Luis Guerrero Ortiz
En la fecha que escribí este artículo para la revista Derrama Magisterial aún no se conocía la decisión del Ministerio de Educación de dejar en suspenso la aprobación del Marco Curricular Nacional, pero mantener la vigencia de las Rutas de Aprendizaje no sólo como un instrumento pedagógico para orientar y facilitar la enseñanza, sino también como un mecanismo de reforma curricular indirecta. Sucede que los contenidos curriculares de las Rutas de Aprendizaje corresponden en esencia a la propuesta de Marco Curricular y colisionan con los contenidos del DCN. No obstante, la versión 2015 de las Rutas que está por salir va a tener la fuerza legal necesaria para modificar el DCN en todo lo que concierna a los aprendizajes que aborda. Con esta aclaración necesaria, debo decir que las reflexiones que comparto con ustedes a continuación tienen absoluta vigencia. Ha habido voces que han cuestionado las Rutas de Aprendizaje como factores de confusión entre los maestros, omitiendo señalar que el panorama de la enseñanza en la educación básica ya era confuso por la ausencia de herramientas que ayuden al docente a poner en práctica un currículo orientado a competencias. Nos complacemos que el Ministro Jaime Saavedra no las haya escuchado y haya ratificado el valor de este instrumento en beneficio de una docencia de calidad en las escuelas públicas.
Antecedentes que merecen recordarse
En 1995, Jacques Delors entregó a la UNESCO el informe que se le había solicitado tres años antes sobre los grandes lineamientos para la educación del siglo XXI, denominado La Educación Encierra un Tesoro. En ese informe, mundialmente conocido, se cuestionaba el hecho que los sistemas educativos formales propendan a dar prioridad a la adquisición de conocimientos en detrimento de otras formas de aprendizaje, y se exigía más bien empezar a concebir a la educación como un todo.
En esa perspectiva, se enfatizaba la importancia de adquirir competencias que capaciten al individuo, por ejemplo, para hacer frente a gran número de situaciones e influir en el propio entorno, para trabajar en equipo, comunicarse eficazmente, afrontar y solucionar conflictos, realizar proyectos comunes, combinar conocimientos generales y saberes más especializados, aprender a aprender, así como también para poder obrar con autonomía, juicio y responsabilidad personal, entre otras. El Informe Delors señalaba, asimismo, que en esta concepción «deben buscar inspiración y orientación las reformas educativas, tanto en la elaboración de los programas como en la definición de nuevas políticas pedagógicas».
Veinte años después, podríamos hacer el balance de cuánto influyó este enfoque en la orientación de la educación escolar en el mundo y, en particular, en el Perú. De hecho, la ola de reformas curriculares que recorrió América Latina y el resto del mundo en esos años buscaron introducirlo y hacer virar la educación básica hacia resultados más sintonizados con esos grandes lineamientos. Los nuevos tiempos y a la vez los viejos desafíos no resueltos en sociedades como las nuestras, como la desigualdad, la pobreza, la precariedad institucional del Estado, requerían de los sistemas escolares apuestas distintas a las que había venido caracterizando su oferta desde los inicios de la revolución industrial.
Pero este cambio de orientación exigía reformas profundas en los sistemas. Una enseñanza centrada en la difusión de conocimientos hunde raíces en una tradición de más de dos siglos y, aunque esa función es hoy en día absolutamente insuficiente, todo el aparato educativo y sus instituciones han permanecido diseñados en función de ella. Los países que emprendieron reformas estructurales con decisión y perseverancia llegaron a cosechar éxitos después de una década cuando menos. Los que se limitaron a prescribir formalmente el nuevo currículo y hacer ajustes en los programas de capacitación docente, sin comprarse pleitos mayores, como el nuestro, no lograron que los cambios buscados llegaran al aula en la medida de lo esperado y lo necesario.
¿Cómo se cambian los hábitos de enseñanza?
Ahora bien, si nos preguntáramos cuál ha sido la teoría del cambio que ha inspirado las políticas de educación básica a lo largo de las últimas dos décadas, nos encontraríamos con más de una y, además, con diversas apuestas fallidas.
Al principio se pensó que lo que hacía falta para que el maestro peruano reorientara su práctica a la formación de personas pensantes, capaces de poner en acción saberes diversos para responder con autonomía y creatividad a toda clase de retos, era enseñarle metodologías activas, dotar sus aulas de material didáctico y mejorar la infraestructura de su centro educativo. La experiencia demostró que todo eso fue bueno pero insuficiente. Los docentes, en general, empezaron a hacer uso de los métodos activos y, en el mejor de los casos, de varios de los materiales recibidos, pero permanecieron en su rol difusor de conocimientos y mantuvieron el foco de su evaluación en la retención de la información entregada.
Luego se pensó que la clave del cambio de prácticas estaba ya no en la metodología sino en el manejo de contenido disciplinares. Fue cuando la oferta pública de capacitación a docentes en ejercicio empezó a poner el acento en los marcos teóricos de los aprendizajes demandados por el currículo y en sus didácticas respectivas. Entre tanto, se seguía asumiendo que la dotación de material educativo seguía siendo indispensable como factor de cambio. No obstante, varios años después no es difícil comprobar que el escenario del aula no ha cambiado en lo sustantivo. La enseñanza sigue siendo básicamente frontal, a pesar que se matiza con didácticas activas, y la evaluación no se enfoca aún en competencias sino en contenidos de información, más allá de las etiquetas que se le adjudiquen. Es decir, la segunda hipótesis tampoco pudo comprobarse.
Es verdad que este no es el panorama en todas las escuelas del Perú. Son conocidas las diversas experiencias que lograron trascender este modelo de enseñanza e ingresar a una lógica pedagógica más cualitativa, con resultados más auspiciosos, a pesar de innumerables factores adversos. No obstante, una investigación realizada el año 2013 por la Dirección de Investigación del Ministerio de Educación, en una muestra nacional representativa constituida por más de 400 instituciones educativas: 205 escuelas públicas polidocentes completas y 201 escuelas multigrado, nos permitió echar un vistazo en primerísimo plano a lo que ocurre realmente en la mayoría de las aulas del país.
Para empezar, sólo en el 62% del tiempo de la jornada escolar, los docentes realizan actividades académicas, mientras en el 38% restante hacen otras cosas. Pero si analizamos en detalle a qué tipo de actividades académicas se dedican, encontramos que los alumnos invierten la mayor parte del tiempo en hacer ejercicios (30.3%) –siendo ejercicios por lo general de baja demanda cognitiva-, en copiar en sus cuadernos (22.5%) o en escuchar hablar al profesor (26.4%). Son escasas las oportunidades que tienen actividades pedagógicas más dinámicas. De otro lado, los materiales o recursos que ocupan las dos terceras partes del tiempo efectivo de clases son la pizarra (38.6%) y los cuadernos (28.2%), teniendo el material didáctico un uso muy marginal (6.9%).
Analizando las causas
Este panorama puede tener muchas explicaciones, pero vale la pena empezar por el principio. La enseñanza orientada a la difusión de conocimientos ha descansado por lo general en una pedagogía basada en el principio mecánico causa-efecto, por el cual asume que si hay un docente que enseña y lo hace bien, luego el alumno escucha, repite y por lo tanto aprende. A menos que se trate de un «alumno defectuoso», lo que escaparía a la responsabilidad del profesor. Este es un típico modelo pedagógico centrado en el profesor y en la enseñanza, donde el estudiante es sólo un receptor. No obstante, una enseñanza orientada al desarrollo de competencias descansa en pedagogías activas, donde el aprendizaje es consecuencia de una interacción consciente entre profesor y alumnos, donde ambos dan para recibir. Este es más bien un modelo pedagógico centrado en el estudiante y en el aprendizaje.
No es difícil darse cuenta que en el primer caso, hay una enorme economía de esfuerzos. El docente sólo debe hablar o hacer copiar y no se hace cargo de las consecuencias de esa acción, porque eso queda en el terreno de la responsabilidad del alumno. En el segundo caso, el alumno adquiere por primera vez rostro y nombre, su trayectoria y su experiencia personal empiezan a cobrar importancia pues son la matriz de los conocimientos o habilidades que ya posee y que han de convertirse en la materia prima de su aprendizaje escolar. Hacerse cargo de eso es, sin duda, más exigente para el docente. Ahora bien, el desarrollo de competencias, es decir, de ese conjunto de habilidades complejas que Jaques Delors enfatizaba como imprescindibles en su famoso informe sobre la educación del siglo XXI, pasa por este segundo modelo.
Transitar de un modelo al otro, sin embargo, requiere mucha claridad en la diferenciación de ambos esquemas de enseñanza y de las habilidades pedagógicas que cada uno demanda, y requiere sobre todo la certeza de que ese tránsito es realmente imprescindible para hacer realidad la educación del siglo XXI. No basta con aprenderse un método o una didáctica basada en una pedagogía activa, si lo anterior no ha sido plenamente asumido por el docente, pues el riesgo de desvirtuarla cuando intente ponerla en práctica va a ser muy alto.
En busca de soluciones pedagógicas
Ahora bien, hacer este tránsito no es imposible y hay miles de maestros peruanos que ya lo hicieron. Pero, ¿cómo ayudar al grueso de maestros que aún lo necesitan a hacer ese pasaje de una manera clara y sin dramatismos? Durante años ha habido un vacío grave entre las demandas curriculares y la enseñanza escolar, que los programas de capacitación no lograron llenar de manera satisfactoria pues oscilaron entre métodos muy específicos o teorías muy generales, cuyas versiones además diferían según la entidad encargada de capacitar a los maestros. Por lo demás, apagados los reflectores del curso o el taller, los docentes regresaban a sus aulas sin puntos de apoyo a los cuales recurrir en el discurrir diario del aula.
A fines del 2011 el Ministerio de Educación toma la decisión de producir una guía pedagógica para el docente, entregada en fascículos y en distintas series, que le ofrezca un repertorio amplio de alternativas sobre cómo desarrollar competencias en la escuela. A este instrumento se le denominó Rutas de Aprendizaje. Las Rutas aparecen en la escena, entonces, para llenar ese vacío y ofrecerle al docente un camino más iluminado hacia el desarrollo efectivo de competencias en los distintos ámbitos del currículo.
En efecto, las Rutas de Aprendizaje se especializan en formular orientaciones pedagógicas generales y sugerencias metodológicas para cada uno de los ocho aprendizajes fundamentales establecidos en el Marco Curricular Nacional. Las orientaciones ofrecen las definiciones, fundamentos y lineamientos básicos que todo docente debe tomar en cuenta para que los estudiantes puedan lograr competencias en el ámbito de la comunicación, la matemática, el desarrollo personal, el arte, las ciencias, la ciudadanía, el emprendimiento o el cuidado del cuerpo. En el terreno didáctico, las rutas proponen alternativas para enseñar y evaluar todas las competencias que integran cada uno de las Aprendizajes Fundamentales, ilustrándolas con ejemplos.
Naturalmente, el repertorio que ofrecen las Rutas en cada caso es finito, en razón del número de páginas de cada publicación. Pero siempre se pensó que deberían constituir un instrumento vivo, que se enriquezca con la práctica y la experiencia de los maestros. Es no sólo posible sino deseable y necesario que los docentes, basados en las orientaciones generales, formulen propuestas metodológicas equivalentes o aún mejores que las allí contenidas, haciendo posible que los repertorios se enriquezcan y renueven cada año. Las Rutas son un instrumento pedagógico y, por lo tanto, debe convertirse en un recurso cada vez más útil para el maestro de aula.
Por una política pública de mejora de los aprendizajes
Por cierto, los instrumentos, por muy buenos que sean, no bastan para generar un cambio en las prácticas. Deben ser parte de una estrategia mayor dirigida a mejorar la efectividad de la enseñanza y que necesita hacer entrar en el tablero otras piezas no menos importantes.
Por ejemplo, el liderazgo pedagógico del director, que requiere no sólo una capacitación especializada sino liberarlo de la sobrecarga administrativa. El aumento de la jornada escolar, pues el desarrollo de competencias supone procesos largos y oportunidades para profundizar. Un sistema de incentivos, no monetarios, que reconozca los méritos docentes en la enseñanza y los divulgue a la sociedad, revalorando la profesión. Una distribución equitativa del presupuesto para que todas las escuelas públicas sin excepción, en especial las más pobre y alejadas antes que cualquier mega-colegio urbano, tengan los recursos básicos necesarios que requiere un aprendizaje eficaz en condiciones dignas.
Es igualmente importante una formación docente que asegure niveles imprescindibles de calidad y que se oriente al desarrollo progresivo de las nueve competencias profesionales señaladas en el Marco del Buen Desempeño Docente, pues son el sustrato de cualquier pedagogía activa y la condición de posibilidad de toda didáctica dirigida a la formación de estudiantes capaces de pensar por sí mismos, resolver problemas, cooperar con otros y cumplir metas, tanto personales como colectivas.
En ese escenario, las Rutas de Aprendizaje pueden cumplir un rol aún más eficaz en beneficio del crecimiento profesional de los docentes peruanos y de sus propios estudiantes.
Luis Guerrero Ortiz
Lima, 25 de febrero de 2015
Fotografía (c) MINEDU