Patricia Salas O’Brien | EDUCACCIÓN
Ad portas de la presentación del Proyecto Educativo Nacional 2036, no puedo sino celebrar el hecho de que, como país, persistamos en la idea de seguir construyendo una visión de conjunto acerca de la educación que queremos y que se desplieguen diversos mecanismos de escucha y debate con los más diversos sectores de la sociedad en ese proceso. De la misma manera, me parece importante relevar la vigencia del Consejo Nacional de Educación.
Destacar estos hechos es particularmente necesario a la luz de los últimos acontecimientos vividos en el país. Estamos sufriendo de manera dramática las debilidades de nuestra institucionalidad, de nuestra democracia y de nuestra ciudadanía. A la vez, han sido precisamente nuestros recursos ciudadanos y la apuesta por actuar dentro de los marcos de la institucionalidad democrática, lo que nos han puesto en una ruta para continuar la búsqueda de estrategias que nos permitan romper nuestros entrampamientos y seguir procurando un futuro compartido.
Esta situación, mezcla amorfa de debilidades y fortalezas, nos obliga a hacer explícito algunos elementos que, en mi opinión, se han puesto en evidencia.
No supimos como sociedad dar curso al espacio de oportunidad que se abrió en el momento de transición a la democracia del año 2000, para construir un andamiaje institucional democrático, que constituyera el nuevo pacto entre la sociedad y el Estado, que garantizara la representación de todos y todas, sin ningún tipo de exclusión, con mecanismos que aseguraran la comunicación entre ciudadanía y autoridades y que implicara una mayor legitimidad del Estado. Por el contrario, vivimos el desmantelamiento de espacios de participación y consenso y caímos en una escalada de precarización.
Es como haber tenido el tren en la estación y dejarlo pasar sin embarcarnos en él. Esta realidad implica múltiples desafíos para la educación peruana, nos ocuparemos de dos de ellos: repensar el diseño institucional y de gestión educativa, y asumir el imperativo del desarrollo de nuestra ciudadanía.
Nuestro diseño institucional
En el primer caso se trata de asegurar en el sector educación el conjunto de capacidades institucionales, financieras y humanas para cumplir con el mandato de garantizar el derecho a una educación pertinente y de calidad para todos y todas, tanto desde la perspectiva política como de la técnica. Es indispensable que las actividades, programas e instrumentos de política que se implementan en el sistema educativo guarden coherencia entre sí y confluyan claramente hacia objetivos superiores, esos que son fruto de la direccionalidad política.
Los debates en torno a la introducción del enfoque de género y el tratamiento de la historia reciente –terrorismo, violación de derechos humanos, etc.- en el currículo y en los textos escolares, ponen en evidencia que los consensos en función del interés de la ciudadanía y el bienestar del niño, niña y adolescentes son todavía un pendiente. Por lo tanto, la gestión educativa no puede verse únicamente como un problema técnico, tiene que hacerse cargo de la dimensión política de la educación, lo que implica tomar decisiones de sentido adoptando una posición en el conjunto de intereses en juego.
Por otro lado, una mirada en el ámbito de la gestión pone en evidencia la coexistencia de acciones y programas cuyas características y formas de implementación son claramente contradictorios entre sí o, por lo menos, no confluyen en la consecución de los mismos objetivos. Si sumamos a esto aquellas que son resultado de la improvisación o de la impronta de alguna autoridad, lo que tendremos como resultado será un conjunto de productos logrados en cada programa o actividad, pero no estaremos generando procesos sostenidos que nos acerquen al objetivo de mejorar la calidad educativa en su conjunto. Mucho menos a la posibilidad de que la educación se convierta en esa oportunidad que la ciudadanía espera y que le ayude a desplegar su máximo potencial, a romper su situación de exclusión.
Por si fuera poco, otro efecto de esta forma de gestionar, que no se compromete con la coherencia y la continuidad, es la ineficiencia. Así pues, los esfuerzos por ampliar el presupuesto en educación –absolutamente indispensables- deben complementarse con una clara direccionalidad en la gestión y con un esfuerzo por fortalecer de manera creativa las capacidades institucionales en todas las instancias, llámese institución educativa o Ministerio de Educación. Asimismo, con el esfuerzo de eliminar las superposiciones de Programas Nacionales con instancias territoriales, lo que puede implicar también protocolos a nivel del Ministerio de Economía y Finanzas, así como de los Gobiernos Regionales.
Nuestra ciudadanía
Respecto al desarrollo de ciudadanía, conviene verla en dos dimensiones. La primera, desde el complejo entramado de inequidad y exclusión que impide que seamos todos y todas iguales en dignidad y en derechos, condición básica de la ciudadanía. La segunda sería con la educación ciudadana.
Para nadie son novedad las profundas desigualdades que vivimos en el país respecto a múltiples factores, algunos de los cuales confluyen en la misma persona. La diferencia de ingresos, acceso a servicios, a oportunidades, a participación y representación, afecta a amplios sectores de población en situación de pobreza y pobreza extrema. Si bien muchos viven en las ciudades, la pasan peor quienes viven en las áreas rurales, sobre todo alto andinas o amazónicas, o son mujeres o indígenas que padecen de alguna discapacidad. Es pues sumamente complicado pensar en construir visiones compartidas hacia el futuro si la vivencia cotidiana es la desigualdad, la exclusión, la sensación de injusticia.
Esta situación es más dramática si pensamos que gran número de personas que ya no se clasifican como pobres, están muy lejos aún de ser efectivamente “incluidas” respecto a las oportunidades y derechos a los que tienen acceso; pero más aún, ellos y muchos más sienten que esa “mejoría” relativa es muy precaria. Es decir, que el más mínimo percance, una enfermedad, una pérdida de empleo, una restricción en el mercado- los devolvería rápidamente a la condición de “pobres”. No es pues un ambiente favorable a las prácticas de solidaridad sistémica, por el contrario, con frecuencia ello redundará en decisiones individualistas y de poco compromiso con el otro o con el bien común.
Sabemos también que estas desigualdades se reproducen de manera dramática en la educación. Los más pobres acceden sólo a una educación pobre y los más diferentes serán ignorados o atendidos con programas marginales con escaso financiamiento, constituyéndose la educación, en un factor de reproducción y, a veces, de profundización de las brechas.
Todo ello sin mencionar la diversidad, en torno a la cual tenemos un discurso romantizado de “valoración”. Si bien podemos encontrar algunos esfuerzos al respecto, estos no son lo suficientemente integrales para remontar normalizadas prácticas discriminatorias.
La otra dimensión de la ciudadanía, la que tiene que ver con el conjunto de valores y prácticas coherentes con una forma de convivencia solidaria y democrática está desde hace años en la agenda de la educación, tanto en el currículo, como en los textos. Sin embargo, nos enfrentamos a varios problemas, con la población en su conjunto y, en especial con docentes y familias, pues para ellos, el ejercicio de ciudadanía no es parte de su práctica cotidiana, la que todavía está muy marcada por las jerarquías y la discriminación. En este caso, el sistema ofrece programas (formativos u otros) todavía insuficientes para que los “formadores” estén en condiciones de hacer realidad la educación ciudadana en la escuela y la vida de niños, niñas y adolescentes.
El contexto mayor
Por otro lado, los acontecimientos nacionales, así como lo que viene pasando en los países vecinos, nos pone de cara con la necesidad de redoblar esfuerzos y de ser más creativos en una formación ciudadana de nuestros estudiantes, que les brinde plena conciencia de sus derechos, de la noción de solidaridad hacia el otro y de la responsabilidad compartida ante el bien público y, a la vez les motive a ser parte de la vida política de la sociedad en todas sus instancias, desde su escuela y comunidad hasta el país.
Sin embargo, el hecho que hoy se les reconozca como sujeto de derechos a las personas desde que nacen, con frecuencia provoca que los adultos, criados “a la antigua”, carezcan de recursos para la crianza y la educación, lo que produce confusión y la sensación de que todo está fuera de control. Esto abona discursos contrarios a una plena educación ciudadana.
Esta situación, al lado de la emergencia de dinámicas conservadoras, pone en duda la necesidad de una sólida educación ciudadana desde la escuela y, en el mejor de los casos, la busca reducir a deberes cívicos.
Así pues, un Proyecto Educativo Nacional al 2036 requiere ponerse claramente en el plano de la política y retomar debates importantes que parecían zanjados: la equidad de género, el derecho a la verdad para construir una sociedad en paz y democracia, las capacidades y responsabilidades de nuestro aparato público; así como las nociones de solidaridad, de bien común, de justicia social y de ciudadanía como base de una sociedad vivible para todos y todas.
Lima, 11 de noviembre de 2019