Retroceder, nunca

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EDITORIAL

Millones de personas, psicológicamente normales, sufrirán una brusca colisión con el futuro. Muchas de ellas, ciudadanos de las naciones más ricas y tecnológicamente avanzadas del mundo, encontrarán creciente dificultad en mantenerse al nivel de las incesantes exigencias… Para ellas, el futuro llegará demasiado pronto… La aceleración del cambio no afecta únicamente a las industrias y a las naciones. Es una fuerza concreta que cala hondo en nuestras vidas personales, que nos obliga a representar nuevos papeles y que nos enfrenta con el peligro de una nueva enfermedad psicológica, turbadora y virulenta. Podemos llamar «shock» del futuro a esta nueva dolencia…

Quien pronunció estas palabras no fue un vidente ni lo hizo hace un par de meses, en el umbral de la crisis que ocasionó esta pandemia en el mundo. Son las palabras de un científico, son las palabras de Alvin Toffler y fueron escritas hace exactamente 50 años. No obstante, lo que describe es prácticamente lo que estamos viviendo hoy. La batalla contra el coronavirus ha puesto a la tecnología en primerísimo plano. Si alguna vez la literatura nos propuso un futuro en el que la tecnología emergía como una variable decisiva en el mundo productivo y social e incluso en la vida privada de las personas, ese futuro de pronto se hizo realidad y nos golpeó en el rostro. Los servicios públicos, las industrias, la medicina, la educación, están ahora urgidos a redefiniciones estructurales para poder transitar antes de lo previsto a esos mundos distópicos que solo veíamos en el cine.

El cambio barre los países altamente industrializados con olas de velocidad creciente y de fuerza nunca vista, escribió Toffler, como si la celeridad de los cambios vividos en las cinco décadas siguientes a la publicación de su libro hubiera sido apenas un leve presagio del ritmo que nos tocaría vivir hoy, jaqueados por un virus. Pero Toffler dijo algo más dramático: Imaginemos ahora, no un individuo, sino una sociedad entera, una generación entera trasladada de pronto a este mundo nuevo. El resultado es una desorientación en masa, el «shock» del futuro a gran escala. Ésta es la perspectiva con que se enfrenta el hombre. El cambio cae como un alud sobre nuestras cabezas, y la mayoría de la gente está grotescamente no preparada para luchar con él. Ese es el desajuste más grave que estamos viviendo hoy en todo orden de cosas, incluida, por supuesto, la educación.

Cuando los estudiantes tenían que acudir a la escuela a recibir clases, no importaba sus diferencias culturales o individuales ni las desigualdades sociales. Todos estaban obligados a adaptarse a un formato único para aprender las mismas cosas en similares plazos a través de los mismos métodos. Ahora, imposibilitados de seguir haciendo eso debido a la pandemia, la situación se invirtió. Ahora la escuela está forzada a ir hacia sus estudiantes e imaginar formas de llegar a los que tienen internet y computadoras, tanto como a los que solo cuentan con un aparato de televisión, con apenas una radio o quizás tan solo con el celular de sus padres; a los que tienen padres en casa y en disposición de colaborar, como a los que no los tienen o conviven con familiares inaptos para cumplir el rol que se espera; a los que viven amados y protegidos, y a los que viven con su abusador y sus cómplices silenciosos; a los que forman parte de un hogar mínimamente solvente y a los que pasan hambre. Las diferencias ya no pueden disimularse.

Pero eso no es todo. Ahora los docentes tienen que adaptar sus formas de educar y suscitar aprendizajes en niños, niñas y adolescentes invisibles, situados a cien, quinientos o mil kilómetros de distancia. Y es allí donde la profecía de Toffler cobra vigencia. Vemos a muchos asumiendo el reto e imaginando formas nuevas de ejercer su rol desde lejos; y vemos a otros prisioneros de sus viejos hábitos de enseñanza, que ahora esperan poder seguir dictando cátedra a través de una pantalla. Quizás lo que mueva a los primeros es la preocupación por el impacto de sus esfuerzos en el alma y la mente de sus estudiantes. Quizás lo que mueva a los segundos es su deseo de ser reconocidos en su protagonismo.

Alvin Toffler nos advirtió que, a menos que aprendamos rápidamente a dominar el ritmo del cambio en nuestros asuntos personales y en la vida social, nos veríamos condenados a un fracaso masivo de adaptación. En el mundo de la educación, donde las instituciones tienen un apego desmesurado por sus tradiciones, esa no es una posibilidad negada. Las reflexiones más agudas sobre esta pandemia aportadas por ilustres pensadores nos dicen que ya no retornaremos a la antigua «normalidad» y que todo deberá ser replanteado. No estoy seguro que todos piensen lo mismo. El actual río Rímac, insólitamente transparente y rebosante de peces, más temprano que tarde, podría regresar a su condición de desagüe. Nadie imaginó que Alemania, después de perder desastrosamente una guerra, se embarcaría a los pocos años en una segunda e invadiría Europa con saña.

En nuestra opinión, retroceder no es una opción. Pero, como en la vieja metáfora del sabio y el ave cautiva, esta crisis global ni va a hacer avanzar a la educación a un modelo más flexible y equitativo; ni va a hacerla retroceder a sus viejas formas, rígidas e improductivas. Lo que vaya a ocurrir, estará en nuestras manos.

Lima, 4 de mayo de 2020
COMITÉ EDITORIAL