Luis Guerrero Ortiz / EDUCACCIÓN
Mucho se discute en estos días sobre «reforma o contrarreforma» en el ámbito de la educación nacional, discutiendo el valor de los cambios que se han venido impulsando desde las políticas públicas en lo que va del presente siglo o, por el contrario, reafirmándolo y demandando su continuidad. Giandomenico Majone, destacado experto en ciencias políticas de la Unión Europea, sostenía que «La tarea de los analistas consiste, en gran parte, en la producción de evidencias y argumentos para el debate público», pues es por la vía de la argumentación que ciudadanos y gobernantes forman sus opiniones y llegan a decisiones sobre las políticas. En ese afán, quiero analizar y discutir algunos de los argumentos que he venido leyendo en la prensa alrededor de esta supuesta o genuina tensión entre «reforma y contra reforma» educativa en el país. Expertos como Hugo Ñopo, César Guadalupe, Hugo Díaz o León Trahtemberg, han venido formulando opinión en diversos sentidos desde hace algunas semanas, pero quiero referirme particularmente a los puntos de vista de este último en el campo del currículo.
Los estándares de aprendizaje en el debate
Uno de los argumentos «contra reformistas» que más sorpresa me ha causado leer en relación al actual currículo escolar es el que sostiene que la educación nacional estaría «esclavizada» a los estándares de aprendizaje y que éstos solo sirven para «uniformizar y discriminar» a los estudiantes. Una pequeña vuelta por las aulas de cualquier escuela pública del país –empezando por Lima- podría permitirnos comprobar exactamente lo contrario: que la educación que realmente se ofrece hoy en día, lamentablemente, está aún lejos de tener a los estándares de aprendizaje del currículo como un referente real para la enseñanza y la evaluación. No es muy difícil comprobar de un vistazo cuánto de arbitrariedad y subestimación subsiste todavía en las aulas. El año 2012 la Universidad Cayetano Heredia, a pedido del Ministerio de Educación, hizo una investigación cualitativa en diversas escuelas del país sobre el uso efectivo del currículo. Lo que el estudio confirmó son hechos harto conocidos: lo que los docentes enseñan en sus aulas tiene poco o nada que ver con las programaciones ajustadas al currículo que pueden leerse en sus cuadernos de planificación.
Recordemos que los estándares de aprendizaje, aquí y en cualquier país del mundo, representan solo descripciones precisas de las actuaciones que debemos observar en el estudiante para comprobar que aprendió. Cuánto quisiera que nuestra educación escolar estuviera cuando menos «medio esclavizada» a los estándares, pues eso significaría que lo que se enseña a los niños tendrían indicios objetivos para comprobarse que efectivamente se aprende. Tener mucho más claro el punto de llegada de la enseñanza en las diversas áreas curriculares, no implica esclavitud sino responsabilidad y compromiso con los resultados.
De otro lado, la atribución de una cualidad supuestamente uniformizadora y discriminadora a los estándares nace de una antigua y gran confusión. Si ambos adjetivos buscan cuestionar una educación que plantea resultados iguales para todos, la crítica no debería dirigirse a los estándares sino a la existencia misma de un currículo escolar. Salvo excepciones, en todos los países del mundo, lo que las jóvenes generaciones deben aprender como producto de su tránsito por la escolaridad es objeto de una política de Estado que rige para todos. Lo único que hacen los estándares es precisar las actuaciones que deben ser capaces de mostrar los alumnos para verificar el logro de los aprendizajes prescritos. Si no nos parece correcto que todos aprendan lo mismo, lo que tendríamos que traernos abajo no son los estándares, sino el concepto mismo de currículo. ¿Es eso lo que pretende esta crítica?
Es necesario recordar lo que sostuvimos con fuerza en el Proyecto Educativo Nacional: estándares nacionales de aprendizajes prioritarios que se evalúen regularmente, oportunidades y resultados educativos de igual calidad para todos. Eso significa que todos los niños y jóvenes de este país tienen el mismo derecho a aspirar a los mismos logros de aprendizaje y el Estado tiene la obligación de asegurar las condiciones que lo hagan posible. Sería inaceptable desde el punto de vista de la equidad asignar resultados de acuerdo a las características socioeconómicas o geográficas de los alumnos o a la decisión discrecional de docentes, familias y directores. Lo que debe adaptarse a las condiciones de cada contexto es la manera de lograrlos o sus manifestaciones específicas, pero lo que no puede discutirse es su derecho a lograrlos o a avanzar hacia ellos hasta donde les sea posible, sin que la falta de oportunidades se lo impida. En todo caso, discriminadores no son los aprendizajes ni su estándares, discriminadora es la repitencia escolar y eso sí está ampliamente documentado. Actualmente, la repitencia está suprimida solo para el tránsito del primer al segundo grado. Si una supuesta «contra reforma» se dirige a eliminarla en los demás ciclos de la escolaridad, me adhiero con entusiasmo.
Interdisciplinariedad y ciudadanía
Otro argumento «contra reformista» sobre el currículo es el que discute su organización en base a áreas curriculares disciplinares clásicas, que no dejan lugar a la interdisciplinariedad, siendo que hoy en día es la convergencia y colaboración entre las ciencias lo que hacen progresar al mundo y avanzar en el conocimiento. Concuerdo sin reservas en que el currículo escolar debería girar no sobre los campos disciplinarios tradicionales sino sobre las competencias de egreso, cuya configuración sí es interdisciplinaria, una posibilidad que siempre ha estado planteada, desde la reforma curricular de los 90, pero que siempre se eludió a última hora para no retar demasiado a la poderosa tradición disciplinar. Siempre discrepé de eso. No obstante, debo reconocer que ese defecto no vuelve malo al currículo. El propio Consejo Nacional de Educación lo analizó, lo discutió y lo avaló públicamente, señalando que era un producto superior a los anteriores. No recuerdo que lo interdisciplinario haya sido mencionado ni como una deficiencia gravísima ni como un desafío perentorio de mejora.
También he leído cuestionamientos al enfoque curricular sobre ciudadanía, argumentando que la educación ciudadana no se cultiva en el pequeño tramo asignado en el horario escolar sino en las interacciones de cada día al interior de la escuela. Sinceramente, no podría estar más de acuerdo con esa afirmación. En efecto, la ciudadanía, tanto como los valores de cualquier signo, deben actuarse y demostrarse, algo en lo que los adultos de la escuela tienen la primera responsabilidad pues su comportamiento diario modela el de los estudiantes. Sin embargo, ¿en qué parte del currículo se afirma lo contrario? Más bien, lo que el currículo propone como enfoques transversales supone precisamente la exigencia de actuar –no de proclamar de palabra- el respeto a las diferencias, la búsqueda del consenso, el respeto al derecho propio y ajeno, la defensa del bien común, en la vida cotidiana del aula y de la escuela. ¿Está acaso mal enfocado? ¿No es eso justamente lo que demanda la crítica? Por cierto, el pronunciamiento del Consejo Nacional de Educación tampoco discute este aspecto. Por el contrario, allí puede leerse de manera literal: «saludamos particularmente el énfasis en ciudadanía y construcción democrática». ¿De qué estamos hablando entonces?
La igualdad mal entendida
Otro argumento «contra reformista» es que se estaría evaluando a los alumnos asumiendo que todos son iguales, que deben lograr lo mismo de la misma manera y en el mismo plazo, sin atender las diferencias. No me queda claro si la crítica se refiere a las evaluaciones nacionales o a las evaluaciones de aula. Porque en el caso de las nacionales, es obvio que todas tienen referentes y expectativas comunes. Ese referente es el currículo pues, según la ley, el currículo contiene las expectativas de aprendizaje que son derecho de todos. Y el uso de esos referentes comunes no tiene como premisa que los niños sean idénticos unos con otros, sino que debiendo haber logrado ciertos aprendizajes específicos en un determinado tramo de su escolaridad, podrían no haberlo hecho debido a problemas subsanables, lo que nos da una señal de alerta para tomar medidas correctivas. Con eso no se busca homogenizar a nadie sino salvaguardar el derecho de todos a aprender. Se trata de igualar oportunidades y de igualar calidad, no de clonar a los niños. Podemos siempre discutir las medidas que el Estado adopte o deje de adoptar para afrontar esos problemas, por supuesto, pero una evaluación nacional solo nos arroja datos para que se pueda tomar decisiones con sustento.
Ahora bien, si se trata del aula, las cosas son distintas. Allí lo habitual es que el docente sí parta de la premisa de que todos deben lograr lo mismo, de la misma manera y al mismo tiempo, sin considerar las diferencias. Esta premisa, sin embargo, no viene del currículo, aunque algunos funcionarios, formadores o académicos eventualmente la compartan. Esta premisa es cultural y hunde raíces en los albores mismos de la pedagogía moderna. La idea de la educación masiva y simultánea, base del método único, nace en el siglo XVI y ha impregnado la enseñanza escolar de una manera profunda. Ahora bien, no hay ninguna reforma ministerial que yo conozca que haya propuesto una evaluación de aprendizajes que adhiera a esta premisa y tenga estas características. Por el contrario, desde que el SINEACE empezó a producir estándares de aprendizaje el 2010, la idea de una evaluación que distinga niveles de logro en las competencias curriculares, más allá de los cortes incluso que implica cada ciclo escolar y con implicancias directas en favor de una enseñanza diferenciada, empezó a cobrar fuerza y se ha recogido plenamente en el actual currículo. ¿A dónde dirigimos entonces la «contra reforma»?
¿A qué llamamos reforma?
Quizás convenga aclarar algunos términos. Todos los expertos coinciden en que el concepto de «reforma» en educación debe ser tomado con pinzas, pues alude a cambios estructurales a gran escala y en diversos ámbitos del sistema, que cristalizan en periodos largos. Este tipo de cambios suelen ser eludidos por los gobernantes, pues emprenderlos tiene un alto costo no solo presupuestal sino político y social, en la medida que rompe el statu quo y afecta intereses diversos. Es por eso que los países europeos y asiáticos que lograron dar saltos importantes en la calidad y efectividad de sus sistemas educativos tuvieron como primer gran desafío derrotar el tremendo poder de su funcionamiento inercial. Revísense si no los estudios de Michael Barber y Mona Mourshed. La tradición en nuestro país más bien, ha sido enfocarse en medidas aisladas de bajo costo y resultados más o menos inmediatos, que proyectan sensación de cambio.
No obstante, del ministerio de educación de fines del siglo XX al que tenemos hoy tres décadas después hay notables diferencias y ventajas que no se pueden dejar de reconocer, como tampoco la evolución que se ha tenido en la concepción misma del Estado y de las políticas públicas en general. Martín Tanaka lo explicó ampliamente en sus estudios El Estado, viejo desconocido y El Estado de la educación. La tradición burocrática, que pervive y cuyo brazo no se tuerce fácilmente, ha ido cediendo terreno a un enfoque más técnico y más descentralizado de la administración pública, más actores han entrado en la escena con voz, opinión y participación en las decisiones de política, se ha avanzado mucho también en materia presupuestal, y es en ese marco en que se han venido produciendo cambios importantes en lo que va del siglo XXI. Cambios que, sin llegar a ser reformas globales, han modificado significativamente subsistemas importantes, sobre todo el campo de la política docente, en la política curricular y en los esquemas de gestión, así como en la atención a poblaciones vulnerables.
A estos cambios se le ha dado en llamar «reformas» por asociación libre, por lo que toda discusión acerca de si en realidad son o no son «reformas» en el genuino sentido de la palabra, es absolutamente inútil. Lo que hay que discutir es su sentido, su valor y su trascendencia en el contexto del tipo de Estado que nos legó el siglo XX, porque más allá del rótulo e incluso de sesgos y distorsiones de los que no está libre ninguna política pública en fase de implementación, han representado pasos adelante en los esfuerzos por darle más orden, solidez, transparencia y eficacia a la acción del Estado en el ámbito educativo. Dice Michael Fullan que todo cambio educativo productivo oscila entre el control excesivo y el caos. Eso lo hemos comprobado en estos años, solo que hay que hacer el esfuerzo de entender primero para mejorar después. Pero toda discusión basada en prejuicios o en atribuciones gratuitas, que carecen de asidero objetivo en los hechos, ni es seria ni aporta nada constructivo.
Esto da para más, así es que continuaremos estas reflexiones en un próximo artículo.
Lima, 3 de octubre de 2017