Edición 94

Prohibido pensar

En qué quedamos, ¿es la docencia un oficio o una profesión?

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Un grupo de docentes de educación inicial compartieron hace unos meses la experiencia que supuso para ellas hacer la evaluación diagnóstica de sus niños en marzo. Contaron que tuvieron que concertar después planificaciones unificadas para todos los niños de 3 años, de 4 años y de 5 años. Es decir, los mismos planes para todos los salones con niños de edades similares. Cuando les preguntamos por qué las uniformizaron si ya contaban con diagnósticos por aula y podían hacer planificaciones pertinentes a las necesidades identificadas en cada una, la respuesta fue: la directora lo dispuso así.

Explicaba a otro grupo de docentes el procedimiento para identificar los criterios de evaluación a partir de los estándares de ciclo y leímos con detenimiento las secciones del Currículo Nacional que así lo establecen con absoluta claridad. Los maestros vieron la luz y lo entendieron perfectamente, los párrafos leídos no dejaban lugar a dudas, pero dijeron que no podían hacerlo de esa manera porque un especialista de la UGEL les había dicho que los criterios eran los desempeños de grado precisados.

En otra ocasión, analizando igualmente el currículo, otros maestros descubrieron y se convencieron de la imposibilidad de desarrollar competencias aislando sus capacidades, ya que todas y cada una de ellas necesitan movilizarse y combinarse para hacer posible una respuesta eficaz al desafío planteado. Analizamos varios ejemplos y la necesaria interacción de cada capacidad quedó plenamente demostrada. Pero hemos recibido una capacitación donde nos indican que debemos priorizar una capacidad por cada sesión, acotaron algunos. ¿Y ustedes creen que eso es lo correcto?, les pregunté. No, respondieron, pero es que después nos vienen a supervisar.

La directora de una institución educativa con numeroso alumnado contó que, a inicios del 2022, las clases presenciales se habían reiniciado con una evaluación diagnóstica general, para identificar las necesidades con las que estaban llegando los estudiantes. Acto seguido, se había diseñado en conjunto planificaciones diferenciadas, ajustadas a los resultados de esos diagnósticos. No obstante, días después recibieron la visita de los especialistas de la Dirección Regional de Educación. Ellos les indicaron que esos planes no eran correctos, porque ya se había dispuesto que todos los colegios hagan otra cosa y les alcanzaron la lista de actividades diseñadas desde la instancia regional.

Un colega contó que en su institución se habían presentado varios problemas de acoso y violencia entre los estudiantes. Todo el equipo docente había analizado los casos y sus múltiples factores tanto internos como externos a la escuela, acordando una serie de medidas para abordarlos desde sus causas. Cuando empezaron a implementarlas recibieron una llamada de atención de la instancia superior, señalándoles que había una directiva oficial que disponía que todas las instituciones educativas hicieron las mismas cosas en materia de convivencia escolar, y que debían sujetarse a las actividades que disponía la norma.

¿Está prohibido pensar?

Todas y cada una de las competencias del currículo demandan pensar. La reflexión, el discernimiento crítico, la adopción de una postura racional frente a situaciones diversas como resultado del propio razonamiento es un constante muy nítida. Además, en toda la bibliografía sobre el enfoque pedagógico que sustenta el currículo, la activación del pensamiento como base para la toma de decisiones es un lugar común, un consenso sólido, una genuina obviedad.

El propio concepto «experiencia de aprendizaje» alude a una forma de aprender a partir de experiencias cognitivamente retadoras, que demandan resolverse indagando y reflexionando con autonomía. Se asume que el docente debe acompañar a sus estudiantes permitiendo afrontarlas pensando críticamente, eligiendo sus mejores opciones y argumentándolas.

Si examinamos la competencia lectora, por ejemplo, notaremos que el estudiante debe aprender no solo a identificar la información que existe en un texto escrito, sino que además debe interpretarla y ser capaz de emitir una opinión personal sobre sus contenidos, considerando los efectos que producen y su relación con otros textos. Lo mismo ocurre con la competencia sobre indagación, que insta al estudiante no solo a recoger datos e información sino también a analizarlos, interpretarlos y contrastarlos con otras informaciones relacionadas para elaborar conclusiones propias.

También encontramos esta demanda en la competencia relativa a la construcción de la propia identidad, pues le pide al estudiante que analice situaciones cotidianas y asuma una posición sustentada en argumentos razonados y en principios éticos. En la competencia sobre convivencia, asimismo, se espera que el estudiante participe en procesos de reflexión y diálogo sobre asuntos que involucran a todos, cotejando diversos puntos de vista y construyendo una posición propia sobre dichos asuntos basándose en argumentos razonados.

Podríamos continuar. Y es que no hay manera de aprender a actuar de forma competente frente a los distintos desafíos que nos plantea la vida si no es usando la propia cabeza, es decir, activando diversos procesos mentales, como el análisis, la comparación, la clasificación, la inferencia, para llegar a conclusiones y posturas basadas en las propias reflexiones.

Pero hay algo que no encaja aquí. Si esto es lo que les pedimos que aprendan los niños y adolescentes que se educan en las escuelas del país y si a ese logro les pedimos a los profesores que contribuyan, ¿por qué les negamos esa posibilidad a los docentes? Los estudiantes tienen que aprender a pensar con su propia cabeza y a tomar decisiones razonadas, pero los docentes en general tienen que limitarse a obedecer. No pueden tomar decisiones en base a las necesidades de sus estudiantes ni a su propio criterio, necesitan permiso o sujetarse simplemente a las órdenes recibidas.

Un médico no aceptaría recetas ya hechas por funcionarios del Ministerio de Salud y distribuidas por todo el país, las mismas para todos los pacientes, con licencia solo para «adecuarlas». El director de un hospital no aceptaría tampoco que les ordenen que todas las cirugías, sean las que fuesen, duren en adelante solo una hora. Asimismo, ningún profesional de la salud aceptaría una disposición oficial que obligue presentar evidencias de mejora de sus pacientes después de cada consulta médica. Estos hechos serían considerados absurdos e irracionales, además de ofensivos para la profesión médica y solo serían aceptables como parte del libreto de una comedia.

No obstante, que se haga eso con los docentes no llama la atención a nadie, se acepta como algo normal y hasta se justifica. Entonces, sinceremos las cosas, ¿vale la pena estudiar cinco años la carrera de educación? Un técnico se forma en dos años y cuando termina se pone a las órdenes de un profesional, cuya formación lo ubica en un estatus superior de conocimientos especializados. Si los docentes deben limitarse a cumplir órdenes, de sus directores o de los funcionaros de las distintas instancias de gestión y hasta de los padres de familia, ¿por qué se les exige que tengan título profesional para ejercer?

Oficio o profesión: he ahí el dilema

Emilio Tenti nos recuerda que en el último tercio del siglo XX el sistema empieza a expandirse y la docencia empieza a masificarse, al tiempo que el salario y las condiciones de trabajo empiezan a desmejorar. Estos hechos dan pie a la idea de que la docencia es un trabajo como cualquier otro y el docente es, básicamente, un trabajador como cualquier otro. Es decir, un funcionario asalariado, que trabaja en relación de dependencia y recibe un salario.

Esa es la imagen que parece prevalecer hasta hoy en el sistema, de arriba abajo y de abajo arriba, no hay otra explicación. Se ve al docente como un empleado que está en la obligación de hacer lo que se le manda. En los documentos oficiales la idea de la docencia como una profesión con rango universitario destaca desde hace más de treinta años en el país, pero en los hechos, en la vida cotidiana de las escuelas, eso no tiene implicancias reales. Por eso todos los que ostentan un cargo se sienten con derecho a decirles lo que tienen que hacer y los docentes se sienten en la obligación de obedecer, aunque no estén de acuerdo. Por lo mismo, como ocurre con toda acción que se realiza por acatamiento y no por convicción propia, tienden a evadir toda responsabilidad por las consecuencias.

La condición profesional de la docencia no es gratuita. Los aprendizajes que necesitan lograr las generaciones actuales son mucho más complejos que los demandados a las escuelas en el pasado, por lo que requieren de agentes con pleno dominio de competencias especializadas cuyo aprendizaje requiere de un proceso largo y meticuloso. La heterogeneidad de las aulas y la notable evolución de las bases científicas de la pedagogía, además, son factores que añaden complejidad al ejercicio de la docencia, por lo que la autonomía resulta siendo un componente indispensable. Especialización y autonomía, dice Tenti, son rasgos definitorios de toda profesión.

Los profesionales que trabajan en instituciones están sujetos a determinados marcos normativos y toda profesión tienen marcos regulatorios, eso es indiscutible. Pero en ningún caso se trata de disposiciones que les dicen qué es exactamente lo que tienen que hacer en cada caso. Para eso hacen diagnósticos y diseñan con autonomía su intervención teniendo en cuenta los resultados de esos diagnósticos, desde los médicos hasta los sastres, pasando por los abogados, los contadores y un larguísimo etcétera.

Qué difícil nos resulta entender que no necesitamos uniformizar las sesiones ni las planificaciones para obtener los resultados que necesitamos. Esa idea fue el mandato básico en el origen de los sistemas educativos, en todo un territorio las escuelas debían hacer lo mismo, a la misma hora, en el mismo plazo y en base al mismo libro, porque educar consistía simplemente en entregar información por cuotas a los estudiantes y la uniformización facilitaba hacerlo a gran escala. Que sigamos creyendo en la validez de ese principio trescientos años después es de verdad insólito. Además, sinceramente, desprestigia a todo el sistema educativo, comparado con otros sistemas sociales que supieron evolucionar al ritmo del desarrollo del conocimiento.

Una visión compartida

Una cosa es construir con los docentes una visión común sobre el tipo de aprendizajes que los estudiantes de hoy necesitan lograr y sobre el tipo de procesos que los garantizan, y otra muy diferente es darles recetas hechas de lo que deben hacer cada día, vigilándolos para que las cumplan sin dudas ni murmuraciones. Lo primero es realmente el objetivo y la condición indispensable para transformar el escenario del aula, un terreno en el que hemos avanzado muy poco.

Por el contrario, nos hemos estacionado absurdamente en el afán de hacer que todos los profesores del país hagan las mismas sesiones, todos los grados trabajen los mismo proyectos, toda la institución aborde la misma situación significativa, todas las planificaciones se hagan en el mismo formato y todas las metodologías que nos aporta la didáctica se reduzca a un solo modelo, el de las unidades didácticas.

¿Hay docentes con muy bajos niveles de desempeño debido a la mala formación que recibieron? Es verdad. ¿Hay docentes que han caído en la rutina y no les interesa mejorar sino solo hacer lo que sea más fácil? Es verdad. ¿Hay docentes que no exhiben compromiso ni responsabilidad con su rol y solo simulan que trabajan? También es verdad. ¿Todos los docentes son así? De ninguna manera. Luego, el sistema no puede considerar a todos los docentes como deficientes o negligentes, incapacitados para ejercer su tarea, justificando así el tratar a todos como peones. Ninguno de los problemas y deficiencias anteriores, además, se resuelven por coacción.

Hay reglas de juego que todos deben cumplir sin discusión alguna: el horario de trabajo, el aprovechamiento óptimo del tiempo, la colaboración horizontal entre pares, el respeto incondicional a los estudiantes, el alineamiento al currículo, la integridad en el ejercicio del rol. Eso sí debe ser objeto de supervisión y control. En esos ámbitos hay que sujetarse a las reglas.

¿Dejar hacer, dejar pasar?

Un docente señaló en una ocasión durante un conversatorio que a los docentes había que dejarlos en libertad para que decidan cómo enseñar y que había que concentrarse en temas más importantes, como la infraestructura de las escuelas y las condiciones laborales. Es que tampoco se trata de eso, no se trata de un llamado a romper filas.

El foco de nuestras preocupaciones son los estudiantes y sus aprendizajes, en última instancia, la razón de ser de la existencia de la docencia y de instituciones como las escuelas, y esa debe ser la fuente de nuestras decisiones. Hay ingredientes básicos en toda experiencia dirigida a lograr los aprendizajes que hoy se requieren: el uso reflexivo del conocimiento en el afrontamiento de problemas retadores, la investigación, la colaboración, la autoevaluación, la autonomía, el protagonismo de los estudiantes, no del docente. Pero eso no se extiende a lo que se tiene que hacer exactamente en el aula cada día, independientemente de las necesidades de cada grupo y de la realidad en la que se desenvuelven.

Tenti señala también, entre otras, algunas barreras típicas en el camino de la profesionalización de los docentes, todas nos sonarán muy familiares: la tendencia a la nivelación y la homogeneidad de condiciones, el poder de las burocracias educativas y la larga tradición de introducir reformas educativas con medios burocráticos. Esto no ocurre solo en nuestro país, pero lo venimos experimentando ya desde hace treinta años y por cada paso que se da hacia adelante, el viento nos empuja a dar dos para atrás, como ocurre ahora.

Un conocido proverbio chino, atribuido a Confucio, dice que es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad. Creo en eso y por lo mismo, algunos puntos podremos ganar en esta batalla si empezamos por apoyar a los docentes a hacer buenas evaluaciones diagnósticas, realmente alineadas al currículo, y a diseñar planes pertinentes con la información que arrojen, lo que implica alentar y respetar las diferencias en sus decisiones, renunciando a la pretensión de uniformizarlas. Otro paso adelante sería mostrar a los docentes la riqueza de posibilidades que ofrece la didáctica en vez de encasillarlo todo en el formato de una unidad didáctica. Así podrían tomar sus propias decisiones respecto a los procedimientos más pertinentes. No lo resuelve todo, pero es un paso ¿Costará demasiado darlo?

Lima, noviembre de 2023

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.