilidad y cuente con una estrategia de implementación que se enfoque en construirlas, articulando a la política docente y de gestión e incluso a la de infraestructura, alrededor de procesos, objetivos y metas comunes. Luego, ya no estaríamos hablando de tres prioridades sino de una sola, que se sostiene en un plan de corto, mediano y largo plazo, asumiendo que los cambios esperables en los roles de los actores y en el sistema mismo no se pueden a producir por coacción ni de un día para otro.
De manera más precisa, diré que un plan de esta naturaleza, en la actual coyuntura de la política educativa nacional, supondría por ejemplo:
Una política de formación para maestros en ejercicio dirigida a los equipos de las escuelas y no a los individuos, que los ayude a avanzar paulatinamente en dirección a las competencias profesionales que plantea el Marco de Buen Desempeño Docente, todas ellas indispensables para ejecutar un currículo orientado a competencias.
Autodiagnósticos de la práctica pedagógica en cada institución educativa, que tome como referencia las competencias 2, 3, 4 y 5 del Marco de Buen Desempeño Docente, para saber el punto de partida de cada uno, la dimensión de las brechas respecto a lo deseable y las metas prioritarias de mejora en cada caso.
Poner especial énfasis en el desarrollo de la competencia 5 del Marco de Buen Desempeño, que es la referida a la evaluación formativa de los aprendizajes. La experiencia de 20 años de reformas curriculares ha demostrado que cuando un docente que no sabe evaluar lo que le pide el currículo, entonces no sabe enseñarlo.
Directores de escuela alfabetizados en el enfoque curricular, en la naturaleza de sus demandas y en el tipo de pedagogía que se requiere para responder a ellas con efectividad. Directores a tiempo completo, con menos carga administrativa y debidamente preparados para hacer gestión curricular en su institución con un liderazgo genuino.
Tiempo no lectivo disponible, dentro del horario escolar, para que los docentes puedan reunirse semanalmente a evaluar su práctica en el aula y apoyarse mutuamente en las metas de mejora profesional de cada uno. Si no introducimos estos hábitos de trabajo colegiado en las escuelas, al mejor estilo de los médicos, el esfuerzo individual no bastará.
Instalar el hábito de las pruebas de entrada respecto de las competencias a enseñar, para conocer con precisión la diversidad de necesidades existentes en cada aula y poder dar a cada estudiante las oportunidades y ayudas que requiere, sea que se encuentre por debajo o por encima del estándar esperable para el grado.
Difundir buenas prácticas pedagógicas y de gestión a nivel masivo, en los ámbitos considerados clave para la mejora del desempeño de docentes y directores. Esto permitiría que otros docentes a escala nacional puedan verificar que son absolutamente alcanzable los cambios que se demandan y esperan de ellos.
Ofrecer incentivos no monetarios a docentes que acrediten avances en sus esfuerzos por acercarse cuando menos al nivel más básico del Marco de Buen Desempeño Docente. El ministerio de Educación está diseñando una escala de progresión de esas competencias. Esto exigirá que se deje de tomar como referente los puntajes de las pruebas ECE.
Suspender la obligatoriedad de las «Sesiones de aprendizaje» distribuidas masivamente. Nada más contradictorio con el enfoque curricular que la homogeneización de las prácticas. El informe McKinsey dice que aún en los países que en ciertas coyunturas adoptaron intervenciones obligatorias, las autoridades escuchaban a las partes interesadas y explicaban los fundamentos del cambio.
Dejar de imprimirle a la estrategia de Acompañamiento Pedagógico y a la de monitoreo de la práctica un carácter prescriptivo. El acompañamiento puede tener protocolos pero es formativo en esencia, ofrece ayuda, reflexión, motivación, no da órdenes. El monitoreo es recojo de información, no es supervisión, el rol del monitor no es opinar, juzgar ni prescribir un modo de enseñar.
Acuerdos explícitos con los Gobiernos Regionales para formar equipos de alto desempeño capaces de diseñar, rediseñar, evaluar y hacer gestión de políticas en el territorio local enfocadas en los aprendizajes, capaces de producir conocimiento sobre las particularidades de los diversos ámbitos y actores a fin de poder afinar la puntería y pertinencia de las intervenciones.
Como puede apreciarse, aquí se conjugan medidas que atraviesan la política docente y la de gestión escolar, pero en función de un solo objetivo: dar viabilidad a las oportunidades que requieren el tipo de aprendizajes por los que queremos apostar y que, en todos los casos, suponen sujetos pensantes capaces de construir nuevas realidades, no de acomodarse a ellas.
Barber y Mourshed sostienen en su estudio que «el aprendizaje ocurre cuando alumnos y docentes interactúan entre sí, por lo que mejorar el aprendizaje implica mejorar la calidad de esta interacción». La experiencia demuestra que allí está el gran nudo que necesita desatarse. La docencia arrastra más de 200 años de tradición de una enseñanza frontal, unidireccional y autocentrada, absolutamente naturalizada en una suerte de gramática irreductible[5], siendo que el desarrollo de las competencias del currículo demanda una cuota muy alta de interacción y pensamiento crítico. Si la política de mejora de los aprendizajes no dirige allí su puntería, podríamos llegar a tener escuelas mejor equipadas, sistemas de información más integrales y hasta docentes mejor remunerados en el marco de una Carrera Pública más eficiente, pero manteniendo aulas ancladas en el pasado, donde se eduque a las jóvenes generaciones para desenvolverse en una sociedad que ya no existe.
Naturalmente, si nos ponemos de acuerdo en dónde tenemos que llegar y qué tenemos que hacer para lograrlo, el paso siguiente sería sacar cuentas. Todo lo dicho supone inversión y está claro que, por ejemplo, solo cerrar la brecha de infraestructura educativa nos tomará más de una década. ¿Estamos en condiciones de financiar una intervención sistémica de esta naturaleza en el corto plazo? Mi respuesta es sí, aunque no de golpe, lo que supone establecer metas progresivas de cobertura pero llegando siempre en cada caso con el paquete completo de medidas.
El error más grave que podríamos cometer –y que rendiría homenaje a toda la historia de la educación republicana en el país- es retacear medidas en función a la disponibilidad presupuestal o a su mayor accesibilidad inmediata, ofreciendo soluciones parciales que sacrifican la visión en nombre del pragmatismo. Quiero creer que no es ese el camino que tomaremos como país.
Fuente: Revista Ideele / Lima, mayo de 2017