Hablar de los retos y el futuro de la educación significa reconocer que estamos frente a un contexto sin precedentes no solamente como resultado de la pandemia y por un escenario geopolítico y económico mundial complejo. Es también por los retos estructurales que ya enfrentaba la región, que en la actualidad se combinan con desafíos globales y persistentes como el cambio climático, la migración, y los conflictos.
Tras el choque del COVID 19, se ha hablado de una segunda década perdida para América Latina y el Caribe. Y cuando se dice esto hay que matizar. Hoy la región no es la misma que la de los años 80. La región sí logro hacerse más resiliente desde el punto de vista de la estabilización y capacidad macro para resistir a choques externos a través de la política económica y financiera. Sin embargo, sigue mostrando grandes inequidades: el talón de Aquiles sigue siendo la política social.
En los ’80, el retroceso económico que tuvo la región tuvo fuertes implicaciones sociales. Haciendo justamente referencia a ese período, el actual Ministro de Finanzas de Colombia, Jose Antonio Ocampo, destacaba en un artículo reciente que “América Latina solo retornaría a los niveles de pobreza de 1980 en 2004, por lo cual en este campo hubo no una década, sino un cuarto de siglo perdido”.
En esa misma línea, y cuarenta años después, como resultado de la pandemia al menos 5 millones de personas en América Latina se sumaron a las estadísticas de pobreza extrema, lo ha supuesto retroceder casi tres décadas en este frente. No sólo la pobreza, también la desigualdad ha incrementado. En el 2019, el 10% más rico ya capturaba, en promedio, más de la mitad del ingreso nacional. Como resultado de la pandemia algunos países experimentaron incrementos en desigualdad de entre el 5% al 8% en el coeficiente Gini.
No es una década, sino una generación perdida
Las crisis efectivamente no golpean a todos por igual. La región está haciendo frente a elevadas tasas de inflación que la exponen a niveles crecientes de inseguridad alimentaria y nutricional debido al alza de los precios de los alimentos. Tres características de la crisis regional:
1) Afecta particularmente a los jóvenes.
Según estimaciones recientes, en 2022, la pobreza afectaría al 45,4% de las personas menores de 18 años de América Latina. Es decir que más que de una década perdida, deberíamos hablar de una generación perdida. Por eso hoy es urgente preocuparnos y ocuparnos de los jóvenes, como lo argumentábamos también en un informe que publicamos este año.
2) La falta de habilidades impacta en la productividad.
La productividad en la región en los últimos 30 años creció a un ritmo del 1% anual, lo que es extremadamente lento comparado con otras regiones. América Latina y el Caribe está detrás en tres frentes: innovación, clima de negocios, y habilidades. Y esto es importante porque sabemos que lo que realmente hace la diferencia en términos de crecimiento es la acumulación de habilidades y no los años de educación. Es el valor que le añadimos a cada hora trabajada. Y lo que observamos es que, aunque la región ha avanzado mucho en términos de acceso, en las últimas décadas ha habido pocas ganancias en aprendizaje en promedio. Con la pandemia de facto lo que hemos visto han sido pérdidas acumuladas de hasta dos años completos de aprendizaje con una acentuación de la desigualdad.
Es decir, que la promesa de la educación como vehículo de movilidad social y transformación se ha quebrado:
- Hay escasas oportunidades para los jóvenes: 1 de cada 5 jóvenes no estudiaba ni trabajaba mucho antes de la pandemia (2016).
- El desempleo juvenil es persistente y se agudizó con la crisis de la COVID-19: en América Latina se proyecta una de las cifras más altas de desempleo juvenil del mundo, aún después de la recuperación postpandemia. 21% comparado con 8% en América del Norte y 15% en Asia.
3) Desigualdad y malestar social.
Una mayoría en América Latina percibe injusticia, no solo en la distribución del ingreso y las oportunidades sino también en el acceso y la calidad de los servicios públicos y a las garantías de sus derechos. El malestar social que se genera por estas condiciones adversas se traduce en mayor polarización y descontento con las instituciones. Los jóvenes en la región se muestran cada vez más insatisfechos con la democracia, no solamente en términos absolutos sino también con respecto a otros grupos etarios.
El último Latinobarómetro muestra que el apoyo de los jóvenes menores de 25 años a la democracia es menor que el del resto de grupos etarios, y es el grupo que más preferiría una alternativa autoritaria. En otras palabras, hay un problema de educación cívica y de desconexión entre las promesas de una democracia de procedimientos, y una democracia substantiva que ofrezca oportunidades reales para ejercer derechos y libertades por igual a todos los ciudadanos. El punto de partida para darle profundidad a la democracia más allá de los procesos son servicios sociales: educación y salud de calidad.
¿Se puede lograr en educación lo que se logró con las políticas económicas y financieras?
Soy consciente del panorama preocupante que acabo de pintar. Sin embargo, elijo mirar el futuro con la convicción de que podemos cambiar este escenario, por ello quisiera compartir algunas reflexiones sobre lo que podemos hacer en el 2023. El objetivo: construir sociedades más resilientes.
La clave está en transformar nuestros sistemas educativos. La historia hoy ya no va de ajustes en el margen. Va de cambios estructurales, como los que la región logró hacer en sus sistemas de estabilización y políticas económicas y financieras.
Para lograrlo, hay que actuar en tres ámbitos:
(1) Transformación digital, a través de la conectividad y digitalización del servicio educativo. El sector edtech es de los menos desarrollados. De hecho, está muy por detrás, por ejemplo, de otro servicio básico como es la salud. La conectividad es central tanto para asegurar continuidad del servicio educativo (es decir tanto para el acceso), como para mejorar su calidad, equidad y pertinencia. La conectividad hoy marca la diferencia entre ricos y pobres; zonas remotas y urbanas.
Cuando una buena parte de la actividad económica, social y educativa pasa a depender de un cable de banda ancha el acceso deja de ser una simple alternativa y pasa a ser un derecho. La conectividad hoy no puede ser un artículo de lujo. No podemos pensar un modelo educativo que les ayude a los jóvenes a conectar con oportunidades económicas y de vida mejores si el servicio no incluye conectividad y acceso al mundo digital.
(2) Reinventar el aula. Cambiar la experiencia educativa de los estudiantes dentro y fuera de la escuela. Para ello, los estudiantes tienen que salir de la escuela listos para la vida y para seguir formándose en habilidades para el trabajo. Reinventar el aula quiere decir que en el siglo 21 no es aceptable que nuestros jóvenes no entiendan un texto cuando lo leen, ni sepan manejar conceptos básicos de matemáticas. Pero además de leer, escribir, y hacer operaciones básicas numéricas, ninguno de ellas/os va a tener chances reales de involucrarse de forma efectiva en la vida social y económica si no tiene habilidades digitales, pensamiento crítico, capacidad para comunicarse de forma efectiva con otros, o para colaborar y trabajar en equipo. Son habilidades clave para desempeñar funciones no rutinarias que no pueden ser reemplazadas por maquinas.
Lo anterior implica que hay que empezar a ampliar la jornada escolar y que hay que invertir en los docentes. No es posible brindar a los estudiantes lo que en la actualidad necesitan para la vida o el trabajo en cuatro horas de clase que acaban siendo menos de tres horas efectivas en muchos casos. Y para ampliar la jornada, la escuela tiene que reunir ciertas condiciones básicas como alimentación escolar, y apoyo psicológico, porque no se puede aprender ni cuando se tiene hambre, ni cuando se está sometido a estrés, ansiedad o depresión.
Finalmente, cuando uno tiene a la mitad de los jóvenes fuera de la escuela, tiene que pensar en qué alternativas les va a ofrecer para que restablezcan sus trayectorias educativas y se sigan formando.
(3) Gasto inteligente. En un contexto de altas demandas, y restricciones fiscales, tenemos que dirigir el gasto social con precisión laser. Minimizar las perdidas e ineficiencias, y maximizar el impacto de cada dólar/peso que se invierte. Hay espacios de mejora en los grandes rubros de inversión para que el gasto sea más efectivo y equitativo: infraestructura, docentes, alimentación escolar, transporte.
Para ello es fundamental desarrollar, fortalecer y profesionalizar los sistemas de información y gestión educativa a través de la digitalización y nominalización de estudiantes y docentes. Esto es una gran tarea pendiente que va a ayudar a mejorar la calidad de los datos que manejamos para planificar la inversión educativa y generar un espacio de entendimiento y diálogo entre los ministros/as de educación y los ministros/as de finanzas. Un desafío central de la financiación educativa es que unos y otros no hablan el mismo idioma. Este problema tiene solución y requiere de voluntad política para ejecutarlo.
La región sigue teniendo una asignatura pendiente: la política social, y en particular la educación. La historia nos dice que, de la última gran crisis, la región recuperó más rápido sus indicadores económicos macro que sus indicadores sociales. La historia parece repetirse, con la diferencia de que hoy ya no tenemos margen de error, ni podemos posponer la inversión en capital humano y habilidades por más tiempo. Para lograr sociedades más resilientes y enfrentar la desigualdad, la estabilidad macro es clave; pero direccionar intencionalmente el gasto social para invertir cómo y dónde más se necesita es hoy impostergable.