EDITORIAL
La polémica sobre el retorno a clases presenciales se ha ido avivando con el paso de los meses. En momentos en que la mayoría de los países ya reabrieron sus escuelas, acá solo el 12% ha vuelto a la semi presencialidad. Son cerca de cien mil las instituciones educativas que se encuentran habilitadas, pero se calcula solo en ocho mil aproximadamente las que ya han entrado a la semipresencialidad, pese a que el 85% de maestros y administrativos ya han sido vacunados con las dos dosis. Con tristeza hemos de aceptar que este es uno de los índices más bajos en toda América Latina.
En Argentina, se inició un retorno escalonado desde mediados de febrero pasado, Chile desde marzo, al igual que Paraguay, Uruguay desde mayo, Colombia desde junio, Bolivia desde Julio, República Dominicana desde septiembre, Venezuela desde octubre, Brasil ya tiene escuelas abiertas al 100% en varios Estados, como São Paulo y Río de Janeiro. En Costa Rica y Guatemala todas sus escuelas ya están abiertas. A nivel global, son 117 los países que ya reabrieron sus escuelas totalmente.
Las consecuencias de la pandemia y el cierre de escuelas en la educación de niños y jóvenes no podrían ser peores. La más grave, sin duda, es la mayor inequidad en el aprendizaje debido al aumento de las desigualdades sociales. Pero no es la única. También son serias la reducción del apego a la escuela, el aumento del abandono escolar y del trabajo infantil, el agravamiento del estado nutricional de un amplio sector de estudiantes que ya no recibe alimentos en sus escuelas, además de la afectación de su salud mental, y una menor inversión de las familias y de los mismos gobiernos en educación. Teniendo estas desventajas como premisas, impensables hace dos años, ¿Cómo será la educación en el año 2030 o en el 2036, que fue el plazo trazado por el Proyecto Educativo Nacional para lograr un estándar más elevado y equitativo en la educación nacional? Como dijo Paul Valéry, escritor, poeta y filósofo francés de fines del siglo XIX, el futuro ya no es lo que era.
Otto Granados, destacado académico mexicano, nos recuerda que la escuela actual, una institución heredada del siglo XVIII, sobrevive rezagada y asfixiada en medio de la cuarta revolución industrial, donde el encuentro de la inteligencia humana con la artificial y de las tecnologías digitales con las interacciones físicas están cambiando nuestras formas de pensar, vivir, trabajar, convivir y aprender. Estos últimos dos años nos han adelantado escenarios que no pensábamos vivir sino hasta después de algunas décadas más adelante. ¿Lo estamos entendiendo así desde la política educativa?
No nos cansaremos de insistir en que el retorno a la escuela tiene una dimensión operativa, que consiste en asegurar todas las condiciones epidemiológicas y de bioseguridad que las autoridades han establecido como indispensables; y una dimensión pedagógica, que supone tener claro qué estamos entendiendo por el concepto de «recuperación de clases» y por el modo de realizarla. Por ejemplo, ¿Cómo vamos a combinar la presencialidad con la oferta a distancia? ¿Vamos a seguir utilizando la radio, la TV y la Web como canales de trasmisión de más y más tareas? ¿Vamos a mal utilizar la tecnología para reproducir el viejo estilo instruccional de enseñar y aprender?
Esta pregunta encierra otras: ¿Recuperar clases consiste en «nivelar en conocimientos» a los estudiantes? ¿Vamos a bombardearlos entonces de información? Y si, por el contrario, apostamos por «nivelarlos» en aprendizajes cualitativos, como los del currículo escolar, ¿Vamos a pretender que desarrollen a toda prisa y bajo presión habilidades complejas de actuación crítica sobre problemas reales? ¿Es acaso viable lograr aprendizajes reflexivos a mil por hora?
Un estudio de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) publicado a fines del año pasado llevaba por título una frase que resume el dilema del momento: «Educación del mañana: ¿inercia o transformación?». Teniendo en cuenta que ese mañana es hoy, la frase es precisa. En efecto, sin un liderazgo lúcido y firme que conduzca un retorno a clases que represente un esfuerzo por avanzar a un nivel más alto de la oferta educativa, lo que ocurrirá es un retorno inercial al pasado. Peor aún, no solo a nuestro pasado inmediato, sino al remoto, como en películas distópicas tipo Mad Max o Waterworld, donde después de una catástrofe nuclear o climática, regresamos a la prehistoria. Pongamos ese debate en agenda o atengámonos a las consecuencias.
Lima, 09 de noviembre de 2021
Comité Editorial