Ricardo Bedoya / Páginas del diario de Satán
Puede ser interesante comparar dos películas tan distintas como “Puente de espías”, de Steven Spielberg, y “Sicario”, de Dennis Villeneuve.
Ambas retratan un momento social álgido y un territorio en disputa, mediando conflictos éticos que se condensan en las determinaciones de sus personajes principales. Y ambas, también, describen estrategias políticas de intervención de los Estados Unidos en tableros de ajedrez minados.
La de Spielberg es, como tantas otras de sus películas, una fábula sobre los riesgos que toma un hombre común. Aquí, el abogado Donovan acepta el rencor de una sociedad paranoica a cambio de dejar sentados sus principios: los hombres tienen derecho a un juicio justo y acorde a las leyes, más allá de la naturaleza del crimen que hubiesen cometido. “Puente de espías”, por eso, se asimila a una corriente del cine de los Estados Unidos que tienen a Frank Capra o a algunos títulos de John Ford -”El joven Lincoln”- como estandartes.
Cine de raigambre liberal, tantas veces ninguneado. Se le adhieren algunos estigmas: espíritu “boy scout”, optimismo beato. Lejos de eso, las películas del viejo Capra, como algunas de Spielberg, ofrecen más bien una mirada oscura, pesimista y crítica del sistema. Retratan un mundo corrupto, un capitalismo degradado por los afanes de rapiña de sus operadores y una voluntad de saltarse el rigor de las leyes so pretexto de salvaguardar un fin superior.
Hasta que se perfila la intervención del ciudadano Jim Donovan, que pone en evidencia la trama de intereses subalternos que sustenta los manejos políticos o judiciales en una situación de crisis internacional. En “Puente de espías”, tan sombríos como los acentos y climas de la Guerra Fría son las movidas de los órganos estatales de inteligencia y seguridad y los titubeos de un juez sometido por el prejuicio, el odio ideológico y el miedo. No hay que ser demasiado sagaz para percibir los alcances de la parábola de Spielberg en estos tiempos de subsistencia de la cárcel de Guantánamo y del terror por la amenaza del terrorismo global.
Acaso anacrónica, la apuesta de Spielberg va por la afirmación de la integridad personal en tiempos de pérdida de referentes mortales, probada en la obstinación serena con la que Tom Hanks aborda su personaje.
“Sicario” se ambienta en esa tierra de nadie en que se ha convertido la frontera de los Estados Unidos con México, dominada por las mafias del narcotráfico. La película tiene a tres personajes centrales. Emily Blunt es la agente del FBI involucrada en una misión secreta. Josh Brolin, un cabecilla de inteligencia, de gesto suficiente y descreído. Benicio del Toro es un sujeto enigmático, opaco.
Sometidos al mal absoluto y rotas todas las fronteras entre el bien y el mal, esos personajes intentan subsistir en el caos o encontrar la cura del mal, la “vacuna” que evite los futuros desmanes de “la bestia” que tiene su madriguera en esa frontera. Quebrados los referentes morales, todo vale para ellos. La guerra sucia, la ley del talión. Solo la agente del FBI se mantiene al margen.
Mejor, la mantienen en un limbo que la acongoja. Absolutamente inverosímil, el personaje de Emily Blunt no es la Juana de Arco de Dreyer que algunos quieren ver en ella. Ni la conciencia moral que contrapesa la furia del personaje de Del Toro. Es una agente del orden que está envuelta en el miasma pero no se da cuenta de nada (¡qué diferencia con el personaje de Jessica Chastain en “La noche más oscura”!). La operadora del maligno sistema que se quiere inmune: ingenua crónica que enfrenta la fascinación por la violencia que arrastra a los personajes –y a la película misma- con un invariable puchero de consternación. El mismo gesto con el que este thriller ambicioso (bien fotografiado, bien filmado –sobre todo en la secuencia de la espera de los autos ante la aduana-, pero convencional en su planteo y desarrollo) pretende familiarizarnos con la supuesta inevitabilidad del tiro en la nuca profiláctico y el secuestro clandestino con el que se busca hallar la fórmula de la “vacuna” milagrosa.
Unas líneas más sobre “Puente de espías”: ya quisiera “Sicario” tener un personaje de la ambigüedad moral del espía soviético encarnado por el formidable Mark Rylance en la película de Spielberg, un “villano” frágil y patético que impone imprevisibilidad en cada una de sus intervenciones. Un “antagonista” que encuentra sus rasgos comunes con el protagonista: los dos cumplen sus trabajos. Son los hombres eficientes y quietos. Ambos, son piezas excepcionales de una trama que parece excederlos.
Spielberg recrea dos mundos: el de los miedos y desconfianzas oficiales de la Guerra Fría, que se encarnan en esos interiores burocráticos ocres de Nueva York y Berlín, y en los entornos de la vida cotidiana de los estadounidenses de esos prósperos cincuentas, que lucen como anuncios publicitarios de la revista LIFE, con colores rosa y pastel, como sacados de una película de Douglas Sirk de la Universal, y donde se reconocen los utensilios de la modernidad, entrevistos por aquí y por allá, como los que enmarcan la vida doméstica de los Donovan.
Dos secuencias formidables en “Puente de espías”: el inicio, en el departamento del espía soviético, que espera lo inevitable, y las secuencias finales. Donovan regresa a la vida cotidiana luego de su misión y se duerme atravesado en la cama. La vuelta al hogar: referencia inevitable de Spielberg a su maestro Ford. Y Donovan en el tren contemplando a los transeúntes de las calles de Nueva York y viendo a los niños trepar y atravesar los muros de la ciudad. ¿Señal de libertad, de fechoría inminente o de descomposición en aquella sociedad que se cree inmaculada?
Una debilidad: la representación de los soldados de la RDA, tan pérfidos y estereotipados que parecen sacados de una película de propaganda antinazi de los años cuarenta.
FUENTE: Páginas del diario de Satán / Lima, 28 de octubre de 2015