Editorial
Se acerca el final del año, lo que convierte diciembre en un mes agitado, en el que los plazos de muchas tareas se vencen y el acelerador se pisa a fondo. Súmele a eso las fiestas y sus preparativos, la densidad del tráfico en su clímax y las multitudes por doquier inundando las calles de la ciudad. Pero diciembre suele ser también tiempo de balances. Parte de los ritos de año nuevo consiste, precisamente, en pasar revista a las metas o los deseos cumplidos y no cumplidos, y en la renovación de promesas, perfectamente anotadas y dobladas en un papel, entre otras ceremonias cargadas de ilusión.
Es tiempo también en el que varias organizaciones, cerrando un ciclo de trabajo, se detienen un tiempo a hacer balances, para producir conocimiento sobre las experiencias vividas y evitar así volver a cometer los mismos errores o descuidar aquellas buenas prácticas que le aportaron satisfacciones. Aunque las pausas no son fáciles para un tren que suele correr siempre a todo vapor, las entidades públicas no debieran exceptuarse de ellas. Tal debiera ser el caso, por ejemplo, del Ministerio de Educación, varias de cuyas iniciativas más importantes pueden aportar lecciones.
El problema es que las instituciones, en general, acostumbran obviar este ejercicio y, o no hacen balances o los encargan, pero dejando las lecciones extraídas en el papel, sin que tengan mayores consecuencias en los proyectos ni en la organización.
Terry Williams, investigador del Departamento de Ciencias de la Gestión, en la Universidad de Strathclyde, del Reino Unido, quien ha estudiado mucho el fenómeno del aprendizaje en las organizaciones, comprobó que el 89% de las instituciones dedicadas a la gestión de proyectos admitía el enorme valor de las lecciones aprendidas de su experiencia, pero sólo el 12 % las ponía en práctica y solo el 22% del personal las conoce. ¿Las razones? No suelen incluirse en la planificación ni se cuenta con un método de gestión del conocimiento que permita convertirlas en decisiones. El no considerarse un ejercicio clave para la operación misma parece ser disuasivo.
La empresa Sidekick hizo el 2015 una encuesta a las 20 mujeres más influyentes de Estados Unidos, para saber cuáles eran las principales lecciones aprendidas de lo mejor y lo peor de su experiencia profesional. J. K. Rowling destacó una: que el fracaso es la base del éxito. Beyoncé, subrayó la necesidad de rodearse de amigos talentosos. Serena Williams, dijo que aprendió a depositar fe en la concentración y la tenacidad antes que en la suerte.
Ahora bien, si le preguntáramos por las principales lecciones aprendidas del 2018 en el ámbito de las políticas educativas, ¿qué respondería usted? ¿Le sería posible resumirlas en una sola frase, como Taylor Swift o Jessica Alba? Más difícil aun, ¿qué recomendaría hacer para que sean de verdad tomadas en cuenta por el Estado peruano?
No se preocupe. Nos hemos hecho estas y otras preguntas a nosotros mismos. Por ejemplo, ¿qué podemos aprender de lo hecho en el campo de la política docente, la política curricular y la política de convivencia escolar? ¿Qué desafíos nos tocaría afrontar en el ámbito de la educación privada o de la enseñanza de habilidades blandas en las escuelas? Ciertamente, no tenemos todas las respuestas y no cabe una sola a cada pregunta, pero queremos de todos modos, en esta edición de fin de año, contribuir con algunas de ellas. Esperamos que les sean propicias para estimular su propio balance y aportar a este esfuerzo necesario.
Lima, 17 de diciembre de 2018
Comité Editorial