EDITORIAL
Sabemos que la escuela y la vida ha sido siempre mundos separados. A tal punto ha sido, que la educación escolar puede flotar como una burbuja sobre la historia sin ser influida por ella, y repetirse a sí misma años tras año, por encima de guerras, inundaciones, huelgas o golpes de Estado. Cuando alguien se sale del libreto e intenta conectar las clases con algún acontecimiento relevante, digamos, un terremoto, un huayco o un campeonato mundial, lo difundimos como una rareza, como una iniciativa original, como un hecho literalmente extraordinario. Claro, conectar la educación con la vida es algo fuera de lo común, digno de una vitrina.
Es así como, puede haber una, dos, cinco alumnas embarazadas en un colegio secundario, y si la directiva invita a las familias a retirarlas de la institución, eso no llama la atención a nadie. Es lo normal. La vida no puede entrar al aula. O puede ocurrir lo contrario. En un gesto digno, pueda que el director permita que sigan estudiando. Y ahí estarán, sentadas en sus carpetas con su barriga a cuestas, sin que nadie hable del asunto ni pregunte nada. Podría ocurrir que un estudiante abandone repentinamente la escuela. Si se enteran que fue a causa de los severos maltratos infligidos por sus padres, no importará mucho, nadie hablará del tema, lo que interesará en todo caso es confirmar que ya no vendrá para retirarlo del acta.
¿Puede un estudiante culminar exitosamente su trayectoria escolar sin que nadie se entere de la violencia padecida en su vida a lo largo de esos doce años? Absolutamente. Vanessa Rojas estudió dos casos y las historias que nos comparte son estremecedoras. ¿Puede un adolescente ser abandonado por sus padres y tener que seguir estudiando con el drama a cuestas sin que nadie en la escuela lo note? Absolutamente. Verónica Villarán hizo otro estudio y entrevistó a varios jóvenes de diversas regiones y sus historias no son menos espeluznantes. ¿Puede un adolescente presenciar actos de corrupción en su propia escuela sin que nadie haga nada al respecto, pese a saberlo? Absolutamente. Fernando Llanos nos informa de la percepción negativa que tienen los adolescentes sobre la corrupción en el país, y de sus ambigüedades en la vida cotidiana que la escuela no corrige sino más bien refuerza.
No cabe duda que los docentes necesitamos prepararnos para empezar a ver a nuestros estudiantes como personas y no solo como alumnos, para dejar entrar sus experiencias de vida a las aulas y al currículo, para ayudarlos a convertirlas, aún las más duras, en lecciones que los fortalezcan y los hagan crecer. No hay ciudadanía posible con personas escindidas y un Estado indiferente al riesgo y desprotección de sus generaciones más jóvenes.
Pero situaciones como estas no pueden esperar. Eduardo León nos invoca a abandonar la pasividad y a tener iniciativas de autoformación, pues el desarrollo profesional no es solo responsabilidad del Estado. Roberto Barrientos nos recuerda que la motivación juega un rol importante en el involucramiento de los docentes en procesos de mejora continua, que rompan la rutina y el conformismo.
Pero hay más por hacer. La asistencia técnica para la implementación del currículo necesita ajustarse a las necesidades de la práctica docente y no al revés. Los estudiantes requieren mayores y mejores oportunidades para hacer arte en la escuela. La gestión descentralizada necesita construir una visión común de los cambios que se requieren, así como del tipo de procesos y de los tiempos que los pueden hacer posibles en cada territorio. De todo esto y más hablamos en esta edición.
Cada 28 de julio viene con nuevas promesas y se abre otra etapa en la vida del país, al menos simbólicamente. Confiemos en que estos temas empiecen a ocupar un lugar prominente en la agenda de prioridades de la educación nacional.
Lima, 23 de julio de 2019
Comité Editorial