Luis Guerrero Ortiz/EDUCACCION
Cuentan que en la antigua China, había un pintor extraordinario, famoso por sus hermosos cuadros y el perfeccionismo de sus dibujos. Conocedor de su arte, el emperador mandó llamarlo en las vísperas del año del Gallo, y le encargó que le dibujase un gallo, el más perfecto que se haya pintado jamás. A cambio, le ofreció recompensarlo generosamente. El pintor aceptó el pedido y le dijo que volvería con el dibujo. Sin embargo, al día siguiente no regresó. Por el contrario, desapareció del pueblo sin dejar rastro. Vanos fueron los esfuerzos del emperador por encontrarlo, sus soldados recorrieron el territorio una y mil veces, incluso más allá de sus fronteras, sin dar con su paradero. Un año después, visiblemente cansado y andrajoso, el pintor se presentó voluntariamente al palacio del emperador. El monarca enfurecido lo encaró por su desaparición y le dijo que si no le dibujaba en el acto el gallo que le había pedido, lo atravesaría con su espada. El pintor, sin inmutarse, pidió un lienzo en blanco y con un fino pincel dibujó un gallo perfecto de un solo trazo. El emperador, asombrado, le dijo: ¿qué hiciste escondido un año entero, si te era tan fácil cumplir con el encargo? Practicar, señor emperador, fue su respuesta.
Con el mismo asombro del emperador chino, sería posible comprobar hoy en diversos lugares del país, cómo muchos docentes son inducidos por sus supervisores a apremiar a sus alumnos para que dibujen un gallo perfecto, ni siquiera de un día para otro, como en la historia que acabo de relatar, sino apenas en noventa minutos de clase.
Ocurre que pedirle a un estudiante que logre un aprendizaje complejo, como lo es cualquier competencia de cualquier área curricular, en una sesión de 90 minutos, es como pedirle que dibuje un gallo perfecto en el instante y sin practicar. En los hechos, solo cabrían dos resultados posibles:
- Se diseña una secuencia de instrucciones muy minuciosa, dirigida al milímetro por el docente, para que todos los aspectos esperables puedan caber en hora y media de trabajo.
- O se fragmenta la competencia en sus partes más menudas, como los aspectos más específicos de cada capacidad, presuponiendo que la competencia puede aprenderse por trozos, sesión por sesión.
No deja de impresionarme cómo es que, cuando entramos al terreno de la didáctica, nos dejamos seducir por la practicidad y terminamos traicionando al currículo, perdiendo completamente de vista la naturaleza peculiar de los resultados que necesitamos obtener en el aula.
Ninguna de estas dos alternativas es válida. En primer lugar, una competencia supone conjugar habilidades que no se logran sin una continua ejercitación, pues requieren maduración. Eso no se logra en 90 minutos, ni siquiera en un bimestre. En segundo lugar, una competencia supone, esencialmente, una combinación inteligente de saberes durante el proceso de afrontar una determinada situación, por lo que aprender los saberes por separado, en una secuencia finita de micro sesiones de clase, no vuelve competente a nadie.
Me contaba una profesora muy experimentada que ella enseñaba ciencias a través de investigaciones o experimentaciones, que podían tomarle una mañana entera de trabajo a sus alumnos. Ella planificaba, entonces, una secuencia de actividades de cinco horas pedagógicas. Pero cuando vienen a supervisarla le preguntan dónde están los tres diseños de 90 minutos que corresponden a una jornada. Me consultaba si acaso tiene sentido cortar el proceso de trabajo de sus alumnos, iniciado en las primeras horas de la mañana, solo porque se cumplió el «tiempo reglamentario» de una sesión. Se cuestionaba si un proceso que requiere de cinco horas continuas, puede fragmentarse en tres partes, cada uno con inicio, desarrollo y cierre, solo porque las sesiones «deben durar 90 minutos», a criterio de sus supervisores.
Más allá de este absurdo y ciego culto a las formas, que no pone por delante el logro efectivo de un aprendizaje, sino el cumplimiento estricto de un diseño y de un plazo, habla muy mal de nosotros como país que existan mecanismos de control, supuestamente oficiales, que hayan convertido a las micro sesiones de clase en una norma obligatoria para todos los niveles educativos. Es decir, que toda la historia de la pedagogía y la copiosa variedad de recursos ofrecidos para una enseñanza eficaz, haya quedado reducida a la mínima categoría de una sesión minuciosamente estructurada de hora y media de duración.
En 90 minutos, supuestamente, debería caber, por ejemplo, un coloquio, una exploracion de campo, un panel de debate, un juego de roles, un video foro, un psicodrama, una investigación, el estudio de un caso o el desarrollo de un proyecto. Como los minutos se nos escurrirán entre los dedos como la fina arena blanca de una playa del Caribe, no podremos detenernos a profundizar demasiado en nada ni permitir que los alumnos se extiendan en la reflexión o la discusión de sus puntos de vista, menos aún que pongan en práctica lo que van aprendiendo ni a evaluar sus diversos ensayos para que puedan aprender del error. Porque cada sesión, en el minuto noventa, deberá cerrar con una conclusión, aún si los estudiantes no hayan tenido ocasión de deducir alguna. En ese caso, el profesor ya tendrá previsto seguramente darles una ayudita.
¿Qué tiene que ver este formato mínimo de clase con el aprendizaje de las competencias y con la pedagogía que plantea el currículo? Absolutamente nada. Una micro sesión solo podría permitirme abordar un aspecto específico de una capacidad que, de acuerdo al Currículo Nacional, aparece bien distinguida para cada grado en los llamados desempeños. Pero, ¿en qué momento el estudiante tiene las oportunidades que necesita para poner a prueba la competencia en su conjunto? La respuesta es simple. No las tendrá. Nadie se las dará porque el profesor se quedará con la idea de que, si en su Unidad Didáctica ya abordó todas las piezas de cada capacidad de una competencia, lo que toca es pasar a la siguiente.
De esta manera, la muerte de un currículo por competencias queda consumada. Así como Julio César acabara con su vida traicionado por Marco Bruto, su propio hijo, las micro sesiones de clases –de persistirse en su utilización normativa como única opción de enseñanza- terminarán asesinando al currículo, la matriz de la cual supuestamente se habrían desprendido.
Por si fuera necesario recordarlo, desarrollar una competencia supone aprender a discernir racionalmente una situación, así como a utilizar saberes específicos para idear una solución y ponerla en práctica. ¿Hay pedagogías más recomendables que otras para aprender a hacer esto? Por supuesto y no representan ningún secreto. En muchos países, esta clase de resultados se consiguen desarrollando proyectos, cuya duración puede moverse libremente en un rango de tiempo mucho más amplio, dependiendo de la naturaleza de su objetivo.
Los proyectos como estrategia pedagógica no constituyen una novedad, pues tienen el respaldo de una tradición de más de 100 años y del aporte de diversas corrientes de pensamiento. John Dewey es quien sienta las bases de esta pedagogía a inicios del siglo XX. El propone la enseñanza a través de la acción y el aprender haciendo, a partir de un currículo centrado en problemas, cuya resolución se haga colaborativamente y a través de la indagación. Dewey contrapone esta pedagogía a los modelos de enseñanza centrados en la transmisión de conocimientos, en la memorización y en el saber fragmentado de las disciplinas.
En la historia contemporánea de la pedagogía, personajes como Kilpatrick, Decroly, Freinet, Brunner, han aportado ideas destacadas a favor de esta forma de enseñar y aprender. Incluso el Proyecto Zero, de la Escuela de Educación de la Universidad de Harvard, desde su enfoque “Enseñanza para la comprensión”, trabaja con núcleos problémicos o tópicos generadores muy asociados a la vida del estudiante. Se parte de la idea de que se aprende mejor cuando se problematiza el conocimiento y cuando las clases se enfocan en la solución de una buena pregunta. Ciertamente, meter esta clase de procesos en una camisa de fuerza, para que todo se resuelva siempre y necesariamente en 90 minutos es caricaturizarlo y perder de vista las exigencias mínimas del aprendizaje de una competencia.
Cuando se introduce el concepto de ciclo en el currículo, se hace precisamente desde la certeza de que una competencia necesita procesos largos de maduración y mucha reiteración de oportunidades. Resulta, entonces, paradójico, que a la hora de programar, olvidemos este principio y lo que necesita aprenderse a lo largo de un mes, un bimestre o un año, se encapsule en una sesión de hora y media. Un proyecto pedagógico, en cambio, nos da la oportunidad de observar el desenvolvimiento de un alumno, en su esfuerzo por desplegar y asociar todas las capacidades que requiere una actuación competente.
Es necesario reiterar finalmente que la pedagogía de proyectos no es un método de programación, como tradicionalmente se ha creído en nuestro medio. Los proyectos son fundamentalmente un proceso pedagógico, cuyas distintas fases exigen del docente un determinado rol y un conjunto de tareas, cuya ejecucion requiere determinadas habilidades. No basta saber cuáles son sus etapas y cómo se planifica, si no cultivamos la capacidad de gestionarlos en el aula a lo largo de un proceso que podria tomar semanas.
Para que nuestros estudiantes aprendan a dibujar un gallo de un solo trazo, necesitan práctica y esa práctica necesita tiempo. El “proyecto” del pintor chino, en la historia que compartí al inicio, le tomó un año. Era lo que necesitaba para lograr ese resultado. Y necesitó ese plazo a pesar de tener habilidades previas. Si el emperador le hubiera dado 90 minutos, la cabeza del artista habría rodado por la alfombra del palacio sin misericordia.
Lima, 04 de junio de 2018