«Cuidamos nuestra salud promoviendo una cultura alimentaria saludable». Ese es el nombre de la clase. El título delata claramente la intención del profesor, es decir, la enseñanza del día, la conclusión a la que todos deben llegar y hacer suya. Luego de compartir con sus alumnos un breve discurso sobre lo inconveniente de descuidar la salud, les lanza la pregunta que desencadenará una sesión supuestamente dirigida a desarrollar competencias: ¿Qué prácticas alimenticias contribuyen a cuidar nuestra salud? Él sabe la respuesta y espera que al final de la clase todos puedan repetirla. Si eso ocurre, sentirá que su clase fue éxito.
El currículo escolar del Perú y de la mayor parte de países del mundo dio un giro muy significativo a fines del siglo XX hacia otro tipo de aprendizajes como resultado de la escolaridad. El cambio más importante fue el desplazamiento del conocimiento como objeto de reproducción, al conocimiento como medio para la comprensión y resolución de problemas del mundo real. El giro fue de 180 grados, un cambio de libreto que contradecía abiertamente trescientos años de tradición escolar. Era indispensable. El mundo era otro y sus demandas a la educación no podían seguir siendo las mismas que se formularon tres siglos atrás.
Pero en los hechos, las cosas no han resultado como se esperaban. Aquí en el Perú y en otros países los docentes adoptaron los nombres y las formas de los nuevos currículos, pero siguieron enseñando conocimientos en el afán de que sus alumnos los interioricen. Como las supervisiones de las que eran objeto ponían más celo en el uso de las formas y los nombres antes que en la calidad misma de enseñanza, los docentes confirmaron que en el fondo solo se trata de un cambio nominal y que podían seguir enseñando como siempre.
Pierre Bordieu, sociólogo francés y uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, llamó «habitus» a la manera en que toda persona percibe y se ubica ante el mundo. Estamos hablando de ciertas disposiciones en nuestra manera de pensar, sentir y actuar, que guían inconscientemente nuestro comportamiento y que se instalan en nosotros de forma involuntaria gracias a la crianza y a la socialización en general. Se supone que el habitus no es el mismo en todas las personas, pues se aprende de manera distinta según nuestra ubicación en la estructura social, por ejemplo, según la clase, la cultura o el género.
Sin embargo, ¿podemos hablar de un habitus común a todos los sectores sociales en el terreno de la educación? Es decir, una manera de concebir la enseñanza, absolutamente centrada en el profesor y en los contenidos que quiere enseñar, donde los estudiantes son una masa anónima y uniforme que puede recibir la misma clase y aprender al mismo tiempo en idéntico plazo. Una manera de entender y practicar la enseñanza absolutamente naturalizada, a la que no se puede renunciar a riesgo de sentir que se cae en el absurdo, como si cualquier otra manera de enfocarla estuviera quebrando el sentido común. En esa misma perspectiva, David Tyack y Larry Cuban acuñaron el concepto de gramática escolar para aludir a las creencias que sustentan ciertas formas de concebir la educación interiorizadas tan profundamente en las personas como las reglas del idioma nativo y que no se pueden transgredir sin sentir que se está cayendo en el error. Eso vuelve muy difícil tomar distancia de ellas.
«Compartimos actividades para fortalecer la convivencia en familia». Ese es el nombre de otra sesión, que también delata la intención del maestro: que todos sus alumnos sepan que en familia se debe convivir en armonía y colaboración. Por eso la pregunta llamada a desencadenar la clase es: ¿De qué manera puede contribuir para fortalecer la convivencia en familia? La respuesta que imagina el profesor como la más correcta es la que todos al final deberán repetir. Antes la habría anotado en la pizarra para que todos la copien. Ahora les mandará a leerla en algún texto para que la copien de allí. De paso, como van a hablar, leer y escribir, dirá que ya están aprendiendo las competencias de oralidad, lectura y escritura. Si les pide sumar, por ejemplo, a los miembros de su familia, dirá que están aprendiendo competencias matemáticas. Lo más importante para él, sin embargo, es que todos regresarán a casa sabiendo que en familia se debe convivir en armonía y colaboración, así vivan en una familia donde sean discriminados o abusados, un dato que él desconoce y que tampoco averiguará.
No deja de impresionarme la manera como, treinta años después de la llegada del enfoque de competencias a la educación básica y superior, el enfoque en el acceso al conocimiento con fines de reproducción sigue siendo la principal apuesta de docentes y formadores, aunque las normas y los reportes digan lo contrario. Esa es la principal razón por la cual los estudiantes salen mal en las evaluaciones externas del rendimiento, pues allí se les examina sobre lo que, en realidad, nunca han tenido oportunidad de aprender, es decir, no sobre los conocimientos que conservan congelados en la memoria sino sobre su habilidad para emplearlos en situaciones retadoras.
Quienes hacen plena consciencia de la magnitud de este cambio y de lo que implica, suelen objetarlo con el mismo argumento desde hace tres décadas: las familias lo piden porque quieren que sus hijos entre a la universidad y el examen de admisión es una prueba de conocimientos. La premisa de esa afirmación es indemostrable: que la información ofrecida a los estudiantes a lo largo de doce años de escolaridad y cerca de 15,000 horas de clase, va a estar intacta, almacenada en su cerebro y lista para ser usada a la hora de rendir un examen de 120 minutos. Preguntémosle a los neurocientíficos si el cerebro humano es capaz de retener por tanto tiempo información inútil, es decir, sin ninguna función operativa en la vida real. Solo las supercomputadoras, como la IBM Summit, pueden almacenar y tener disponibles millones de GB de memoria. Hasta el día de hoy no existen más de mil de ellas en el mundo. Y son máquinas, no cabezas. Las academias preuniversitarias lo saben y por eso se limitan a codificar información en el cerebro de los postulantes con ayuda mnemotécnicas; y tampoco toda, sino solo la que suelen venir en las pruebas según la universidad. Y para eso necesitan seis meses, no doce años.
¿De qué otra manera se puede acceder al conocimiento si no es por la memoria? Como señala David Perkins, la mejor vía es la comprensión y eso supone tres pasos: primero investigar, segundo discutir los hallazgos y tercero emplearlos para explicar o resolver una situación real. Eso puede hacerse de diversas maneras, las distintas rutas las ilustran las diversas metodologías inductivas que los maestros tienen a disposición, pues todas suponen comprensión del conocimiento que se empleará para afrontar un desafío. Luego, todas cumplen los tres pasos que señala Perkins.
Lo que necesitamos entender, sin embargo, es que esta manera de aprender es la que requiere el desarrollo de competencias y supone inevitablemente otro manejo del tiempo escolar. Porque este proceso se hace pausadamente, no bajo presión ni con plazos estrechos o estandarizados. Si el propio sistema está fijando como meta de la escolaridad las competencias, no tendría que presionar a los docentes para que abarquen la mayor cantidad de competencias en el menor plazo posible, como si ese aprendizaje se midiera por cantidad. No tendría que hacerlo, pero lo hace y esa presión lo distorsiona todo.
«Si te cuidas, nos cuidamos todos» es el nombre de otra sesión y su producto es un díptico con recomendaciones para prevenir enfermedades y cuidar la salud. ¿Qué respuestas podría esperar el profesor de sus alumnos, fuera de lavarse las manos con frecuencia, consumir alimentos saludables, prepararlos de forma higiénica, mantener las vacunas al día, dormir bien y practicar ejercicios? Una vez más, su expectativa de aprendizaje es una información, la misma para todos. Como se trata de la salud, va a reportar que está trabajando la competencia ‘Asume una vida saludable’, como va a hacer un folleto dirá también que está abordando la competencia de arte y, claro, como sus estudiantes escribirán allí lo que van a copiar de Internet, dirá que también está desarrollando la competencia de escribir. Si leyera el currículo se daría cuenta fácilmente que está en un profundo error, pero siente que no necesita hacerlo pues lo que hace la supervisión lo convalida. Luego, está convencido de que está trabajando conforme al currículo.
Las consecuencias son graves. Si los estudiantes hacen todo lo que pide su profesor, el reportará que están logrando las competencias. Él lo creerá, sus alumnos y sus familias también, todos en el país veremos los informes de progresos o de retrasos creyendo que el referente son las competencias del currículo, sin sospechar que el referente no es ese, sino solo su capacidad para retener o no la información que el profesor les ofrece.
Fernando Llanos escribió hace algún tiempo: «Realmente no se evalúan competencias. Puede haber docentes que manejen muy bien el tema de evaluación formativa, que planteen sus propósitos, sus criterios de evaluación, actividades que suponen significativas, incluso sus evidencias, etc., pero no lo hacen sobre competencias, sino sobre contenidos, sobre información. En general, estamos evaluando qué tan bien el estudiante extrae información y la reproduce en un formato. Siempre que sea un tema relacionado a alguna competencia ya creemos que estamos evaluando competencias». Salvo muy honrosas excepciones, que sin duda las hay, Fernando tiene razón y, lamentablemente, esta constatación se reitera una y otra vez en distintos espacios y realidades.
Los estudiantes están retornando a clases. Se vuelve a enfatizar la importancia de la lectura y la matemática, se le aumenta las horas, se enfatizan medidas de refuerzo. Sin embargo, el trasfondo del problema permanece invisible. Algunos creen que la solución mágica es cambiar, otra vez, el currículo, perdiendo de vista que diga lo que diga un documento, muchos de nuestros docentes seguirán honestamente convencidos de que entregar información, como se ha venido haciendo a lo largo de tres siglos, es a lo que hoy se nos ha ocurrido llamar competencias.
Martin Luther King dijo que, si supiera que el mundo se acaba mañana, él todavía plantaría un árbol. Es que los tiempos no son nada buenos para la educación. No obstante, aprender a emplear el conocimiento de manera reflexiva y no a repetirlo de manera mecánica es un derecho de las generaciones actuales y una necesidad de los tiempos que les ha tocado vivir. Los educadores tenemos la responsabilidad de atenderlo contra viento y marea. Un maestro que lo entienda y lo asuma hará la diferencia y nos dará esperanza. Por suerte, son cientos de maestros que lo están asumiendo en diversas regiones del país. Ellos nos están trazando un camino que necesitamos proteger.
Lima, 20 de marzo de 2023