Por Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN
Ponencia presentada en el Seminario Nacional del Instituto de Pedagogía Popular (IPP) «Aprendizajes para el siglo XXI», en el auditorio de la Derrama Magisterial. Lima, 5 de agosto de 2015
Hay quienes piensan que haber puesto en manos de los docentes peruanos instrumentos curriculares como las llamadas Rutas de Aprendizaje o Mapas de Progreso en los últimos años les ha provocado una gran confusión. Esto llevaría a suponer quizás que estaban mejor sin ellos o, peor aún, que la puesta en práctica de un currículo por competencias no precisa de ningún tipo de herramienta y sólo requiere la creatividad del maestro. Ambos supuestos son un error y quiero demostrar por qué.
Según la Real Academia de la Lengua Española (RAE), confundir significa mezclar, fundir cosas diversas, de manera que no puedan reconocerse o distinguirse. En consecuencia, llamamos confusión a un estado de perplejidad, desasosiego o turbación de ánimo derivado de aquel acto de mezclar cuestiones de naturaleza diversa. Apuntemos esta definición para poder comprender después si los cambios curriculares que el Ministerio de Educación ha venido promoviendo desde el 2012 –cuya principal expresión han sido las Rutas de Aprendizaje- han sido o no factor de confusión entre los maestros.
Un poco de historia
Es inevitable y necesario recordar los antecedentes. A fines del siglo XX todos los países del planeta habían asumido el reto, auspiciado por UNESCO, de poner al día sus currículos de cara al nuevo siglo. Se fue formando un consenso muy amplio respecto de la necesidad o más bien de la urgencia de que la escuela forme a las nuevas generaciones con capacidad de desempeñarse en la vida. Aprender empezó a tener por primera vez una medida distinta de comprobación: la capacidad de actuación efectiva en los distintos espacios –personales, familiares, ciudadanos, laborales, intelectuales- en que niños y jóvenes debían moverse, así como en los complejos escenarios sociales, políticos, culturales y ambientales que caracterizaban la época.
Demás está decir que esa no había sido la perspectiva de los sistemas educativos hasta ese momento. A lo largo de tres largos siglos, las escuelas que conocemos en Occidente se configuraron fundamentalmente como centros de difusión de información y los maestros se especializaron en la entrega dosificada de conocimientos. En el momento en que el mundo nos dice: entremos al siglo XXI formando capacidades en los estudiantes para actuar sobre la realidad y transformarla, en ese instante se desata una gran confusión bajo los cielos.
Nos estaban pidiendo, en otras palabras, que formemos niños y jóvenes capaces ya no de acumular y recordar el conocimiento sino de ponerlo en acción para enfrentar y superar retos de toda clase en su vida personal, social, política y cultural, capaces de insertarse en un mundo diverso y de colaborar entre diferentes en función de objetivos comunes.
La paradoja es que se lo estaban pidiendo a una escuela que, en palabras de Emilia Ferreiro, estando al borde del siglo XXI, seguía anclada al siglo XIX y, en general, espantada de la modernidad. Es decir, asustada primero de la radio, luego de la televisión, de las computadoras, del internet, del código de la imagen, por considerarlos elementos perniciosos para la formación de los niños, convencida de que la función de la escuela era reproducir la cultura, no producirla o recrearla. Una escuela habituada al rol que desempeñó durante el siglo XIX –valioso en su tiempo histórico- como socializadora de información, por entonces inaccesible a las mayorías… (continúa)
Descargar la ponencia completa en el siguiente link:
Reforma Curricular en la Educación Básica-Ponencia IPP (Luis Guerrero 2015)