Edición 98

Seis propuestas para una política educativa centrada en el fortalecimiento de la profesión docente

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La política educativa no debería enfocarse ni en reformar el currículo ni en reinventar la profesión docente, sino en mejorar las condiciones para el ejercicio de la misma. Para tener buena enseñanza no hay otro camino que tener muy buenos docentes. Lo demás vendrá por añadidura. La única política educativa interesante, en mi opinión, es una política de reconocimiento y fortalecimiento de la profesión docente. No veo otro camino que una política de consideración y confianza hacia los docentes como hacedores de las transformaciones.

En mi último posteo desarrollé un conjunto de argumentos contra la práctica habitual de enfocar la política educativa en la reforma curricular. Es algo que se viene haciendo en toda la región desde hace casi cuarenta años sin que se hayan generado transformaciones importantes en los sistemas educativos. Al final del posteo enuncié cuatro propuestas para pensar las políticas educativas de otra manera. Hoy quiero ampliar la formulación de una de estas propuestas, la que considero más importante: poner el grueso de la energía -tiempo y dinero- en mejorar la situación y las prácticas de enseñanza de los docentes.

Para empezar, aclaro que discrepo con expresiones como “reinventar” la profesión docente y otras cosas por el estilo que suele decirse en la arena pública. A nadie se le ocurre reinventar la profesión médica o la ingeniería desde la política. En todo caso, reinventar la profesión es algo que tienen que hacer los propios docentes. No puede ser definido dede arriba/afuera. Las profesiones se van reinventando por la fuerza de los hechos -los cambios sociales, culturales y tecnológicos- y por la iniciativa y la inventiva de quienes las ejercen. La política educativa, entonces, no debería enfocarse ni en reformar el currículo ni en reinventar la profesión docente, sino en mejorar las condiciones de ejercicio de la misma con el fin de fortalecerla. Con una profesión docente fuerte los mismos docentes irán construyendo la mejor educación posible, dentro de las condiciones sociales y económicas vigentes.

Estoy seguro de que muchos lectores, sobre todo los no docentes, pero también muchos colegas, estarán arqueando las cejas al leer esto que acabo de afirmar y pensarán “¿Los docentes van a construir las transformaciones? Si siempre se han resistido a los cambios…”. Pues bien, esta es una idea que hay que matizar. Es cierto que hay colegas muy desgastados que huyen de las propuestas de cambio que, como la mayoría de las reformas curriculares, son abstracciones idealizadas que ignoran la complejidad y la realidad del trabajo docente cotidiano.
Precisamente quiero empezar por analizar lo que denominaré la “doble complejidad” de la actividad educativa.

Podemos distinguir entre tres tipos de actividades: simples, complicadas y complejas. Enseñar es una actividad compleja.

Las actividades simples son aquellas que pueden realizarse siguiendo una receta como, por ejemplo, cocinar. Para cocinar una comida puedo utilizar una lista de ingredientes y una lista de procedimientos, que han sido escritos por alguien con mucha experiencia. Si los sigo al pie de la letra, la probabilidad de obtener un resultado aceptable son muy altas. Si no cometo errores es difícil que no logre una comida razonablemente buena. Digamos, por poner una cifra aproximada, que en el 90% de los casos alcanzaré un buen resultado. Con mucho tiempo y mucha experiencia podría despegarme de las recetas y convertirme en un buen cocinero. Y formular mis propias recetas para otros.

Hay otras actividades que no son simples sino complicadas. Requieren mucho más que una simple receta con ingredientes y pasos. Involucran una enorme cantidad de equipos de trabajo, cálculos y recursos. Poner un satélite en órbita es una actividad complicada. Implica años de trabajo y organización, conocimientos, recursos y especialistas. Sin embargo, si todo se hace bien -para lo cual se requieren infinidad de controles redundantes que eviten errores- la probabilidad de obtener el resultado deseado son muy altas. Si bien a veces se producen accidentes, su ocurrencia es estadísticamente muy baja. Controlando todas las variables en juego el resultado está casi asegurado. Por decir algo aproximado, en el 99% de los casos se logra. En el 1% hay accidentes.

Pero hay otras actividades que no son ni simples ni complicadas sino complejas. Son aquellas actividades en que aún controlando todas las variables relevantes no es posible asegurar un resultado, porque este depende de la libertad de otra persona. Es el caso de la educación y de áreas de actividad como la salud o la terapia. El médico no puede asegurar un resultado si el paciente no sigue las indicaciones, como muchas veces ocurre. El psicoterapeuta no puede garantizar que el paciente va a mejorar. En educación, nadie puede asegurar que la formación de un niño o niña irá en una u otra dirección. Las madres y padres más dedicados a sus hijos no pueden asegurar que estos adopten ciertos valores o “vayan por el buen camino” en sus vidas. Menos aún asegurar su felicidad. Es más, muchas veces el resultado es el contrario al deseado. Piénsese en los padres que desean a toda costa y hacen todo lo posible porque su hijo siga una determinada profesión. Muchísimas veces logran el resultado opuesto.

Educar es tan complicado como poner un satélite en órbita, por la cantidad de variables que entran en juego, así como por la cantidad de personas que influyen en la formación de un individuo -muchas veces en sentidos contradictorios entre sí-. Pero a ello se agrega la complejidad que introduce la subjetividad y la capacidad de elegir por parte de los sujetos. Aún cuando “se haga todo bien”, el resultado no está nunca asegurado. En todo caso la probabilidad de desviarse es bastante alta.

Un muy buen docente, que conoce mucho de su materia y de sus alumnos, que logra establecer vínculos apropiados, que trabaja en la motivación de sus estudiantes, que cumple con todas sus obligaciones, que prepara bien sus cursos, que evalúa y hace sus devoluciones a tiempo, y un largo etcétera, aún así tendrá grupos que no se entusiasmen con sus propuestas. El mismo docente con la misma propuesta logrará entusiasmar a unos grupos pero no a otros. Y, sobre todo, dentro de cada grupo siempre tendrá individuos que no se involucren en el aprendizaje.

Por decir algo aproximado, solamente para compararlo en términos gruesos con las dos situaciones anteriores, digamos que un docente puede lograr lo que se propone en el 70% de sus grupos y, dentro de cada grupo, con el 70% de sus estudiantes. Cada grupo es distinto y, dentro del mismo, cada alumno es distinto. Esto en el mejor de los casos. Luego también hay docentes que hacen muy poco de todo lo anterior y hay condiciones de trabajo que impiden hacer buena parte de ello.

Al igual que en la cocina, en la docencia podemos utilizar algunas recetas para probar nuevas maneras de trabajar y podemos desarrollar maestría a partir del tiempo y la experiencia. Al igual que en el caso del satélite, tenemos que manejar una enorme cantidad de variables, solo que no podemos medirlas porque no son medibles. Necesitamos desarrollar cierta capacidad perceptiva e intuitiva para “sopesar” los distintos factores que inciden sobre el modo de estar y de actuar de cada estudiante. Este saber intuitivo y experiencial es fundamental en la profesión. Pero además, al final, buena parte del resultado depende del propio estudiante y de su entorno y no de nuestro intento de controlar todas las variables.

Lo que acabo de exponer es apenas “la primera complejidad”. Pero hay otra. Al panorama anterior hay que agregarle una segunda capa de complejidad, porque el docente también es un sujeto libre que decide sobre las maneras en que lleva adelante su trabajo. La política educativa suele ignorar este hecho. Actúa como si los docentes no fuesen a elegir su forma de trabajar. El diseño curricular puede ser muy bueno, pero al final del día cada docente decide cómo trabajar en función de sus estudiantes, de sus propias preferencias teóricas y metodológicas y de su propia experiencia histórica como estudiante y como docente. En otras palabras, de lo que sabe y puede hacer.

Los intentos por controlar lo que hace cada docente son vanos. Siempre se puede simular. ¿Me piden una planificación con tales y cuales características? La haré porque no tengo más remedio, pero luego enseñaré como me parezca y como pueda. ¿Me piden calificaciones? Las asigno aunque no tengan mayor sentido. ¿Me piden cursos de capacitación? Asisto y colecciono certificados. ¿Me vienen a observar en el aula? Desarrollo una mini obra de teatro para satisfacer al supervisor. ¿Le aplican pruebas externas a mis estudiantes? Las ignoro o le dedico un par de clases a prepararlos para rendirlas.

Ocurre lo mismo que con la motivación interna de los estudiantes: si no existe, el aprendizaje siempre será superficial. Si un docente no está convencido de una cierta manera de trabajar en el aula, si no se apropia de ella, si no la construye por sí mismo, la adopción curricular será siempre superficial y formal, para cumplir con los requerimientos administrativos. Pero además, no puedo hacer lo que no sé hacer.

En este sentido la política educativa está desarmada. Depende siempre de las decisiones profesionales individuales y colectivas de los docentes. No hay manera de asegurar que se enseñe de determinada manera. Para tener buena enseñanza no hay otro camino que tener muy buenos docentes. Lo demás vendrá por añadidura. Un cuerpo profesional docente formado y comprometido tendrá efectos durante varias décadas, independientemente de los cambios curriculares que se sucedan.

 

De allí que la única política educativa interesante, en mi opinión, es una política de reconocimiento y fortalecimiento de la profesión docente, dirigida a mejorar las condiciones de trabajo de los docentes y a apoyarlos en la construcción de profesionalidad. No veo otro camino que una política de consideración y confianza hacia la profesión docente como hacedora de las transformaciones.

¿Qué se podría hacer entonces desde la política educativa? Imagino las siguientes seis propuestas o líneas de acción específicas como las principales para el fortalecimiento de la profesión docente

  1. La primera, indispensable porque es condición de posibilidad de todas las demás, es avanzartodo lo posible en el reconocimiento y remuneración del trabajo que los docentes hacen fuera del aula: leer, estudiar, preparar materiales y consignas de trabajo para los estudiantes, revisar sus tareas y producciones, brindarles devoluciones y retroalimentación, ofrecer apoyo a los que presentan dificultades y reunirse con colegas. Este trabajo remunerado fuera del aula debería ser realizado principalmente en la institución, pero también se podrían establecer actividades de tipo virtual. La política de mejora salarial debería estar enfocada en reconocer y remunerar las horas de trabajo fuera del aula.
  2. En segundo lugar, es necesario avanzar hacia esquemas de concentración de la dedicación horaria en una misma institución. Concentrar la dedicación elimina tiempos y costos de traslado de un centro educativo a otro, y genera condiciones para construir sentido de pertenencia institucional y trabajo en equipo -solamente genera las condiciones, pero no asegura ni la pertenencia ni el trabajo en equipo, cuya construcción requiere de otras acciones-. En el caso de Primaria se podría avanzar hacia cargos de 25 o 30 horas para maestros que trabajan en un turno. En educación media habría que pensar en más de un régimen horario, con cargos de medio tiempo, de 30 horas y de dedicación completa. Probablemente sea necesario mantener una parte de los docentes con esquemas de dedicación por horas. La política educativa debería enfocar seriamente y con visión de largo plazo la tarea de avanzar en la concentración horaria, que no se resuelve en un par de años ni por decreto.
  3. Una tercera línea de acción es construir rutinas de trabajo colectivo como parte de las tareas habituales en la docencia. La mayoría de los docentes estamos acostumbrados a trabajar en solitario y a compartir muy poco de lo que hacemos en nuestras clases. Trabajar con otros no es sencillo ni surge espontáneamente, dado que entran en juego afinidades personales y conceptuales. Tampoco se puede imponer de un día para otro, requiere de una construcción laboriosa. La concentración horaria y el reconocimiento de horas de trabajo fuera del aula, generan las condiciones para que formar parte de un equipo de trabajo se convierta en algo habitual, en una rutina. Estos espacios deberían tener sobre todo una modalidad de ateneos en los que se comparten y analizan prácticas profesionales. Serían además el espacio privilegiado para explorar nuevos formatos educativos, como por ejemplo la enseñanza en duplas pedagógicas. Visitar la clase de un colega debería convertirse en una actividad normal. La existencia de estos espacios puede ser definida desde la política educativa, pero construirlos requiere iniciativa y liderazgo de los propios docentes, de los directivos y de los supervisores. Es importante anotar que la manera concreta de conformar estos espacios debería ser diversa y decidida en cada centro educativo. No debería haber una definición administrativa y general con respecto a los modos de integración y funcionamiento de estos equipos. Cada centro educativo debería constituir los equipos teniendo en cuenta afinidades entre docentes, interés en impulsar determinados proyectos, experiencias previas de equipos en la institución, entre otras consideraciones.
  4. En cuarto lugar, es necesario pensar en una política de comunicación dirigida a visibilizar las prácticas, en lugar de -o además de- mirar resultados en términos de pruebas e indicadores de aprobación. El debate educativo suele estar sobredeterminado por la difusión de resultados numéricos derivados de pruebas estandarizadas y sistemas de información estadística, con discusiones más bien pobres en contenido y despistadas con relación a qué es necesario modificar o mejorar. La difusión de resultados cuantificados es inevitable por un lado, y necesaria por otro. El problema es que toda la discusión se apoye exclusivamente en ese tipo de datos. Por eso considero necesario construir una política de comunicación sistemática enfocada en divulgar experiencias pedagógicas en curso en los centros educativos, así como proyectos y producciones de los estudiantes. No se trata de algo extraordinario. Es lo que hacen habitualmente las maestras en la educación inicial -y algo en primaria-: mostrar a las familias lo que hacen los niños. La “carpeta” con los dibujos y otras actividades de los niños de inicial, debería transformarse en un portafolios de trabajos relevantes a lo largo de la educación primaria y media. Deberíamos retomar la idea de “exhibiciones de desempeño”, propia de la enseñanza para la comprensión, consistente en quitar el foco de las notas y exámenes para ponerlo en instancias en que los estudiantes presentan el resultado de sus proyectos e investigaciones. Y construir una política de comunicación en redes sociales y otros medios en torno a estas “exhibiciones de desempeño” -un poco en la línea de lo que se hace con las muestras de Talleres de Robótica y experiencias similares-.
  5. Una quinta línea de acción que requiere recursos, planificación y gestión sistemática es la creación de espacios de sistematización e intercambio de prácticas profesionales. La docencia es una profesión en la que los espacios de sistematización, análisis y difusión de buenas prácticas es una actividad esporádica. El trabajo que hacen los buenos docentes no suele trascender más allá de sus estudiantes y, en el mejor de los casos, de algunos colegas cercanos. En la mayoría de los simposios y congresos de educación los docentes participan en calidad de oyentes de ponencias y conferencias. Los eventos en que se presentan y analizan propuestas de trabajo en el aula son más bien ocasionales. En general se ignora el carácter práctico del conocimiento que se utiliza en la docencia. Los conocimientos necesarios para mejorar las prácticas de enseñanza no son estrictamente los que producen los investigadores. Por lo general existe una gran distancia entre los discursos teóricos que producen y publican los académicos y los saberes prácticos que usan los profesionales de la educación en su trabajo cotidiano. Millones de docentes producen a diario conocimiento práctico sobre la enseñanza, pero transformarlo en una base de conocimiento profesional requiere de un trabajo específico. Sistematizar la práctica, publicar en redes, conocer lo que hacen otros colegas, discutir esas experiencias -incluyendo sus fundamentos- debería ser parte del trabajo habitual. Para poder hacerlo se necesita tiempo, como ya dijimos, pero además la construcción de espacios y redes de intercambio presencial y virtual. En lugar de cursos de capacitación, que suelen ser espacios a los que los docentes van a escuchar, la política educativa debería poner el foco en la creación de espacios de intercambio profesional para compartir y analizar proyectos, secuencias didácticas, materiales, evaluaciones y otras propuestas que los docentes desarrollan para sus alumnos.
  6. A la sexta y última línea de acción la denominaré orientación, control y acompañamiento. Como en cualquier profesión, en la docencia son necesarios mecanismos de encuadre del trabajo. No todo va a fluir con naturalidad a partir de la confianza y de nuevas condiciones de trabajo. Los seres humanos somos contradictorios. Tenemos tendencia a crecer, a intentar hacer las cosas lo mejor posible y a vincularnos, pero también a quedarnos, a hacer lo mínimo indispensable y a aislarnos. Sería una ingenuidad ignorar esto. En muchas profesiones existen protocolos de trabajo y códigos de ética profesional. En la Psicología la supervisión personal y profesional es una práctica establecida. En la educación el mecanismo principal para esto ha sido tradicionalmente la inspección o supervisión. Esta práctica se ha debilitado por falta de apoyo a los supervisores, porque son pocos y porque su paradigma de trabajo quedó muy atado al control administrativo. La política educativa debería recrear y resignificar las funciones de supervisión y desarrollar nuevas formas de acompañamiento a través de orientadores o referentes pares -docentes con experiencia que acompañan a otros-. Las miradas externas siempre nos ayudan a crecer. Paralelamente, se debería propiciar el desarrollo de mecanismos de escrutinio profesional entre pares. Buena parte del control de la calidad profesional debería estar radicado dentro de la misma profesión, no afuera. La existencia de un Código de ética profesional docente podría constituir un paso importante.

Cuando vuelvo a leer todo lo que acabo de escribir me resulta un poco fantasioso y utópico. No creo que llegue a hacerse, o al menos que yo llegue a verlo en América Latina. Pero es lo que pienso y la manera en que recojo lo que converso y comparto con colegas docentes en distintos países de la región. Pero para terminar este posteo, que resultó bastante largo, quiero compartir una anécdota que me parece ilustrativa de lo que podrían ser otras condiciones de trabajo docente, más allá de que no se puede desconocer que cada sistema educativo es fruto de su historia y tradiciones y de que construir alternativas requiere tejer sobre dicha historia.

En marzo de 2010 participé en el encuentro de la CIES, la asociación internacional de educación comparada, en la ciudad de Chicago. Uno de los días del evento tuve la oportunidad de visitar una escuela pública de educación media para población afrodescendiente. Para un latinoamericano la infraestructura parecía propia de un colegio privado. Más allá de ello, se notaba clima educativo en todas las paredes: carteles de ciencias, un mural con una frase de Barack Obama, la historia de los negros (traducción directa, usaban la palabra “black” en sus murales), producciones de los estudiantes, resultados de evaluaciones, entre otras. Todas las paredes hablaban.

Lo más interesante de la visita fue la reunión con integrantes del equipo docente. Era una sala de informática con computadores dispuestos contra las paredes. Nos reunimos en rueda en torno a un conjunto de mesas chicas dispuestas en círculo en el centro del salón. Nos contaron brevemente sobre cómo trabajaban y pasamos a un intercambio a partir de preguntas que hacíamos los visitantes. Cuando me llego el turno hice una de mis preguntas típicas:

¿Qué horario de trabajo tienen ustedes como docentes en la institución?

Me miraron como un poco sorprendidos y me dieron una respuesta que consideraban obvia: “entramos a las 08:00 en la mañana y nos vamos a las 16:30 en la tarde”. “Ahh… ¿están todo el día aquí?”. “Sí, claro”. “¿Y todo el día están dando clases”?. Nuevamente respuesta con cierto grado de sorpresa: “No, claro que no”. “Ahh… ¿y cuántas horas de clase dan por día?”. “Dependen un poco de cada profesor y de cada semestre. Pero más o menos la mitad del horario, un poco más”. “Ahh… ¿Y el resto del día que hacen?”. De nuevo, sensación de respuesta obvia: “Y, una cantidad de cosas. Preparar clases, corregir tareas, reunirnos con colegas, recibir padres, dar apoyo individual a algunos alumnos…”.

“Ah, claro” -ya casi pidiendo disculpas por mis preguntas tan obvias-. “Y una pregunta más. ¿Cómo hacen si cambia la matrícula y por tanto la cantidad de horas de clase, por ejemplo de Matemática? ¿Qué hace el profesor si el año que viene hay menos horas de Matemática?” -yo pensaba con el paradigma de Uruguay, en que cada año cambia la cantidad de horas de cada materia en cada liceo y, por tanto la cantidad de profesores, lo que se resuelve haciendo que todos los profesores elijan horas de clase todos los años.

Respuesta también en tono de obviedad: “Y bueno, tal vez un año le toca dar menos horas de clase y hace otras cosas, tal vez dicte un curso de Física o de una materia afín, se va resolviendo caso por caso y año a año”. Era un tipo de decisión que se tomaba con naturalidad cada año en el equipo docente al planificar el curso. En Uruguay somos bastante sibaritas al respecto. Cada uno quiere dar cierta cantidad de horas de cierta materia en cierto grado, y no otra cosa.

Me quedó claro que pensaban con otra lógica. En la lógica de Uruguay la variable de ajuste es la dedicación del profesor. Primero vemos la matrícula, luego definimos la cantidad de grupos y por tanto de horas de clase por asignatura y grado, y luego los profesores eligen horas, cursos y liceos. En la lógica de esta escuela media la dedicación de los profesores es una variable fija: tengo este cuerpo docente con dedicación completa en este liceo. Luego ajusto cuántas horas de clase y en qué cursos trabaja cada docente. Esta solución le asegura al profesor su trabajo y su carga horaria, así como tiempo remunerado para su trabajo fuera del aula, estabilidad en una institución y ser parte de un equipo. A cambio, le requiere cierta flexibilidad respecto a qué cursos va a dictar.

FUENTE: https://www.pedroravela.com/post/seis-propuestas-para-una-politica-educativa-centrada-en-el-fortalecimiento-profesional-docente

Pedro Ravela
Pedro Ravela es profesor de Educación Media en Filosofía del Instituto de Profesores Artigas de Montevideo (IPA) y máster en Ciencias Sociales y Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO Buenos Aires). Es investigador, docente y asesor en varios países de la región en temas relacionados a la evaluación educativa. Por más de 10 años, se desempeñó en la Administración Nacional de Educación Pública de Uruguay como director técnico del Proyecto de Mejoramiento de la Educación Primaria, director de la Unidad de Medición de Resultados Educativos y coordinador nacional del estudio del Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés). Además, fue director del Instituto de Evaluación Educativa en la Universidad Católica del Uruguay (2007-2012) y director ejecutivo del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEEd) de Uruguay (2012-2014).