Una revisión de los llamados «Proyectos integrados» que circulan y se distribuyen por todo el país dispara siempre la misma pregunta: ¿Qué hemos hecho tan mal para terminar en esto?
Se ha vuelto una proeza imposible encontrar uno, solo uno, que sea genuinamente un proyecto, tal como se define y caracteriza en toda la bibliografía especializada en la materia; así como encontrar uno que sea realmente integrador, si entendemos el concepto como lo define la Real Academia de la Lengua: la acción de completar un todo con las partes que le faltaban o de hacer que algo forme parte de un todo.
El aprendizaje basado en proyectos es una metodología de carácter inductivo. Por lo tanto, supone procesos de construcción del conocimiento protagonizados por los propios estudiantes a partir de experiencias de resolución de problemas. Claro, no de cualquier problema, solo de aquellos que no tienen una solución conocida y que, además, pueden despertar su interés y motivar su deseo de investigar. Tales experiencias deben posibilitar una reflexión crítica sobre el problema y sus posibles alternativas, así como una indagación que permita reunir los insumos necesarios para proponer una solución o un producto que aporte a esa solución. En esto hay un consenso sólido en toda la literatura especializada.
Como toda metodología inductiva, los proyectos nunca pueden estar estructurados desde afuera. Los deciden los estudiantes en toda su extensión, pues aprender a resolver problemas supone tener plena autonomía de pensamiento, acción y decisión en ese esfuerzo. El docente participa, por supuesto, pero acompañando, observando a distancia, retroalimentando con respeto y de forma reflexiva solo cuando hay una situación difícil, con plena consciencia de que, bajo esta metodología, se aprende por ensayo error. Luego, aunque le sea difícil aceptarlo, su papel no es evitar, prevenir ni corregir equivocaciones.
Las dos grandes sinrazones
Lo que se observa, sin embargo, es que los modelos de proyecto que circulan contradicen abiertamente cada una de estas características.
En primer lugar, no se parte realmente de problemas sino de pequeños relatos introductorios a un conjunto de actividades y tareas predefinidas al detalle por el docente. Estos relatos no plantean problemas sino tareas y si acaso insinúan alguno lo hacen de modo muy general, acompañándolo inmediatamente de una explicación y de una indicación sobre la forma correcta de afrontarlo o evitarlo. Este punto de partida y el hecho de llegar al aula con toda la secuencia de actividades ya decidida, invalida por completo esta metodología.
Pero eso no es todo. Además, no plantean procesos de construcción del conocimiento ¾lo que supondría una investigación autónoma de los estudiantes cuyos resultados deriven de sus propias conclusiones¾ sino de búsqueda, transcripción y reproducción de contenidos fácilmente accesibles en alguna fuente conocida (cómo se ahorra energía eléctrica, cómo se recicla la basura, cómo tiene un estilo de vida saludable, cómo nos alimentamos de forma nutritiva, cómo cuidamos el agua, etc.). Muchas veces incluso se les proporciona directamente la fuente para que copien de allí las respuestas correctas. A este proceso de transcripción literal, una práctica clásica en la tradición escolar, lo confunden con una «investigación».
En segundo lugar, se entiende por «integración» la aglomeración de actividades inconexas, apenas unidas por una alusión tangencial a la temática planteada en la introducción. Si acaso se aborda, por ejemplo, la escasez de agua, al concepto de agua se le asigna el carácter de tema generador, de modo que todas las actividades planteadas por el docente aluden al agua de una manera u otra, así no guarden ninguna relación entre sí ni con las preguntas planteadas a manera de reto. Preguntas que, dicho sea de paso, suelen poder responderse fácilmente sin necesidad de realizar ni una sola de las actividades asignadas.
Cuando he preguntado la razón de esta yuxtaposición arbitraria y numerosa de actividades me ofrecen dos argumentos: el primero es conceptual, han escuchado que los proyectos permiten «articular saberes» o competencias y han creído que eso significa una licencia para introducirle actividades de diversas áreas curriculares, así no tengan nada que ver con el problema que, se supone, debería resolverse o con el producto que debería elaborarse. Comprenderán que esta razón, o sinrazón, nace del total desconocimiento de la metodología.
Cuando las normas no dicen lo que dicen que dice
El segundo argumento es normativo. Dicen que existen disposiciones oficiales para reportar calificaciones trimestralmente al SIAGIE de todas las competencias del currículo, que son veintinueve, razón por la cual se ven obligados a meter en cada proyecto todas las que puedan. Eso explicaría por qué hay «proyectos integrados» que tienen doce, dieciocho o más competencias asignadas. Si tenemos en cuenta que las competencias necesitan periodos largos de maduración, abordar 29 en tres meses sería realmente imposible, aun si lo mandara la ley. Ni en Finlandia podría hacerse esto seriamente en ese plazo.
Ahora bien, el problema es que las normas no piden eso.
¿De dónde sale entonces ese argumento? Unos señalan como fuente a su Ugel, otros a sus directores y otros a las normas de inicio del año escolar, sin especificar dónde exactamente lo dice. Todo parece indicar que se trata de una interpretación errónea que se convirtió de pronto en una orden y que se ha hecho viral. Si no, examinemos las disposiciones oficiales.
La norma del 2020 que regula la evaluación de competencias en toda la Educación Básica dice que «A lo largo del periodo lectivo, el docente debe consignar el nivel de logro alcanzado por el estudiante solo de las competencias que se han desarrollado y evaluado explícitamente en cada periodo… Al final del periodo lectivo se debe consignar el último nivel de logro alcanzado en cada una de las competencias. Este nivel de logro es el que se consignó a cada competencia en el último periodo trabajado». Como se puede apreciar, la norma no obliga a consignar los resultados de las evaluaciones de todas las competencias a cada rato sino solo al final del periodo; y solo aquellas que se han trabajado y evaluado[1].
Una norma posterior, emitida a fines del 2021, anuncia un conjunto de disposiciones para la evaluación de competencias en Educación Básica en el marco de la emergencia sanitaria. Allí se señala que solo «A mediados del año (julio) y al final del año (diciembre), se registrará en el SIAGIE el último nivel de logro o calificativo alcanzado por el estudiante hasta ese momento en el periodo lectivo». Para el caso de secundaria y de los estudiantes en proceso de consolidación, señala que este periodo «tendrá una duración flexible durante el año con un corte intermedio a finales de julio» y solo «si el docente determina que el estudiante ha logrado los niveles esperados de la competencia, registrará la información en el SIAGIE»[2]. Menciona, entonces, solo dos momentos, no reportes trimestrales, y lo hace con mucha flexibilidad para el reporte.
La resolución que norma el retorno a la presencialidad y la prestación del servicio educativo para el 2022 no menciona al SIAGIE ni a la periodicidad de los reportes, pero sí dice que «La evaluación brindará información al docente para determinar en qué competencias se requiere poner énfasis. Este puede variar durante el año, de acuerdo a las necesidades de aprendizaje determinadas por el docente»[3]. Es decir, lejos de obligar a abordar todas las competencias dos o tres veces al año para reportarlas al SIAGIE, señala que el docente decidirá cuáles trabaja y cuáles no en cada periodo, según las necesidades de los estudiantes. Más claro y más flexible, imposible.
En síntesis, si acaso se cree que las normas justifican amontonar competencias en un solo proyecto y atiborrarlo de actividades que crucen todas las áreas del currículo, debe quedar demostrado que no es así. Ninguna norma dice que las veintinueve competencias deban evaluarse y reportarse cada tres meses. Una interpretación ligera y errónea se convierte en rumor, nadie lo verifica y, de pronto, se transforma en orden. Una orden que todos repiten y acatan sin confirmar su sustento ni su viabilidad.
La otra razón, la conceptual, es aún más irrazonable, además de falsa. Es verdad que los proyectos abren la posibilidad de articular competencias, pero la hacen en la medida que los problemas que los estudiantes deben afrontar necesitan explicarse tomando en cuenta sus diversas dimensiones. Eso demanda analizar, razonar, discutir y acordar, enfocando los hechos desde distintas perspectivas. Pero también lo demanda elaborar la solución y el producto. Según la naturaleza y complejidad del problema, hará falta desplegar habilidades y conocimientos diversos para poder resolverlo. No hay otro motivo. El afán del docente por abarcar más áreas no cuenta aquí. Por sentido común, cuando enfrentamos un problema, en la escuela o en la vida, ponemos en juego los recursos que nos son estrictamente necesarios, ningún otro más.
Las consecuencias
En verdad, hay más motivos, en los que no abundaré ahora aquí, pero que dejaré planteados. Si se atribuyen numerosas competencias a la planificación de un «proyecto integrado» es también porque hemos simplificado el procedimiento hasta el límite de los insólito, asumiendo que las competencias pueden lograrse «enseñando» uno por uno los desempeños de grado en que se descomponen los estándares. De ese modo, un proyecto que reporta dieciocho competencias, en verdad solo está abordando dieciocho desempeños que, como sabemos, son apenas una fracción de una de las varias capacidades de la competencia. No importa que esa creencia no se sustente en el currículo, ni en las normas, ni tampoco en la pedagogía. Ya se instaló como hábito y punto. Cae así por su propio peso que en las aulas se está aprendiendo cualquier cosa, menos competencias.
Estas tergiversaciones no son inocuas. Tienen consecuencias, graves consecuencias. Desarrollar las habilidades que permitan a las niñas, niños y jóvenes de las generaciones actuales afrontar y resolver problemas de cualquier tipo, a abordar y superar desafíos en el plano personal, social, intelectual o político, con espíritu crítico, con creatividad, con solidaridad, con sentido de justicia, tiene un requisito que a estas alturas debería ser innegociable: fortalecer su autonomía y su capacidad reflexiva. Pero no entendemos. De esa posibilidad se les priva por completo con «proyectos integrados» que, desvirtuando por completo su naturaleza pedagógica, han derivado en secuencias minuciosas de instrucciones. Aprender a seguirlas al pie de la letra, si de algo sirven, es para entrenarlos, al igual que en el siglo XIX, en el oscuro arte de obedecer sin razonar.
Lima, 18 de julio de 2022
NOTAS
[1] RVM 094-2020-Minedu: 5.1.2.2: 1 y 3.
[2] RVM 334-2021-Minedu: 7.2.1 y 7.3.1.
[3] RM N° 531-2021-MINEDU: 8.2.