Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Cuando se aprobó el Currículo Nacional actual el año 2016 se dijo que había que convertirlo al fin en objeto de mejora continua e inaugurar una nueva etapa en la política curricular. Eso suponía empezar a basar su mejora en evidencias objetivas sobre los progresos y dificultades de los docentes en su proceso de implementación, no en opiniones o intereses. Por eso el Consejo Nacional de Educación recomendó diseñar un plan de implementación y un sistema de monitoreo, dos instrumentos de enorme importancia que no habían existido antes. Sabemos, sin embargo, lo que ocurrió en los cuatro años posteriores de agitación política: siete ministros desfilaron por el despacho de educación, una rotación insólitamente alta que no permitió nacer o cuajar a ninguna de estas recomendaciones.
Ahora se vuelven a escuchar expresiones de deseo de un enésimo cambio curricular. Las debilidades de las actuales prácticas docentes y los problemas del rendimiento escolar que la pandemia ha agravado, lamentablemente, tienen su origen en causas más profundas que van más allá del currículo y reemplazarlo por otro no las va a resolver. Si queremos corregirlas necesitamos comprender los reales límites y posibilidades los documentos que elaboramos como potenciales factores de cambio.
La función del currículo es fijar un horizonte. Desde fines del siglo XVIII y siguiendo la impronta enciclopedista inaugurada por la ilustración, los sistemas educativos se enfocaron en trasmitir información a gran escala. Eso tuvo una justificación. Tres siglos después, sin embargo, el mundo cambió. Reiterar ahora esa misma función sería ofrecer a las jóvenes generaciones una educación completamente desfasada de su tiempo histórico. El currículo actual se orienta a desarrollar la capacidad de pensar, porque eso es lo que hace posible la construcción de realidades alternativas al legado de pobreza y desigualdad de nuestro pasado republicano. Esa es la nueva misión en la que necesitamos perseverar, corrigiendo errores y afirmando progresos.
Todo proceso de cambio curricular abre siempre la caja de Pandora, de la que brotan espíritus de todo signo que, con distintas intenciones, buscan conducirlo en direcciones completamente contradictorias. Pero si ese escenario estuviera próximo o fuera inevitable, podríamos aprovechar la oportunidad para apostar por alternativas de cambio que aporten más bien a una mejora genuina en la ruta hacia ese nuevo horizonte. Pero de ninguna manera a un trágico viaje en el túnel del tiempo hacia los regresivos años ochenta del pasado siglo XX.
Ocurre que muchas de las dificultades actuales en la implementación del currículo no difieren demasiado de las que se han venido observando no solo con el actual Currículo Nacional sino con todos los currículos reformados que hemos tenido desde fines de la pasada década de los noventa. Esto ha sucedido porque el giro de una enseñanza ahistórica, enfocada en entregar conocimientos, a otra históricamente situada que permite aprender a utilizarlos reflexivamente, tiene varios prerrequisitos que hasta ahora no han sido suficientemente recogidos y dimensionados. Mencionemos cuatro.
Aprender conocimientos
En primer lugar, hay que iluminar el qué y el cómo en el aprendizaje de los conocimientos. El reclamo por la invisibilidad de los conocimientos en todos los currículos que hemos tenido en las últimas tres décadas ha sido constante, llegándose a creer que una enseñanza orientada a competencias no los necesita. Basta una rápida revisión bibliográfica para comprobar que esto no es cierto. Nadie sostiene eso. La actuación competente de una persona se acredita cuando demuestra, justamente, que sabe poner en práctica lo que conoce para solucionar un problema o lograr un objetivo.
Sin embargo, ¿Cómo se accede a los conocimientos? La única ruta que los docentes manejan es la memorización. ¿Hay otras? Claro que sí, la ruta de la comprensión, que no pasa por el mero recuerdo y repetición -procedimiento útil solo para aprobar exámenes escolares- sino por la investigación y la reflexión crítica de los conceptos, los procesos, los fenómenos, las teorías. Como dice David Perkins, una cosa es tener conocimientos y otra muy distinta es comprenderlos. El saber que se comprende no se olvida, pero entender supone un proceso distinto al que nos lleva solo a recordar y supone práctica, práctica reflexiva. ¿Lo conocen los docentes? En general no. La indagación, el análisis crítico, el cotejo de ideas, como lo muestran las evidencias aportadas por el monitoreo de prácticas docentes, es una práctica mayormente ausente. ¿Está en el currículo? No, no lo está. El currículo asume tácitamente que el estudiante debe manejar los conocimientos y que debe hacerlo en una perspectiva crítica, pero no los identifica ni propone una ruta pedagógica para aprenderlos de una forma no memorística.
Aprender a pensar
En segundo lugar, necesitamos iluminar el qué y el cómo en la educación de la mente. Todo el proceso de respuesta competente a un problema exige pensar, es decir, discernir la situación, las alternativas, la decisión más pertinente, los resultados de la acción. En cada uno de esos momentos se necesita razonar críticamente, más aún en situaciones conocidas, de las cuales se posee información relevante. Allí se ponen en juego habilidades como las de abstracción, comparación, clasificación, inducción, deducción, fundamentación, etc. En situaciones nuevas o inusuales, de las que poseemos información incompleta o ambigua, se necesita pensar sobre todo de manera creativa. Esto supone pensar con fluidez, flexibilidad y originalidad, demostrando a la vez capacidad para elaborar y reestructurar situaciones. En muchos problemas, sin embargo, donde hay incertidumbre y se carece de salidas seguras, ambas formas de pensamiento son necesarias.
¿Se puede aprender a pensar crítica y creativamente? Sí, por supuesto, pero son habilidades cognitivas distintas y suponen procedimiento pedagógicos diferentes. ¿Figura este aprendizaje en el currículo? No. El currículo, también aquí, asume tácitamente que el estudiante que afronta un problema debe pensar de manera crítica e incluso de manera compleja, lo que representa una exigencia más alta. El docente podría incentivar este tipo de razonamiento apelando a la pregunta como herramienta pedagógica, pero el monitoreo de prácticas docentes lo que revela es que, en general, los maestros tienden a no hacer preguntas ni a responderlas porque los retrasa y cuando las usa, apela básicamente a preguntas cerradas de respuesta única. Una cosa es cierta, si el docente está convencido de que el resultado esperado es que el estudiante conozca, no que razone, las preguntas son distractores. Ponerse a pensar y a discutir en el aula lo retrasa en el cumplimiento de su programa.
Aprender valores y actitudes
En tercer lugar, hace falta iluminar el qué y el cómo en aprendizaje de valores y actitudes. La resolución de problemas exige no solo la capacidad de conectar conocimiento y acción, sino también la de elegir la actitud más adecuada en cada situación, así como la de hacerse responsable por las consecuencias. Daniel Goleman cita a Aristóteles en su Ética a Nicómaco, cuando dice: «Cualquiera puede enojarse, eso es algo fácil. Pero enojarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso no es tan fácil». En efecto, hay situaciones en las cuales una actitud mal elegida puede frustrar la solución. También puede hacerlo nuestra incapacidad para medir las implicancias de la alternativa elegida en los sentimientos o en los derechos de otras personas, tanto como nuestra eventual indiferencia ante las malas consecuencias de nuestra decisión.
¿Se puede aprender a no actuar impulsivamente y a elegir con empatía las actitudes más pertinentes a los casos que afrontamos? ¿Se puede aprender a discernir moralmente nuestras decisiones? Claro que sí, pero en ambos casos se requiere manejar criterios éticos y aprender a razonar las situaciones en base a ellos. No sirve para eso aprenderse un código abstracto de buena conducta ni acatarlo bajo amenaza de castigo, hay que situarse en cada circunstancia e inferir en base a ella la actitud más efectiva y la conducta más justa. ¿Figura este aprendizaje en el currículo? En este caso sí. Son los enfoques transversales, el currículo los propone como una matriz de valores y actitudes que deben ser referentes para la autoevaluación continua de la convivencia cotidiana. Pero hay un problema. El procedimiento para convertir esos valores en objeto de aprendizaje no se describe ni explica, por lo que su abordaje pedagógico tiende a ser teórico o prescriptivo.
Aprender a interactuar
En cuarto lugar, necesitamos iluminar el qué y el cómo en el aprendizaje de las habilidades sociales. Ciertamente, un currículo centrado en contenidos, que se aprende por la vía de la memoria, no necesita estudiantes con estas habilidades, porque su rol se limita básicamente a escuchar y repetir. Pero si se trata de enfrentar retos utilizando conocimientos de forma reflexiva y, además, colaborando, dialogando, debatiendo, entonces el rol del estudiante ya no va a ser pasivo y receptivo como antes. Necesitará aprender a interactuar, a construir acuerdos, a manejar controversias. Pero enfrentar retos complejos supone más. Goleman define la inteligencia emocional como «la capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de controlar los impulsos, de diferir las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras facultades racionales y, por último, la capacidad de empatizar y confiar en los demás».
¿Son o no estas cualidades relevantes al desarrollo de la capacidad de utilizar saberes para afrontar y resolver problemas? Naturalmente, son indispensables. Una cosa es formar grupos de trabajo en el aula y otra muy distinta es tener la habilidad de conducirlos hacia un estándar óptimo de colaboración, autorregulación y productividad. Una cosa es propiciar la participación de los estudiantes y otra muy distinta es saber aprovechar esa oportunidad para que aprendan a discutir desde distintas perspectivas sin enemistarse ¿Forman parte del currículo? Solo parcialmente, en el área Personal Social, pero sin el necesario desarrollo pedagógico y sin una ruta didáctica clara que oriente a los docentes en cómo propiciar su aprendizaje. Llenar este vacío es más importante aun tratándose de temas que han brillado por su ausencia en su experiencia de formación profesional.
La información es útil pero no mejora a la gente
Hay voces que imaginan la reforma curricular como el acto de introducir cursos, supuestamente novedosos, por ejemplo, cursos sobre corrupción, formación cívica, historia, entre otros. Pero ninguno de esos aspectos es ajeno al currículo actual. Desde un enfoque de aprendizaje situado, todas las competencias se pueden desarrollar abordando problemas y desafíos del mundo local, nacional o global. Se trata simplemente de aprender a hacer eso y de saber guiar a los estudiantes hacia el conocimiento partiendo de su propia reflexión sobre la realidad. Claro que no se incluyen como un temario, pues la sola exposición ritual de conocimientos sobre esas materias pude aportar información valiosa, pero ninguna que el estudiante no podría y que debería saber hallar por sí mismo en múltiples fuentes, si el docente le enseñara a investigar.
La comprensión supone reflexión crítica, debate, aplicación, construcción de acuerdos, la repetición solo exige el recuerdo, sin ningún compromiso con las ideas que se repiten con literalidad, pero sin convicción. Hay quienes aún creen honestamente en la vieja teoría de la toma de conciencia basada en la entrega de información sensible sobre temas sociales, políticos o culturales. Lamentablemente, tomar conocimiento de hechos, ideas, principios y denuncias, eso que en otros tiempos se llamaba la «revelación de la verdad», puede generar indignación, adhesión y solidaridad, pero no habilita a las personas para cambiar la realidad, más allá de quejarse de ella.
Comprender para conocer es indispensable, pero la sola comprensión no basta si es que no aprendemos además a ponerla al servicio de la acción, de la acción transformadora, si no nutre nuestras competencias para entender y solucionar problemas auténticos, para construir futuros desmontando obstáculos, diseñando puentes, construyendo acuerdos, imaginando opciones, lúcidamente situados en las complejidades de una realidad que no admite soluciones binarias.
La clave de la implementación y la gestión del proceso
Un tema clásico en la teoría de las organizaciones es el referido a las brechas de comunicación entre los auspiciadores y los gestores de un cambio que compromete su misión y la organización misma. Este desfase suele tener consecuencias muy altas. Ocurre que, normalmente, los líderes que impulsan un cambio -por ejemplo, el curricular- no solo saben a dónde dirigirse o redirigirse, sino también por qué y para qué. Tienen el diagnóstico claro, identifican bien la necesidad, ven el panorama completo.
Pero ¿Qué ocurre cuando quienes gestionan y operan las decisiones del líder no poseen la misma visión y tampoco la misma información sobre los motivos del cambio? Peor aún ¿Qué ocurre cuando poseen una visión distinta y sus motivaciones más fuertes están más bien por el sostenimiento del statu quo? Las consecuencias son conocidas: resistencias y conflictos que después los gestores no saben manejar, porque no tienen los argumentos, la convicción ni la visión de los líderes. Pero también se producen reinterpretaciones que terminan torciendo, acomodando y finalmente desvirtuando el sentido de los cambios propuestos. La otra consecuencia, no menos grave, es que el eventual fracaso del cambio termina siendo atribuido a la idea o al proyecto mismo, no a su operación fallida.
Numerosos países tomaron nota de la necesidad de un viraje curricular desde fines del siglo XX. La conferencia de la Unesco en Tailandia y el posterior informe de la Comisión Delors dejaron claro que necesitábamos entrar al siglo XXI con nuevas apuestas. Pero no todos tuvieron claro lo que suponía el esfuerzo de mover la organización del sistema educativo desde un punto A hasta un punto B para hacer viables los nuevos aprendizajes. La clave entonces está en la implementación, se necesita una estrategia de gestión del cambio y un plan capaz de involucrar activamente a los maestros y a los principales gestores regionales y nacionales, pero para derrotar la poderosa inercia del sistema, no para rendirse ante ella para evitar o atenuar conflictos.
Retroceder siempre es posible. No hay nada irreversible, salvo la muerte. Naturalmente, un retroceso curricular y pedagógico en la educación básica sería como decidir que las facultades de medicina retornen al currículo de formación profesional de hace cuarenta años e imaginar que eso no tendría consecuencias en la vida de las personas.
Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprende las lecciones de la historia, escribió Aldous Huxley, el célebre autor de Un Mundo Feliz. En lo personal, nada me haría más feliz que en materia curricular podamos desmentir a Huxley por completo.
Lima, 14 de agosto de 2021