Edición 100

¿Se puede reglamentar y supervisar la pedagogía?

Durante siglos se ha creído que las normas son un instrumento eficaz para cambiar la realidad

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«Debe planificarse una sesión por día, cada una durará 45 minutos y debe terminar con la evaluación de un logro», «Se debe planificar sesiones priorizando una o máximo dos capacidades por competencia», «Escoja el desempeño que va a trabajar en su sesión, precíselo y póngale una evidencia», «Cada sesión debe incluir siempre una secuencia de actividades», «Se debe retroalimentar a cinco estudiantes por sesión», «Todos deben retroalimentar en base a la escalera de Daniel Wilson», «En las escuelas multigrado solo se trabaja con Unidades Didácticas», «Cada nivel debe trabajar con la misma situación significativa», «Si diseñan proyectos deben articularse todas las áreas curriculares», «Si el estudiante tiene A en el primer bimestre, ya no puede tener B en los demás», «Deben reportarse al SIAGIE las calificaciones de todas las competencias cada bimestre».

¿Ha escuchado alguna vez estas orientaciones?

Todas ellas parten de una premisa, sumamente discutible: que la pedagogía puede reglamentarse. En consecuencia, si se convierte en norma, se vuelve una obligación y, por lo tanto, en objeto de vigilancia y control jerárquico. ¿Es eso posible?

La enseñanza reglamentada

Aquí tenemos tres grandes dificultades.

La primera es que el logro de competencias supone un tipo de metodologías que contradicen abiertamente hábitos y creencias profundamente arraigas y naturalizadas por la cultura escolar en los últimos dos siglos. Eso significa que tomar distancia de lo que siempre se consideró lo normal en el ámbito de la enseñanza no le resulta fácil a nadie.

Para empezar, diseñar experiencias a partir de problemas retadores y no de información; y hacerlo con el propósito de fortalecer la capacidad de pensar y la habilidad de investigar de los estudiantes, no de que aprendan un contenido, a muchos docentes les genera desconcierto. No se formaron para eso ni tienen experiencia personal de haber sido formados en esa perspectiva. Y como no se entiende a cabalidad, se traduce, se le asigna otro sentido, uno más afín a sus costumbres y, por lo tanto, menos perturbador.

Esa es la razón por la cual observamos que, en numerosas ocasiones, se simulan problemas que en el fondo no lo son y que no persiguen que los estudiantes razonen, sino que interioricen un determinado contenido. Tampoco les piden que investiguen, sino que transcriban información de forma literal. ¿Los profesores hacen esto con mala intención? Desde luego que no, sucede simplemente que no imaginan otra manera de educar que no sea instruyendo al estudiante sobre lo que ellos consideran lo correcto, en el contexto de experiencia absolutamente dirigidas por ellos. Hay cifras que el propio Ministerio de Educación produce que corroboran esta dificultad en la gran mayoría de instituciones.

La segunda dificultad consiste en la naturaleza de ese aprendizaje. Es decir, se puede alcanzar información sobre los métodos activos, pero aprender a manejarlos y conducirlos supone el desarrollo de habilidades pedagógicas que no nacen ni se logran luego de leer una norma o de recibir una orden.

Toda habilidad requiere entrenamiento, práctica, ensayo y error a través de experiencias reiteradas y acompañadas. Por ejemplo, formular problemas abiertos, estimular el pensamiento crítico, aportar estrategias de indagación, propiciar el debate de ideas o propuestas distintas, facilitar consensos, analizar y explicar los avances y dificultades de los estudiantes en sus aprendizajes a lo largo de un proceso, son habilidades que no forman parte del equipaje con el que egresan los docentes de las instituciones de formación inicial.

Los cursos a distancia, por ejemplo, pueden aportar información y orientación útil, incluso hacer ver los aciertos y errores de la práctica, pero no conllevan experiencias donde las ideas se pongan a prueba. Es allí donde se necesita acompañamiento, asesoría y oportunidades para una autoevaluación reflexiva permanente.

La tercera dificultad, es que las orientaciones que reseñamos al inicio de este artículo no solo son absolutamente insuficientes en sí mismas para conseguir un cambio en las prácticas de enseñanza, sino que además reflejan una incomprensión profunda de la naturaleza del aprendizaje activo, de las metodologías activas y del tipo de aprendizaje que estas estrategias posibilitan.

Por ejemplo, no existe competencia alguna que pueda lograrse en 45 minutos, las micro sesiones son útiles para el logro de objetivos puntuales y las competencias no lo son ni puede lograrse sin autonomía, por lo que resulta un contrasentido pedirles a los docentes que definan siempre una secuencia de actividades con un logro concreto.

Tampoco tiene lógica obligar a los profesores a trabajar solo con el esquema de sesiones y unidades didácticas, como si no existieran otros métodos y recursos más pertinentes para el tipo de aprendizaje que representan las competencias. En ambos se le exige al docente estructurar la clase de principio a fin, algo contrario a la naturaleza de los métodos activos.

Menos sentido tiene aún tiene obligarlos a trabajar con la misma situación significativa para todos los grados de un nivel educativo, amontonando competencias a la fuerza alrededor de un tema común, pautas que desvirtúan el carácter del método e inducen a los docentes al error, normalizando las distorsiones y obstaculizando el desarrollo de competencias.

Dos maneras de influir en la práctica docente

En este contexto, volvamos a la pregunta inicial. ¿Se puede reglamentar y supervisar la pedagogía?

Entendámonos. Si queremos que en las aulas se desarrollen competencias, es decir, se desarrollen habilidades para pensar críticamente, investigar y resolver problemas con autonomía, los docentes necesitan dominar a su vez las habilidades pedagógicas que hacen posible ese tipo de resultado. ¿Cómo lo conseguimos? Hay dos maneras.

La primera, es prescriptiva. La cultura institucional que caracteriza al Estado en general y al sistema educativo en particular es normativa y, por lo tanto, la tendencia espontánea es la de dictar o imponer una forma específica de actuar, basada en las reglas establecidas. Así, el énfasis está puesto en el cumplimiento y la obediencia.

Desde esta perspectiva, ¿qué estrategias se suelen emplear? Es simple. Se dan instrucciones directas, se establecen reglas, se imponen formatos uniformes y se aplican consecuencias, como advertencias, amenazas o sanciones para obligar o corregir el quehacer pedagógico del docente.

La psicología social ha estudiado esta forma de influir en el comportamiento de las personas y ha comprobado sus ventajas y desventajas. Si hablamos de ventajas, se ha encontrado que esta estrategia puede ser efectiva a corto plazo para lograr un cambio rápido de conducta. La desventaja es que requieren un alto nivel de control, que puede provocar resistencias, que resta autonomía y genera dependencia. Como no existe motivación intrínseca, esa conducta obligada no se replicará en otros contextos, digamos en otras instituciones, donde ese tipo de vigilancia no exista.

¿Hay otra forma de influir en el otro? Sí, y es más bien formativa. Supone facilitar el aprendizaje de una nueva conducta, ofreciendo apoyo, guía, oportunidades para la práctica y la reflexión, por entender que esa conducta o ese tipo de acción requiere madurar habilidades. El énfasis está más bien en la comprensión, la internalización y la autonomía.

Desde esta otra perspectiva, las estrategias tienen otro carácter. Se apela a una retroalimentación constructiva, a una práctica guiada, al diálogo que propicia la autorreflexión, al fomento de la motivación intrínseca, ayudando a identificar el valor de los resultados y las compensaciones que sus esfuerzos van a retribuirle.

La investigación ha demostrado que este tipo de estrategias promueve la comprensión y la internalización, que fortalece la autonomía y las habilidades de autorregulación; y que por haber hecho suya esta manera de actuar, la persona podrá replicarla en otros contextos sin necesidad de control y, además, mantenerla a largo plazo.

Para la cultura institucional del sistema de gestión de la educación pública en particular, este procedimiento tiene la «desventaja» de requerir más tiempo y esfuerzo para lograr un cambio, sobre todo cuando hay que manejar resistencias o provocar desaprendizajes difíciles debido a sus fuertes raíces culturales.

Obedecer o interiorizar

Desde hace décadas se sabe que los cambios de comportamiento realizados por obediencia tienden a ser temporales. Cuando alguien actúa en respuesta a una orden no necesariamente cambia las creencias o actitudes que están detrás de sus habituales formas de actuar; y regresará a ellas cuando los mecanismo de coerción de la autoridad pierdan fuerza e impacto o desaparezcan.

Por el contrario, los cambios que se producen por interiorización sí son permanentes y no requieren de vigilancia ni de ningún tipo de condicionamiento, porque las personas aceptan como propias las formas de actuar que se le proponen como deseables, así como las ideas que la justifican.

Ciertamente, para conseguir cambios por interiorización, el agente, es decir, la persona que supervisa o acompaña, necesita ser creíble, debe percibirse fácilmente que sabe de lo que está hablando y que no se está limitando simplemente a transmitir una instrucción que él mismo no puede explicar ni justificar. Su mensaje necesita ser claro, coherente y consistente. Si se le percibe ambiguo o contradictorio, sus posibilidades de influencia serán nulas. Ayuda, asimismo, que los mensajes abran oportunidades para el diálogo, la discusión y la reflexión, que no sea simplemente un comunicado.

Una cosa es lograr en los docentes su adhesión a una visión común sobre el tipo de aprendizajes que las generaciones actuales necesitan y el tipo de experiencias que las propician —algo muy necesario— y otra muy diferente es decirles con precisión milimétrica qué deben hacer en el aula o con qué formato deben planificar, sin considerar el método ni el objetivo; peor aún, pretender uniformizar los tiempos de duración de una clase o la forma de retroalimentar, como si existiese una sola manera de hacer bien las cosas, como la si la didáctica fuera tan pobre de recursos que no quedara más remedio que elegir entre dos o tres alternativas para enseñar.

Las escuelas del cansancio

Byung-Chul Han nos ha explicado con dramática claridad cómo es que la sociedad contemporánea, obsesionada con la productividad, ha generado una nueva forma de malestar en las personas: el cansancio crónico. La multitarea y la cultura del rendimiento nos están llevando a un estado de agotamiento que tiene consecuencias, como la dispersión y el desánimo. Formamos parte de un sistema que impone un ritmo frenético a las actividades cotidianas y que nos lleva a creer que todo lo práctico y expeditivo es mejor. Por eso apelamos a mecanismos de coerción y presionamos a los docentes a hacer cosas que no entienden o no saben hacer, solo para aparentar cumplimiento y para que se hagan rápido, no importa si bien.

Las consecuencias están a la vista. Los estudiantes no están aprendiendo lo que el currículo les promete, porque ni siquiera hay tiempo para leerlo. Por eso se elige suponer lo que pide con criterio pragmático o se pregunta a alguien que, a su vez, le comunica lo que él supone o lo que le dijeron o lo que cree haber entendido. En base a suposiciones se trabaja e incluso se dan orientaciones.

La otra consecuencia es una enseñanza rutinaria, enfocada en las formalidades exigidas, no en los aprendizajes. Creer que la pedagogía puede reglamentarse y comunicarse normativamente a los docentes promueve prácticas más preocupadas por dar cumplimiento a las órdenes recibidas, que por el impacto que estas rutinas tienen en los estudiantes y por el tipo de resultados que se están obteniendo realmente en las aulas. Por eso se prefiere enseñar contenidos, así se avanza más rápido que propiciando oportunidades para pensar, discutir e investigar.

En qué consiste supervisar

La característica histórica de la supervisión en los sistemas educativos ha sido el control vertical y jerárquico de las escuelas, porque desde el inicio se trataba de garantizar el funcionamiento sincronizado de la gran maquinaria. Los sistemas educativos nacieron, en efecto, con una línea de mando vertical, basada en la vigilancia en cadena de todos los estamentos y actores de arriba abajo. Con el tiempo esta función se asumió como una mediación entre las políticas educativas, las prescripciones normativas y los actores responsables de implementarlas, es decir, los docentes y directivos.

Este enfoque terminó creando una ilusión: que las normas eran un instrumento eficaz para cambiar la realidad. Por esa razón, se pensó que el control, la vigilancia, podía generar cambios a través de la simple aplicación de las normas. Se trataba de cumplir más que de entender o de saber.

Hoy la supervisión se entiende de otra manera, se empieza a vincular con la magnitud y la complejidad de los procesos de cambio y mejora que necesitan no solo las prácticas pedagógicas, sino los sistemas educativos mismos. Son cambios que no se logran mediante la fiscalización, que demandan más bien aprendizaje, asesoramiento y una orientación informada, además de una comprensión más global de las necesidades.

Es que las prácticas docentes están ancladas no solo en la cultura escolar —una cultura anquilosada y desfasada del desarrollo de la pedagogía— sino también en culturas institucionales rígidas y verticales, que condicionan una determinada manera de hacer y de gestionar las cosas al interior de las escuelas. No se puede esperar cambios en un plano sin buscar cambios en el otro.

Finalmente, tengamos en cuenta en qué clase de sistema estamos involucrados. Formamos parte de sistemas profundamente heterogéneos, la homogeneidad no los distingue. Los estudiantes son portadores de múltiples diversidades, por lo tanto, no es posible esperar los mismos resultados a través de los mismos procedimientos ni en los mismos plazos como se pensaba en el siglo XVIII. Las estrategias pedagógicas necesitan adecuarse para lograr pertinencia. Es eso, justamente, lo que necesitamos analizar cuando llegamos a las escuelas a supervisar, en vez de mantener viva la ilusión de hace trescientos años, la de creer que se pueden lograr los mismos aprendizajes uniformizando los procesos, plazos y recursos hasta en el más mínimo detalle.

Lima, setiembre de 2024

Referencias

Bolívar, A. (2012). Liderazgo educativo y mejora escolar: análisis de la eficacia, el cambio y la responsabilidad en la gestión de centros. Revista de Educación, 359, 7-29.

Dweck, C. S. (2006). Mentalidad: La nueva psicología del éxito. Nueva York: Random House. https://www. scirp. org› referencia.

Han, Byung-Chul, Arregi, A.S., & Ciria, A. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Murillo, J. (2017). La supervisión educativa: una mirada desde la profesionalización docente. Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 20(3), 137-150.

Ryan, R., & Deci, E. L. (2000). La Teoría de la Autodeterminación y la Facilitación de la Motivación Intrínseca, el Desarrollo Social, y el Bienestar. American psychologist, 55(1), 68-78.

 

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.