Fernando Llanos Masciotti / Para EDUCACCIÓN
He de advertir que este chapoteo verbal está pensado para contextos urbanos, por lo tanto, tiene entre otros, un sesgo urbano. Prometo escribir otro para contextos rurales. Mil disculpas.
Se habla de números y porcentajes. En evaluaciones nacionales e internacionales sobre lectura llegamos a un magro porcentaje en niveles satisfactorios o suficientes o esperados por el sistema educativo. En programas de televisión entrevistan a chicos y chicas incautos que revelan que no saben quién es César Vallejo, que confiesan que no han leído libro alguno o que no pueden comprender siquiera una fábula de Esopo. ¿Qué tan real es todo esto? Finalmente la evidencia más “objetiva” te da pistas desde un punto de vista que no agota los demás y que, incluso, posee un natural sesgo.
Los chicos no son tontos, creo. Leen, pero no leen lo que los adultos quieren o esperan que lean y comprendan. Leen y comprenden una historia del videojuego en la que ellos mismos participan eligiendo subhistorias y acciones (leer y escribir es acción); leen y comprenden un manual de instrucciones para armar un lego o jugar un juego; leen y comprenden la vida de un futbolista o una actriz que admiran; leen y comprenden formas no continuas, fragmentarias, metáforas, ironías, usos icónicos en los mensajes por wasap o chat; leen y comprenden historietas con estructuras complejas, lenguaje visual, inferencias entre viñetas (has visto las de Marvel en los quioscos?); leen y comprenden los diarios que escriben y guardan bajo su cama; leen y comprenden historias de aventuras de vampiros, de brujas, de chicos y chicas que se enfrentan a los adultos, etc.)
Puede que el tonto seas tú. Puede que los ignorantes seamos nosotros. Si menosprecias las formas de leer y escribir de las nuevas generaciones; las nuevas formas de comunicarse contra las que no puedes hacer nada, no podrás entender sus maneras de leer, sus intereses, sus saberes previos. Recuerda: los que usaban pluma, se escandalizaron por ese nuevo instrumento llamado lapicero, tan poco fino y elegante; los que se acostumbraron a leer manuscritos, satanizaron el libro y la imprenta por esa divulgación tan masiva e impersonal de información a público tan poco culto, etc.
El problema son los textos que no forman parte de sus prácticas letradas propias, es decir, los llamados textos académicos y literarios. Esos textos que abundan en la escuela y cada vez menos en la vida cotidiana. Sobre los textos académicos, podemos distinguir, por ejemplo, los textos expositivos y argumentativos, revelados en todos sus géneros y formatos (infografías, ensayos, monografías, artículos, tesis, investigaciones, etc.). Estos tienen una estructura más o menos convencional (se agrupan por subtemas, se escriben con un vocabulario formal, preciso, etc); traducen una forma de ver el mundo de modo “objetivo”; buscan ser “verdaderos” y para ello se les reviste con una secuencia lógica de causa, consecuencia, contrastes, etc. así como de relacionarla con evidencia empírica obtenida por el autor o por otros; son textos cuyo propósito es generalizar; etc.
Leer y comprender textos académicos no parece algo tan obvio. Leer y comprender algo no es solo apropiarse del contenido, sino de las formas en las que está dispuesta la información y las situaciones sociales en las que usas estos textos (solo en la escuela o en la universidad).
Y, claro, las obras literarias canónicas, esas de las que los estudiantes tienen que saber su evolución histórica de autores (melgar-pardo aliaga-segura-salaverry- ricardo palma-chocano-eguren-vallejo y generalmente allí acaba) como de corrientes (costumbrismo-romanticismo-realismo-modernismo-vanguardismo y el fin del año escolar) tal cual ese gustillo por las clasificaciones gramaticales (sustantivo-adjetivo-verbo-adverbio-conjunción blablabla) o históricas (los trece incas, los trece del Gallo; incanato, virreinato, emancipación, república blablabla) que nos regalan todavía en muchas escuelas y colegios. O, en el supuesto mejor de los casos, la disección de una obra literaria y que se disimula llamándolo “análisis literario”.
Antes se leía mejor, dicen. No lo sabemos. No había evaluaciones estandarizadas, ni estudios e investigaciones ni entrevistas a chicos incautos por la tele. Tampoco había televisión en cable con múltiples ofertas. Ni videojuegos. Ni nos comunicábamos con el chat, el wasap y las redes. La lectura no competía más que con la vida barrial, algunos pocos juguetes o juegos de mesa, las reuniones familiares, la radio y algunos programas televisivos infantiles de la mañana (y mucho antes, ni con la tele). No quedaba otra. Si te gustaba la distracción individual, tenías menos ofertas: el solitario, algo de tele, pelas de cine muy ocasionales y claro, la lectura de un libro, el periódico o una revista, una forma de entretenimiento cultural algo más cómoda, más accesible.
Si vamos a los resultados de evaluaciones, los chicos y chicas de familias con medios y altos niveles socioeconómicos no les va tan mal. Y no necesariamente –o no en todos los casos o no solamente- porque en la escuela les enseñan “bien” la lectura. También depende del capital cultural, del contexto familiar, social o como quieras llamarlo (libros y revistas en casa, noticieros televisivos captados en instantes, conversaciones entre adultos escuchados eventualmente sobre algo leído, etc.). Tampoco eso no quiere decir que la lectura les enloquezca a estos chicos. Pueden leer y comprender, incluso obras literarias; pero eso no significa necesariamente que les encante. Las clases particulares me dieron eso. Escuchar los discursos sinceros de esos chicos de colegios particulares, sin los padres o los profesores al lado, solo él o ella y yo. Querían ayuda para superar los exámenes o las monografías. Su falta de comprensión no era por falta de inteligencia o habilidad o sensibilidad; era falta de interés por ese extraño mundo de los adultos. Su motivación se iba transformando en salir bien en los exámenes, las tareas, los trabajos finales, pasar de año; no en el interés o el gusto por la lectura misma. Preferían y reflexionaban muy bien sobre algunas obras literarias, tenían sensibilidad, pero no te daban todo ese discurso y ese lenguaje que la escuela te exige. “Me gustó; bien loco ese personaje, me hizo acordar tal o cual cosa”, “la situación me pareció extraña, cómo pasa de un tiempo a otro, sin que te des cuenta, y esa forma de hablar del personaje X, de burlarse de los demás, muy loco”. Pero nada más. Claro, la escuela quiere que expliques más, que desarrolles, que lo recubras con las frases complejas, que adjetives, que enriquezcas tu vocabulario, que sustentes.
¿Eso quiere decir que no necesitan leer los otros textos más que los forman parte de sus prácticas letradas vernáculas? Claro que no. Pero coge sus formas de leer, tráelas a clase, interésate por ellas, úsalas como punto de partida para reconocer otras formas de leer académicas y literarias. No esperes, tampoco, que se apasionen por ellas –no necesariamente en todo caso-. Pero deben saber de ellas. Quizás no sea un placer. Pero sí una necesidad. No para pasar exámenes o de año. Pero el punto es dar con la funcionalidad –presente o futura- que tienen los textos académicos o los literarios en la vida. Es más, la funcionalidad inmediata de lo leído puede ser discutir, reflexionar, criticar, pelearse por la interpretación que tendrá cada quien. Articularla con sus lecturas personales. Confrontar las diversas formas de leer. ¿Para qué leer esto y no lo otro? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Puedes?
Lima, 06 de marzo de 2016