Richard Webb / El Comercio
Nací en un mundo sin PBI, ni pobreza, ni competitividad, ni inflación. O por lo menos, era un mundo en el que no existían las estadísticas o números que identificaban y precisaban esas realidades centrales de la economía. Por coincidencia, mi vida ha corrido junto con la aparición de esos números. Así, el PBI y yo nacimos el mismo año, me gradué junto con el futuro inventor de los ránkings de la competitividad y me tocó la oportunidad de apoyar la creación de las estadísticas de pobreza en el Perú.
Durante siglos, la mejora gradual de los instrumentos de medición nos ha permitido descubrir al mundo físico en que vivimos, tanto sus medidas como sus leyes. En base a ese conocimiento hemos logrado un avance extraordinario en la tecnología y en la capacidad productiva. Por contraste, el conocimiento del comportamiento humano recién empieza. Como la maduración del adolescente, se ha pegado un salto en lo físico antes que en el dominio personal. Sin embargo, a inicios del nuevo milenio nos encontramos en medio de un despegue en la llamada ciencia social, empujados por el evidente desbalance entre nuestra pericia en la ciencia física y nuestra inmadurez para el autogobierno colectivo.
Tal como sucedió con la ciencia física, el avance de la ciencia social está siendo facilitado y hasta liderado por el progreso de las prácticas de medición. Dos novedades que han sido particularmente fructíferas para la ciencia social han sido el invento de las encuestas y la llegada de la tecnología digital. Empezamos a nadar en un mar de datos, ránkings y rátings, de la que ningún aspecto de la vida social parece salvarse. Además, el acceso a los datos y su análisis por las computadoras se ha facilitado enormemente.
Hace medio siglo el BCR era el proveedor principal de estadísticas económicas, las que publicaba en su boletín mensual. Pero si bien era mensual, se distribuía tres o cuatro meses después del mes correspondiente. Las reservas internacionales, las exportaciones y la expansión del crédito se conocían recién meses después de su registro. Hoy, por contraste, vivimos un diluvio diario y semanal de estadísticas económicas. También la realidad subjetiva no se escapa de esta corriente medidora, y hoy tenemos datos que miden la felicidad, la percepción de corrupción, la calidad de vida urbana, y las expectativas económicas y políticas. Sea en lo objetivo o lo subjetivo, vivimos tomando el pulso a la sociedad.
Ante esta ola numérica, se hace evidente nuestro déficit en cuanto a la capacidad para recibir y evaluar las cifras. Hemos vencido mayormente el analfabetismo pero, como ha constatado la reciente evaluación del aprendizaje escolar, hay una alta incompetencia matemática. Como resultado, el margen para los que buscan manipularnos es grande. Los encuestadores presentan datos acompañados de los respectivos márgenes de error, pero estos poco se entienden y casi siempre son subestimados. En realidad, la interpretación de cualquier estadística exige conocer múltiples detalles, rara vez reportados, acerca de cómo fue obtenida.
Lo bueno es que los números visibilizan la sociedad, reemplazando intuiciones nebulosas por un conocimiento verificable. Lo malo es que lo que no ha sido cuantificado pierde importancia cuando buscamos entender y resolver algún problema. El número se vuelve casi un requisito de ciudadanía científica.
Fuente: El Comercio / Lima, 09 de octubre de 2016