Richard Webb / El Comercio
Los mandamientos para lograr una economía dinámica no nos llegaron escritos en piedra y cada precepto tiene sus escépticos. Pero hay una excepción, una regla sagrada e incuestionada, que parece haber sido entregada directamente a las manos de Moisés, y que reza: La educación es la clave para el desarrollo. Por eso es fácil explicar el progreso lento de la economía, así como la resistencia de la pobreza extrema. ¿Acaso no se ha documentado nuestro retraso educativo y la pésima calidad de la instrucción recibida por los más pobres? ¿Qué más explicación se necesita?
Una larga tradición de investigaciones ha corroborado el mandamiento y demostrado que los años de estudio se traducen en mayores ingresos, y que los países con mejor educación son los más exitosos, como Finlandia y Corea del Sur.
Suena a sacrilegio entonces cuando el director del Centro de Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard, Ricardo Hausman, duda de que la educación constituya una estrategia para el crecimiento económico. Si bien la importancia de la educación es incontrovertible, dice Hausman, su valor como estrategia es otro asunto. Ciertamente los países hoy más desarrollados gozan de mayor educación, pero hay países como Albania, Armenia y Sri Lanka que también tienen niveles muy altos de matrícula educativa pero un ingreso por habitante apenas la sexta parte del de los países ricos. Claramente, el éxito educativo no es una garantía de progreso productivo. De otro lado, si nos fijamos en la historia del desarrollo, el progreso se dio con niveles educativos relativamente bajos. Corea del Sur, por ejemplo, empezó su despegue económico en los años sesenta con altos niveles de analfabetismo.
De la misma forma, los primeros países en desarrollarse procedieron con bajos niveles de educación. El despegue económico de Gran Bretaña tomó fuerza en el siglo XIX, cuando la mitad de su población no sabía leer o escribir. Más demorón fue Italia, donde la mitad de la población seguía siendo analfabeta hasta el siglo XX.
En parte, la idea exagerada del papel de la educación se debe a estudios que comparan los años de escuela alcanzados por una persona con su nivel de ingresos, pero sin tomar en cuenta las otras formas de capital que favorecen sus ganancias. En una comunidad rural típica, por ejemplo, existen fuertes diferencias económicas entre los comuneros. Las familias más pudientes dotan a sus hijos con más años de escuela, pero también con varios otros activos que favorecen su economía futura, como la reputación, el poder político, contactos y el saber de los negocios.
Sin embargo, más importante que el vínculo exacto entre escuela y nivel de vida sería el aspecto cualitativo y el contenido de la educación. En muchos países se avanza hacia un replanteamiento, tanto de lo que se enseña, como de la metodología de enseñanza. En particular, se busca dar más importancia a las llamadas “habilidades del siglo XXI”, como son la colaboración, la comunicación, la creatividad y el pensamiento crítico. En el Perú también empieza un replanteamiento similar. Un líder es el educador León Trahtemberg, quien reclama una política de modernización más atrevida, de objetivos y métodos, emulando el coraje que tuvo Finlandia para lograr el cambio.
Fuente: El Comercio / Lima, 9 de abril de 2017