Pablo Panizo / La Mula
“Siempre he sentido que el documento que acreditó mi adultez no fue el DNI, sino su certificado de defunción”, confiesa el narrador de La distancia que nos separa. En la desnudez de su voz puede sentirse la de su autor, Renato Cisneros, y no habla sino de la muerte de su propio padre, el Gaucho Cisneros, uno de los militares más controversiales que sirvió al Ejecutivo durante los gobiernos de Velasco Alvarado, Morales Bermúdez y Belaunde. Hablamos con el escritor en el momento más importante de su vida: en plena efervescencia tras la publicación de una novela donde no se guardó nada, abandona el país para jugársela por la literatura.
En la vereda frente a la casa de Renato Cisneros hay una inscripción con su nombre, trazado con pulso infantil sobre el cemento. RENATO. Tenía doce años cuando la marcó. Tres años antes había llegado su familia a esa casa de Monterrico, donde el General Cisneros, su padre, pasaría sus últimos diez años de vida como uno de los más visibles opositores a los gobiernos de García y Fujimori. Desde el sótano de este hogar brindó numerosas entrevistas a quienes lo buscaban para salpicar de polémica la agenda política, denunciando la alianza Montesinos-Fujimori, proponiendo el regreso de la pena de muerte o ventilando los nexos de Alan García y Víctor Polay Campos. Hasta hoy es palpable el rastro de su existencia: retratos familiares y adornos de caballos –recuerdos de su formación en la Caballería del Ejército Peruano–salpican la sala con su memoria.
Criado bajo su mando, el periodista y escritor se formó en un hogar cuyos miembros parecían ser satélites orbitando alrededor de un padre que alcanzaba como último estadio de diálogo el ‘porque yo lo digo’ que salía de su boca. Sin embargo, el régimen tiránico con el que dirigió su hogar no subsiste más. El hombre fuerte de los gobiernos de Belaunde y Morales Bermúdez, donde ocupó las carteras del Interior y del entonces llamado Ministerio de Guerra, permitió con su muerte, el 15 de julio de 1995, el nacimiento de la autonomía en Renato Cisneros.
Veinte años después de su desaparición, en La distancia del tiempo (Planeta, 2015) el escritor desmenuza la vida de su padre para entender la suya misma. El hermetismo marcial del Gaucho Cisneros –recordado por la prensa de izquierda como el ‘Carnicero’ Cisneros– es desnudado por su hijo hasta mostrarlo inconfundiblemente humano. Sin permitir que las heridas familiares ni las suyas propias fuesen una limitación para su obra, Renato Cisneros presenta una novela donde se juega el todo por el todo, en un momento de su vida donde esa apuesta a ganador determina cada decisión que toma: se muda a Madrid con “la ilusión de ser otra persona en otro país” y el objetivo de ser escritor antes que periodista.
¿Habrías podido ser el escritor de hoy si tu padre estuviese con vida?
Siendo todo lo rector y duro que era mi padre, yo hubiese dado la vida para que él conserve la suya, pero hoy me doy cuenta de que él murió en un momento clave para mí. Creo que no habría podido ser quien soy y lograr la libertad que tengo para escribir si él estuviese vivo. Sería una persona muy distinta, no imagino qué tipo de persona. Calculo que me estaría dedicando a lo mismo, pero no sé si habría escrito todo lo que he escrito. Esta novela muy probablemente no. Pero eso que sienten todos aquellos que han vivido bajo una presencia tan dominante como la de un padre militar como el mío, es real: yo sentí esa libertad. Es como una horrenda libertad. Toda libertad es por supuesto vital y de alguna manera te conecta con una dimensión de la felicidad, pero para alcanzarla tuvo que suceder algo que en ese momento no hubiese querido que suceda nunca.
Es cierto que El Gaucho Cisneros tuvo un padre periodista y un hermano, Luis Jaime Cisneros, que fue un hombre de letras, pero también es cierto que cerró diarios y censuró medios. ¿Sientes que tu decisión por ser periodista es una respuesta a su actitud hacia la prensa?
No lo había pensado, pero ahora que hago la asociación pues sí, él tenía sobre la libertad de expresión una actitud bien particular: decía que sabía perfectamente cuáles eran los límites de la libertad de expresión precisamente por ser hijo de un periodista, nieto de un periodista y pariente de periodistas, pero en la práctica ese discurso se desplomaba cuando cerraba diarios, revistas, semanarios. Incluso él, cuando fue Ministro del Interior, revisaba las ediciones que saldrían al día siguiente y algunos números no aparecían [en lo que se denominó la ‘Censura previa’]. Entonces su idea de la libertad de expresión era bien elástica y relativa. Incluso dentro de la casa su idea de la libertad de expresión pasaba por la suya propia, no necesariamente la de sus hijos. Quizá algo en mí ha operado en función de las limitaciones que él ponía a esa libertad de expresión. Y quizá también la libertad con la que me gusta trabajar en RPP, o antes en las crónicas escritas, sea una respuesta a esa libertad controlada por mi padre. Hay cosas que uno hace sin saber por qué las hace, pero que pueden tener una respuesta genealógica.
Para muchos El Gaucho fue un monstruo militar más de la terrible etapa militarista que vivió Sudamérica, para otros el militar con carácter que necesitaba un país y para ti un padre que por naturaleza era personaje público. ¿Cómo manejaste esos extremos durante el proceso de la escritura?
Me dediqué a estudiar todas las notas que salieron sobre él para entender cómo estaba planteado el mapa político entre los 70 y los 80. Había una izquierda radical que evidentemente lo detestaba, lo odiaba, lo tenía como una suerte de verdugo; la derecha más bien lo consentía y lo mimaba y le parecía necesaria su presencia en el Ejecutivo. Y había una zona intermedia de políticos en los que uno podía contar a críticos del Gaucho pero también a gente que se adhería a su pensamiento. Yo he crecido más preocupado por temas que claramente no le interesaban: los derechos humanos, respetar las leyes incluso por encima de la seguridad del Estado, temas con los que él no necesariamente tranzaba, pero no quería que el narrador emitiese juicios políticos ni que fuese un libro con una carga propagandística ni de su forma de pensar ni de la mía. No creo que sea un libro militarista ni que conserve únicamente el pensamiento de derecha, y tampoco creo que sea un libro caviar donde el militar aparece ninguneado. Y además yo cuento una cosa que es real: de chico no entendía nada de lo que sucedía en la política y aplaudía sus intervenciones porque me parecía súper bacán que mi papá aparezca en la tele, y después –hablo ya de los 15 o 16 años, cuando yo estaba más retraído y alejado de la casa– tampoco tuve mucha inteligencia para escucharlo ni me importaba tanto conversar con él. En ese momento podría haber aprendido más de su lectura política y perdí la oportunidad.
¿Arrancaste el libro sabiendo que estabas dispuesto a todo?
Algunas páginas parecerían impúdicas, pero a mí me gusta pensar que son más bien transparentes. No quería guardarme porque sentía que era una novela en que tendría que jugarme cosas. Y los referentes literarios con los que había venido preparándome tenían ese tono: los narradores son absolutamente transparentes y no se guardan nada. Si yo quería emprender una aventura parecida tenía que entrar con esa misión. Pero no contar las cosas por el puro hecho de contarlas, sino porque eran relevantes para graficar la relación con el padre.
Incluso cuando tenías la novela lista no sabías si publicarla o no, pero lo cierto es que hiciste y el Gaucho está vivo en la literatura. ¿Estás completamente seguro del personaje que has entregado?
Sí. Él me trajo al mundo y me hizo actuar bajo sus reglas mientras vivimos juntos. Me puso normas y mi actuación siempre se rigió bajo sus parámetros. Lo que he querido hacer en la novela es convertirlo en un personaje literario para que con la biología de la literatura pueda yo, más bien, manejarlo a mi antojo y hacerlo vivir bajo mis reglas. Ahora el Gaucho Cisneros es también un personaje literario. De alguna manera le he devuelto algún tipo de vida, la que puede tener en los lectores. Es como haber hecho la operación al revés: él me trajo al mundo y yo he tratado de llevarlo al mundo de la literatura para que de esa manera algo de él, lo más interesante, permanezca.
El libro es durísimo; sin embargo tiene también espacio para pasajes fantásticamente poéticos. ¿La escritura fue solamente un vía crucis o pudiste encontrarte disfrutándola?
Tuve las dos cosas. Hubo momentos en los que la escritura fue un desgarro y tenía que dejar de escribir para sobreponerme, pero también hubo momentos en que yo mismo reía recreando situaciones. Ahora, es raro porque siento que esta novela la he escrito incluso cuando no he estado escribiéndola, me sentía completamente absorbido. Hay verdades que salen solamente escribiendo, que no sabes que las sabes porque quizá el único mecanismo que las puede extraer es la escritura. Ni hablándolas, ni dibujando tus experiencias pueden salir, pero cuando las escribes se manifiestan a través de las palabras, y eso es mágico.
¿Qué tan difíciles fueron de sobrellevar esos momentos duros de la novela?
Lo suficientemente duros como para que uno deje de escribir para sobreponerse. Me desarmé en muchos pasajes. Lloraba recordando momentos con mi padre o imaginando cómo pudo haber sido su vida en Argentina, de la que nunca había sabido nada. Me parecía conmovedor llegar hasta Mar del Plata a una casita donde estaba la hermana de la novia que tuvo en Buenos Aires o descubrirme en una actitud reporteril que nunca había tenido para con ninguno de los temas que me había tocado cubrir antes. Es una novela que me ha hecho sentir cosas que ningún otro libro ha logrado. Ha sido duro pero al mismo tiempo revelador, y creo que el aspecto revelador de la novela justifica todo lo duro que pudo haber sido algún trance.
Has tomado la decisión de irte del país y dedicarte de lleno a la literatura. ¿El periodismo como lo conocías se acabó para ti?
Me voy a España para intentar comprobar una vocación literaria, aunque voy a seguir ejerciendo el periodismo de otra manera. Nunca he sido freelance y lo seré, además voy a ser colaborador periodístico de algún medio. Pero el periodismo será un trabajo utilitario que no creo que le quite espacio ni protagonismo a la literatura. Y también me voy porque quiero cambiar de aire. En RPP estaba demasiado cómodo: tenía un buen horario, una paga segura, un excelente equipo de trabajo… pero tramitar todo el día con noticias de un corte tan miserabilista como las que normalmente ocupan un noticiero en el Perú llegó a agotarme. Llegué a sentirme intoxicado de hablar con personajes –o de personajes– que empobrecían mi experiencia de vida. Quiero dejar eso de lado, ver hasta dónde puedo mantener también el aliento literario y escribir la precuela de esta novela y quizá completar una saga familiar.
¿Con qué sensación te vas?
Por un lado incertidumbre. Siento que hay un nivel de riesgo en lo que estoy haciendo. Me voy a un país en crisis y dejo uno que supuestamente está en un momento económico no necesariamente próspero pero sí estable. No me voy con trabajo fijo. Dejo mi soltería para irme con mi novia. Junto con incertidumbre también me voy con la ilusión de ser otra persona en otro país. Hay gente que me ubica por lo que hago en RPP y lo que escribo, e irme a una ciudad en la que absolutamente nadie te ubica tiene la ventaja de moverte como un principiante en muchos sentidos. Me estaba aburguesando, acostumbrándome a un ritmo de trabajo con muchas cosas seguras y fijas, y mientras no tenga carga familiar quiero tratar de imprimirle a mi vida ese nivel de riesgo y adrenalina que tiene lo incierto. Mi viaje también tiene que ver con eso: fundar una identidad en una ciudad muy distinta de Lima. Nada como el desplazamiento para enriquecer la experiencia.
¿Este libro era el último empujón que necesitabas para hacerte con la convicción que hombres como El Gaucho tenían? ¿Sientes que te inscribe definitivamente como un escritor al que no le pesa la pluma o es un proceso que superaste con anterioridad?
El otro día alguien me decía que yo contaba en la novela que mi padre era una persona que daba fuertes declaraciones, pero que mi libro también era una fuerte declaración en sí mismo. A mí lo que me alegra es haber encontrado un tono y una voz desde las cuales narrar cosas de mi intimidad. Quizá para compensar los silencios herméticos de mi papá yo he sido muy deslenguado al referir mi intimidad sentimental, doméstica, amical. Mis columnas, muchas de ellas, han sido hojas de diario en que voy contando las cosas que me pasan. Y no lo hago tanto por un afán exhibicionista como sí para compensar cierta falta de intimidad en el discurso de mi padre. Él nunca hablaba de sí mismo; cuando estaba en el trabajo nunca hablaba del hogar y cuando estaba en la casa nunca hablaba del trabajo. A veces los hijos tratamos –sin saber que lo estamos haciendo– de compensar cosas que dejaron de hacer los padres. Siento que he encontrado un tono y una voz desde los que me gustaría seguir narrando. Me gustaría que los futuros libros sean también un resultado de mucho trabajo, de mucha investigación, y que los desplazamientos también me permitan conseguir insumos para escribir. Esta idea de escribir como un pasatiempo –que antes me parecía más divertida pero menos real– quiero dejarla atrás. Me interesa ahora escribir trabajando, que escribir sea producto también de un agotamiento físico. Siempre que la obsesión exista, tratar de agotar todos los recursos posibles para contar una historia, sea personal o no. Creo haber encontrado eso, un método y una voz que ojalá pueda mantenerse.
Como lector uno queda preguntándose qué sucedió en la familia después de leer la novela. ¿Se han abierto nuevas heridas o se han cicatrizado aquellas que estaban bajo la piel?
La novela, si se lee toda, deja preguntas que solo puedes responder mirando tu propio universo familiar, y queda en un segundo y tercer plano el tema de los secretos develados. Puedo entender perfectamente que haya un sector de mi familia que esté incómodo. Hay parientes con los que supongo que la relación, si no se ha roto, por lo menos se ha enfriado y pasará mucho tiempo antes que pueda restablecerse, porque no encuentran la justificación de algunas de estas páginas. Pero si para dialogar con la mayoría de lectores –para quienes la novela es un disparador de sus propias preguntas familiares– he tenido que pasar por encima de este cerco familiar más prejuicioso, más conservador, más indignado, pues el riesgo está justificado. Si en algún momento pensé que la novela podía ser un error por el daño que podía generar, luego me di cuenta de que no estaba escrita para generar ningún recelo, aún cuando lo haya hecho. Me quedo con lo que los lectores ya están diciendo de la novela: que tienen ganas de saber quién fue su padre antes que ellos nacieran. La novela plantea ese debate interior en el lector, que se pregunte por sus padres antes que por los míos, por su constelación familiar antes que por la mía.
FUENTE: LA MULA / 2015-09-20